Si se toman en cuenta solamente los primeros cuatro partidos políticos uruguayos en función de los votos obtenidos en 2019, los aturdidos electores tendrán en la góndola una oferta de una quincena de candidatos en las primarias de junio de 2024. Todavía puede llegar algún rezagado a la fiesta, pero ya se contabilizan: cuatro postulantes por el Frente Amplio (FA), otros cuatro por el Partido Nacional (PN), un sexteto por el Partido Colorado y solo uno –el líder indiscutido– en Cabildo Abierto (CA). Si Juan Sartori se decide, los blancos colocarían en la pasarela a un quinteto, y si Carolina Ache se abocara a capitalizar su contragolpe en el caso Marset, sería la séptima candidata por el coloradismo.
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La atomización de candidaturas es cada vez más común en las fatigadas democracias modernas (o posmodernas), pero lo que sucede en el partido que gobernó por más de 90 años ininterrumpidos al Uruguay es para alquilar balcones. El número de postulaciones llama la atención (Robert Silva, Gabriel Gurméndez, Tabaré Viera, Andrés Ojeda, Gustavo Zubía y Guzmán Acosta y Lara), pero sobre todo el entrevero de alineamientos, que no parecen seguir ninguna lógica de corrientes y sí regirse por endebles afinidades y cálculos de mira corta. Ya todo es un revoltijo y las trincheras de otrora (la lista 15 y el Foro Batllista) han quedado absolutamente difuminadas en medio del carnaval de precandidatos. Tan solo como una breve muestra: Germán Coutinho, exmiembro de la cofradía de Pedro Bordaberry, no apoya a Gurméndez, sino a Tabaré Viera, y Julio Luis Sanguinetti no se arrimó al ministro de Turismo, sino a Ojeda, un abogado mediático, conocido por la defensa de Amodio Pérez, su vocación de panelista y los atildados trajes. Ya se sabe también que los dirigentes de ocasión suelen utilizar el rito de las internas para marcar votos de cara a las futuras listas, aun a costa del ridículo, pero cualquier persona medianamente informada puede ver que el histórico partido se ha acostumbrado a convivir con una agónica decadencia, agravada con la fuga de Ernesto Talvi y la succión del gobierno herrerista.
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Los blancos por ahora no ofrecen una paleta acalambrante de candidatos, a pesar de tener que arreglárselas con la imposibilidad de reelección de su líder hiperpresidencialista, pero padecen la similitud discursiva de sus dos principales postulantes. A pesar de que Álvaro Delgado y Laura Raffo se han esforzado en repartirse los fragmentos de Alianza Nacional y se mueven en el mercado de pases para incorporar figuras propicias para las lides del reality show, como Valeria Ripoll o Gabriela Fossati, el pensamiento herrerista y de derecha empresarial será difícil de disimular, más allá de utilitarios guiños centristas. En verdad, no se puede decir que no haya una definición ideológica allí, sino una hegemonía que difícilmente pueda ser contrastada por Jorge Gandini.
En Cabildo, que puntúa mal en las encuestas pero habrá que ver, aparecen perfilismos que intentarán aprovechar algunos nichos –el voto evangélico, la autoproclamada línea artiguista del militar retirado Eduardo Radaelli y la incursión de los «civiles» del Parlamento–. Pero ninguno de estos espacios se atreve a discutir al líder, el padre de los cargos y el estratega que ha sabido jugar a ser oficialismo y oposición a la vez.
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El FA vuelve a presentar a un cuarteto, pero las señales sobre un futuro contrapunto en torno a ideas (en su sentido más profundo, no el que suele utilizarse como sinónimo de propuestas) no lucen muy promisorias. Con todo, dos elementos, entrelazados a su historia con las bases militantes y los movimientos sociales, pueden darle algún plus a la ya tradicional competencia de carismas, virtudes gestoras y aparatos sectoriales. En primer lugar, el FA elabora antes un programa común y luego define a los candidatos. Es cierto que el programa evita adentrarse en las cuestiones más antisistémicas, pero también que sus trazos orientadores están abiertos para que luego puedan ser profundizados por quien tenga la voluntad y la correlación de fuerzas para hacerlo. Hay un mínimo común denominador del cual se parte y en el que las bases logran imprimir algún toque (piénsese, por ejemplo, en el carácter vinculante que lograría el Congreso Nacional de Educación en un eventual gobierno). El resto de los partidos recién empiezan sus bosquejos programáticos, pero además desde estructuras tecnocráticas o equipos de asesores muy supeditados a las personas de los candidatos. Sus militancias, si bien pueden ser escuchadas en recorridas, no tienen el mismo peso a la hora de confrontar ideas y tampoco en la orgánica partidaria (véase entrevista a Verónica Pérez, Brecha, 15-XII-23).
El otro factor que puede dejar alguna huella es el debate obligado que acarrearía el plebiscito por la reforma jubilatoria, si es que se reúnen las firmas necesarias. Lo que para algunos molestaría como un aguijón para otros sería una oportunidad de discutir sobre el lucro en la seguridad social o la relación entre el tiempo para la calidad de vida y el trabajo. Claro está que quienes piensan que el objetivo excluyente es ganar, sin dar lugar a demasiados contrapuntos, no estarán nada entusiasmados con esta consulta popular. Lo mismo podría decirse sobre otras dos instancias de democracia directa que podrían habilitar alguna que otra incursión dialéctica no centrada en las personas, como lo son el plebiscito «contra la usura» (promovido por CA) y el de los allanamientos nocturnos (impulsado por el PN). En su faz más virtuosa, estas tres consultas abrirían espacios para la discusión en el terreno de las políticas económicas, sociales y de seguridad urbana. El riesgo es que para evitar el argumento se imponga, como es habitual, el combate ad hominem (o ad feminam) en campañas en las que una ciclovía insume más minutos y titulares que aquellos densos asuntos.
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Son cuantiosos los trabajos académicos que asumen los deterioros de las democracias modernas y los explican también en la caída de su dimensión deliberativa, en la pérdida de la capacidad y el interés por debatir. Y no se habla aquí de esos debates televisivos, como los que vimos en la última campaña argentina, que remiten a grotescos programas de entretenimiento. Se trata de una deliberación en el espacio público, sobre la base del estudio, la argumentación, los enfoques, que recupere el verdadero sentido de la cosa pública, de la vida en común, y no solo involucre a las élites políticas y su diálogo de sordos. La diversidad de candidaturas no sería un mal en sí mismo si incluyera diversidad de concepciones y no meros agrupamientos electoralistas. Todos hablarán de desarrollo y descentralización, pero el punto es: cómo, con quién y a qué costo se harán esas cosas sobre las que todos parecen estar de acuerdo.