Cuando alguien abre la puerta del hogar de Bárbara Jorcin, no sabe adónde entra. Eso es porque entró a su hogar, pero también a su cabeza, que son, ambas, un laberinto. Seguramente sea por eso que puede perderse y encontrarse en su música todo el tiempo. Sus fieles perras, Cocoa y Filomena, reciben al visitante amistosamente. Bárbara emana solemnidad, firmeza, seguridad. Una mujer intimidante hasta que te sonríe y te hace sentir parte de su laberinto.
Siempre tiene las uñas cortas y sus dedos se deslizan como agua en pavimento sobre las 88 teclas que tiene un piano. En su casa –donde antes daba clase– tiene, por lo menos, dos: el de cuerdas, que toca durante el día, y el eléctrico, para poder bajar el volumen y seguir tocando a la noche, pero sin molestar a nadie.
—¿Por qué el piano?
—Porq...
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