En una de las escenas de Dolor y gloria, Salvador Mallo,el protagonista de la película, que es director de cine y escritor ‒un alter ego de Almodóvar, que Antonio Banderas interpreta con una ternura exquisita‒, va a comprar heroína a un barrio de Madrid. En la plaza donde para el taxi, conversan animados varios inmigrantes negros, mientras cae sobre ellos la resolana de la tarde. Están dispuestos en ronda. Algunos se recuestan en un muro que tiene pintado el símbolo feminista del puño violeta en alto; arriba se lee, también escrita en violeta, la frase “Hermana, yo sí te creo”. El amor y el respeto por las mujeres y las disidencias que Almodóvar ha sostenido durante toda su carrera no tiene que ver con mirar a esos personajes con condescendencia, sino con otorgarles un espacio verosímil, de genuina materialidad, donde se habilitan formas del deseo y conexiones vinculares que, por el solo hecho de existir en la pantalla, hieren de muerte la heteronormatividad de la moral burguesa. Incluso en esta película, en la que los personajes principales son masculinos, el foco está puesto en la vulnerabilidad del cuerpo y la imposibilidad afectiva, lo que supone un modo de representación muy extraño. Las acciones nunca llegan al extremo de construir un dramatismo esencial que se convierta en heroicidad o alimente nuestro morbo voyeurista. Los personajes son honestos y hacen lo que pueden, pero lo interesante es que no pueden mucho: apenas logran sentir, moverse, relacionarse o cumplir con sus responsabilidades.
Para todos los personajes de Dolor y gloria, sobrevivir a la adultez ‒incluso con éxito, fama y dinero‒ es una renuncia inevitable, porque no hay intelectualidad, convicción o talento que puedan escapar de los estragos del tiempo y el deterioro que imprimen en el cuerpo. Dudo de que haya otra película que cuente con tanta perfección el efecto que tienen en una vida normal las afecciones graves de la columna vertebral, por ejemplo. Pero, como dice el director-personaje, que también oficia de narrador, no es sólo lo corporal: también son los dolores del alma, la depresión, la dificultad para encontrar un lugar de inocencia en el cual vincularse sin poses ni prejuicios. Almodóvar logra describir el tedio en su sentido más netamente romántico, pero establece un inteligentísimo sistema de contrastes y se cuida ‒quizás como nunca antes‒ de las estridencias: el tipo está triste, sí, pero apenas lo demuestra; está decaído, pero vive en un departamento hermoso, rodeado de bellas obras de arte, que sólo con el correr de la película se resignifican hasta convertir ese espacio en una especie de mausoleo; está solo y deprimido, pero, al drogarse, nos permite viajar con él a la tibieza de una infancia inspiradora, signada por profundos deseos.
Al contrario de lo que transmite su fotografía, llena de colores plenos, la apuesta narrativa en Dolor y gloria es monocromática, porque construye un estado continuo de las cosas que se altera poquito y muy despacio. El modo en que está escrita y dirigida esta película es como una renuncia a la manera habitual en la que el cine muestra los grandes sentimientos, que es a través de grandes acciones o de la idea de causa y efecto. La reflexión sobre el amor que el filme rezuma tiene que ver con lo que no se hace, lo que no se dice o lo que apenas se logra comunicar con una desmedida cantidad de voluntad y esfuerzo, que, aun así, nunca es suficiente. Eso es lo perturbador: la escena de reencuentro entre Salvador Mallo y su ex amante Federico ‒un increíble Leonardo Sbaraglia‒, que ha llegado hasta su casa casi por casualidad, es de una verosimilitud fenomenal en la contención de las miradas y los gestos, en la tranquila compasión con la que la película los sitúa y los muestra, en el modo de contar lo que a veces, a pesar de ser reprimido en la dimensión del cuerpo, sucede de todos modos dentro de los corazones.
Dolor y gloria es una película enorme, y el espacio de esta reseña no alcanza ni para empezar a dar cuenta de su inmensidad. De la relación del personaje con su madre, por ejemplo, apenas puedo hablar, porque todavía me emociono. Pero, para finalizar, importa decir que si ser adulto es ser consciente del tedio en que vivimos, mirar esta película se parece a recuperar algo de intensidad vital, de la sorpresa apasionada que nos generaron nuestros primeros deseos, esos de la adolescencia y de la infancia, esos de la inocencia. Por eso es una obra maestra, y por eso contemplarla es una experiencia extraordinaria.