Tres jóvenes, dos chicos y una chica, van a Roma a recibir sus premios porque son finalistas de un reputado concurso de guiones. Antonino (Mauro Lamantia) es un estudiante siciliano y erudito en datos cinéfilos. Luciano (Giovanni Toscano), un cachafaz que busca mujeres y oportunidades por todos lados, proviene de una familia obrera de la Toscana, donde dejó a una novia con un hijo suyo. Eugenia (Irene Vetere), llena de complejos y temores, es hija de una familia burguesa de Roma. Los tres –que, de una manera totalmente imprevista, resultarán sospechosos de un crimen– se unen casi casualmente para tratar de introducirse en el ambiente cinematográfico italiano, especialmente en el de los guionistas, esos olvidados de las marquesinas sin los cuales las películas vaya a saber qué cosa serían. Precisamente, el premio que unió a estos jóvenes se llama Solinas, evidente homenaje a uno de los más famosos guionistas italianos (que, entre otras, hizo los guiones de El otro señor Klein, Estado de sitio, El asesinato de Trotsky, Queimada, La batalla de Argel).
Homenaje es lo que muchos han querido ver en esta película1 dirigida y colibretada (con Francesco Piccolo y Francesca Archibugi) por Paolo Virzi, uno de los registas exitosos de los últimos años (La prima cosa bella, El capital humano, Todo el santo día); para mi gusto, alguien con resultados muchas veces desparejos, incluso en la misma película. Esta no es la excepción. Porque, si bien hay alusiones destinadas al recuerdo emocionado –Fellini filmando el que sería su último filme, La voz de la luna, Mastroiani llorando por amor en la oscuridad, Ornella Muti haciendo durante unos minutos de sí misma, Roberto Herlitzka interpretando a un tal Fulvio Zappellini, en quien los memoriosos que sí leían los créditos podrán reconocer al gran Furio Scarpelli–, la mayor parte del metraje parece elegir la caricatura. Esos salones de bares repletos de viejos enojados y malos modales, esos diálogos tronantes a propósito de mediocridades siempre ajenas, esas evidentes falsedades de varios personajes o las también evidentes situaciones inverosímiles vividas por otros.
En el barril de las exageraciones la porción más importante corre por cuenta del productor Saponaro, un desmelenado Giancarlo Giannini, que tiene las características del chanta ambicioso y fracasado hasta sus últimas consecuencias. Como muere al empezar la película, luego de hundirse con su auto en el Tíber –sin que nadie, prendidos todos a los resultados del fútbol, se dé por enterado–, cabe la sospecha de que ese dato inicial es una astucia para consolar al espectador durante el largo racconto que es el cuerpo central de la historia, en el cual se soportará a Saponaro‑Giannini hasta la intoxicación. Es verdad; el asunto transcurre en 1990, cuando la selección italiana perdió por penales con Argentina en el campeonato mundial. Y el desencanto por el desempeño de la squadra azzurra parece señalar otro desencanto más general, en este caso, el experimentado por tres jovencitos ilusionados con un mundo, el del cine italiano, que, pese a que aún bogan por ahí algunas de sus viejas glorias, comienza a disgregarse.
¿Sería así? Es de suponer que el director Virzi, que empezó a filmar pocos años después –su primera película, La bella vita, de 1994–, sea un buen testigo de aquello. Pero la manera acumulativa que eligió para presentarlo, pese a que en ese abigarramiento es posible entrever algunos momentos interesantes, tiene algo de venganza. Él sabrá.
1. Notti magiche. Paolo Virzi, Italia, 2018.