Cuando, dentro de algunas semanas, bajen las temperaturas ambientales, todo parece indicar que subirán las temperaturas políticas, particularmente porque se acercará la fecha de las elecciones internas, y antes –sobre todo–, el fin del plazo para recolectar y presentar las firmas para convocar a plebiscito sobre la reforma jubilatoria.
Las internas, ya definidas las precandidaturas, no parecen llamadas a concitar grandes emociones: las de los dos partidos políticos mayoritarios con expectativas de ser gobierno –el Frente Amplio (FA) y el Partido Nacional (PN)–, por la poca diversidad de alternativas reales que ofrecen, y las de los demás partidos, porque el único rol que pueden aspirar a desempeñar es ser parte de una coalición gobernante, para lo cual no importa mucho quién sea el simbólico candidato a presidente (a presidente, porque, por ahora, todos los precandidatos son del sexo masculino).
En ese sentido, curiosamente, el que está más tranquilo es el partido de menor peso, el Partido «Independiente» (PI), que puede seguir siendo parte del gobierno de derecha que hoy integra –si hubiera tal gobierno–, pero también de uno de centroizquierda si gana el FA, sin mayoría parlamentaria. Al fin y al cabo, de ahí vienen los autodenominados independientes, parte de una parte que se fue del FA y después volvió, pero ya sin lo que entonces constituyó el PI, que se mantuvo aparte con la palpable intención de ser, algún día, un «partido bisagra».
En cuanto a los que sí pueden ser gobierno, en el PN lo que se decidirá es si postula a la presidencia a un hombre herrerista o a una mujer herrerista, y en el caso del FA, con un programa único aprobado por su congreso, pero que expresamente admite diferentes énfasis en su lectura, lo que podría decidirse es si esos énfasis se pondrán en mayor o menor medida en la macroeconomía y el desarrollo, o en la satisfacción de las necesidades básicas de la población. O, dicho de otro modo, en el crecimiento como condición previa o en la redistribución de la riqueza, sin condiciones previas. Porque para cada una de esas preocupaciones, complementarias pero que a veces pueden oponerse, la terapéutica es diferente.
Por eso creo que lo más importante que pasará en los próximos meses no serán las elecciones internas, sino el plebiscito sobre el régimen jubilatorio promovido por el PIT-CNT y otras organizaciones sociales, que, si bien se enfoca en uno de los problemas que hoy tiene el país y no en su globalidad, se trata de una cuestión que no solo es de enorme importancia, sino que, por la forma de abordarla, definirá a qué prioridades y modelo de país se apunta.
Sin embargo, si bien parece haber una coincidencia casi unánime en cuanto a la gravedad de las carencias que hoy presenta nuestro sistema de seguridad social (que incluye las jubilaciones y las pensiones, pero también otra cantidad de cosas muy importantes), no parece que haya coincidencia en cuál es el aspecto que más preocupa del problema.
Para la coalición gobernante, está claro que lo que los inquieta es lo que ellos llaman desfinanciamiento del sistema jubilatorio, que exige un aporte que consideran excesivo por parte del Estado y que, por lo tanto, influye en el déficit fiscal, que es lo que les quita el sueño, por la repercusión que ese indicador tiene sobre las inversiones y los créditos externos.
Esa mirada lleva a la solución que se tradujo, en mayo pasado, en la ley 20.130 de reforma del sistema jubilatorio: puesto que el problema es lo que debe aportar el Estado, para disminuirlo habría que aumentar la contribución de los otros dos sostenes del sistema (los aportes de los trabajadores y sus patrones). Y como los «malla oro» son intocables, porque seguimos esperando que pasen al frente a tirar del pelotón, aumentemos el aporte del pelotón: los trabajadores, activos y pasivos.
¿Cómo se logra esto? Haciéndolos trabajar cinco años más para que aporten durante otros cinco años y no cobren jubilaciones durante ese lapso, y, una vez que se levante la barrera, pagándoles a los sobrevivientes contribuciones menores aún. Con esto, el sistema pasa de ser un mecanismo solidario a uno que casi es de ahorro forzoso en entidades financieras privadas, ahorro que solo se recupera cuando haya poco tiempo para gozarlo. Algo que se ha señalado poco, pero que está en la filosofía y la letra del sistema, es que, si los uruguayos nos seguimos empeñando en vivir más, la edad jubilatoria se seguirá aumentando. Milei aplaudiría de pie. La libertad avanza… pero ¿la libertad de quién?
Pero hay otra mirada posible: el problema de la seguridad social no es que los aportes de los trabajadores no cubran sus propias jubilaciones, sino más bien todo lo contrario: que haya que trabajar hasta la vejez para recibir amparo; que ese amparo sea, en muchos casos, irrisorio, por lo cual aun los que pueden jubilarse no lo hacen porque no pueden vivir de esas jubilaciones; que lo mismo pasa con las pensiones; que, como consecuencia, la demanda de trabajo sea mayor que la oferta, porque además de incluir a quienes están en edad de trabajar, incluye a quienes ya deberían estar jubilados. Todo esto se agrava con las «soluciones» pergeñadas por la coalición multicolor.
Importantes referentes y sectores políticos de la actual oposición han planteado que la solución a todo esto pasa por un amplio diálogo social que permita construir las bases de un sistema de seguridad social satisfactorio para esas diferentes miradas. Pero ese diálogo social no puede hacerse a partir de una hoja en blanco como si nunca hubiera existido ese sistema, nunca se hubiera opinado sobre él, nunca se hubieran hecho propuestas para modificarlo, nunca se lo hubiera modificado y, sobre todo, como si no existiera ya, hoy, un cambio radical, producido por la aprobación de la actual mayoría legislativa, de la ley 20.130, que define prioridades muy claras y hace cambios muy claros para llevarlas adelante, a costa de los trabajadores y los jubilados, y pone patas arriba los criterios que hasta entonces sustentaban, bien o mal, el sistema.
Por eso, el plebiscito no solamente no es contradictorio con ese diálogo, sino que es un esencial paso previo, porque va a definir, con la participación de toda la población, y no de corporaciones que dicen representarla, sobre qué cimientos queremos construir ese edificio. Y a partir de esa definición, podremos diseñarlo.
Otra curiosidad de cómo se está discutiendo este tema tiene que ver con la posición sobre la ley 20.130 que sustenta el principal partido de oposición, el FA (que, dicho sea de paso, es el mío). El FA, que no tiene posición sobre el plebiscito, porque decidió expresamente no tenerla, en cambio tiene una posición muy clara de rechazo sobre la reforma multicolor. Pero, de vuelta, el problema es que no está demasiado claro qué es lo que rechaza.
El PIT-CNT, la Federación Uruguaya de Cooperativas de Vivienda por Ayuda Mutua y la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, que también rechazan la reforma aprobada en mayo, está clarísimo que no están de acuerdo con el aumento de la edad mínima para jubilarse ni con que no se establezca un mínimo decoroso para las prestaciones, y con que una parte muy importante del sistema (cada vez más importante y apuntando a serlo aún más en el futuro) la manejen entidades financieras con fines de lucro: las administradoras de fondos de ahorro previsional. Eso es lo que se cambiará si el plebiscito es aprobado. Los que están en contra de la reforma multicolor pero no comparten el texto de la papeleta ¿piensan que está bien aumentar la edad de retiro a 65 años, que no está bien que los mínimos sean decorosos y que está bien que el sistema jubilatorio se maneje con fines de lucro?
No se me ocurre creer que piensan eso. Pero, entonces, ¿por qué no apoyan el plebiscito? ¿Será que no están de acuerdo con la democracia directa, cosa todavía más difícil de creer? Pero ¿qué otro tipo de democracia existe? Si democracia significa, etimológicamente, «poder del pueblo», ¿qué otra democracia puede haber para los grandes temas que la directa? ¿Quién con mayor legitimidad para poner la última palabra en el diálogo que el propio pueblo, todo el pueblo?
Un estudio demoscópico llevado a cabo por la empresa Factum en el último bimestre de 2023 establece que el 36 por ciento de la población «seguramente» firmará para que haya plebiscito sobre la reforma jubilatoria, el 25 por ciento lo hará «probablemente», el 18 por ciento «tiene dudas» y solo el 20 por ciento, seguramente o probablemente, no firmará, y más solo aún, el 1 por ciento no opina, lo que refleja un nivel de participación extraordinario sobre el tema.
Creer o no creer en las encuestas a esta altura depende de si me dicen lo que necesito o lo contrario, pero se trata de la misma consultora a la que nadie discute cuando da los índices de aprobación del presidente o sostiene que la mayoría de la población está dispuesta a votar al FA.
Dando por bueno que las encuestas son científicas, que reflejan la situación en un momento dado y que tienen un margen de error relativamente bajo –pero que en situaciones reñidas puede llevarlas a decir que es blanco lo que es negro–, el dato es casi indiscutible y estaría asegurando que en el país existen mayorías para que haya plebiscito y, además, para que sea aprobado, porque nadie sensato estaría dispuesto a firmar para que haya un plebiscito con cuyo contenido discrepa (yo, por ejemplo, que amo la democracia directa, no firmé ni voté para que se sometiera a referendo la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo. Y lo mismo hizo la mayoría de las y los uruguayos).
Pero no es tan fácil: porque a la democracia directa se le pusieron en la Constitución todas las trabas que sus redactores pudieron imaginar, y para que sea aprobada una propuesta no basta con que la gente esté de acuerdo, sino que tiene que ir a firmar primero y poner la papeleta en el sobre de votación después, lo cual requiere, además de convencimiento, información. Por eso, queda mucho por hacer. Y, parafraseando la consigna de campaña del actual presidente: es ahora.