La destrucción del instante mismo que acaba de pasar. Ese, dijo una vez Circe Maia, es el rasgo común de toda su poesía. El trompetista baja su instrumento. Pasó la música que acaba de tocar. Queda un momento con la cabeza en ángulo, mirando al suelo. Lleva una máscara de la muerte. Es parte de un grupo de cinco mariachis que cantan, a cambio de algún dinero, las canciones preferidas del difunto. Ha caído la noche en el panteón de Xilotepec y en medio de las islas de ese archipiélago de muertos se ven las velas que encendieron los deudos. El silencio que sigue al instante, destruido, del final de la canción, se destruye a su vez a manos de los otros sonidos que se atropellan para ocupar su lugar. A veinte pesos las lámparas de minero, pregonan unas voces infantiles. Desde más lejos llega l...
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