A poco más de una semana de las elecciones internas del 30 de junio, puede perfilarse una panorámica sobre algunos de los principales factores de la coyuntura. La campaña, hasta ahora al menos, ha sido muy mediocre, signada más por el impacto casi semanal de escándalos de corrupción en que se involucra al gobierno, y en especial al Partido Nacional, que por el debate entre propuestas de políticas públicas alternativas. Tal vez como nunca antes ha podido advertirse la asimetría manifiesta en los partidos y en las candidaturas del peso del dinero en la campaña, cuyos orígenes –pese a la nueva ley de financiamiento de partidos– permanecen opacos e inciertos. Hay muchas menos sorpresas e incógnitas que en 2019: ya no hay «cisnes negros» como los que cinco años atrás implicaron candidaturas como las de Juan Sartori, Guido Manini Ríos o Edgardo Novick. Aunque hay internas disputadas y de resultado incierto –en especial las de un misterioso Partido Colorado con seis candidatos y las de un Frente Amplio con una polarización fuerte entre Yamandú Orsi y Carolina Cosse–, el partido hegemónico de la coalición oficialista presenta una interna resuelta, con las únicas dudas de la magnitud de la ventaja con la que se impondrá Álvaro Delgado y el enigma de quién lo acompañará en la fórmula; las «operaciones políticas» parecen contar con territorio abonado, entre denuncias y negaciones que confrontan; como siempre, el presidente de turno interviene notoriamente en la campaña, aunque Luis Lacalle Pou le agrega su dinamismo y omnipresencia habituales; se desbordan en forma continua las normas electorales, a veces de manera «obscena» (Manini dixit), como en el spot en favor de Delgado con una duración de casi cinco minutos y presentado en horario central en todos los canales, sin posibilidad de que la Corte Electoral pueda actuar de manera efectiva y contundente, entre otros aspectos.
Y, sin embargo, una nueva concepción de la política parece imponerse cada vez más. Ya había antecedentes notorios en la materia, pero esta política del marketing y del coaching, del agravio y de la negación más insólita de lo que los historiadores llamamos «la dignidad de los hechos», esa campaña permanente que elude en forma sistemática la confrontación de las ideas y de inmediato abona la política como un mundo dominado por las emociones y las percepciones, por las «agendas fictas» y por la personalización de los ataques, por las operaciones de muy sospechosos orígenes, por el manejo arbitrario de los indicadores (siempre en contraste obsesivo con el gobierno anterior), por la invocada batalla cultural instalada fundamentalmente en las redes, por el imperio de la mentira y la «posverdad», pero sobre todo por la «autoverdad», que, como diría Eliane Brum (prestigiosa periodista y documentalista brasileña), suele ser la más letal de todas, en suma, toda esa forma «iliberal» de práctica de la política ha avanzado entre nosotros de manera visible, con una tónica cada vez más parecida a lo que ocurre en la región y el mundo. Nuestro sueño de siempre, el de ser excepcionales y el de confirmar que seguimos siendo una democracia plena, misteriosa y casi inigualable, en la que no caben los saltos en el vacío de los vecinos, aunque persiste en forma obstinada (y a veces imprudente), parece perder credibilidad, persuasividad. De todos modos, y por cierto que no es poco, seguimos siendo una democracia de partidos, la única que va quedando en América Latina.
Más allá de la superficie, con una estridencia que en forma curiosa el mundo académico suele no escuchar bien, tampoco en esto de la nueva política y de sus problemas el Uruguay es una isla. Algo ha ocurrido para que un dirigente nacionalista, que además es nada menos que inspector nacional de Trabajo, no encuentre mejor manera de respaldar a un senador denunciado por delitos sexuales contra menores de edad que invocando al generalísimo Franco y sus «héroes de la Cruzada», en un mensaje fechado en Burgos en 1939, en el que invocaba su euforia ante «la guerra terminada» frente al «cautivo y desarmado Ejército Rojo». En el Uruguay de 2024, aunque se quiera velarlo todo con nuestra proverbial moderación ya tradicional, existe algo que podría llamarse nuestro momento Milei, con empresarios del más alto nivel que en sus redes señalan que, más allá de estilos, las ideas del actual presidente argentino indican el «cambio cultural» y el «rumbo» de un «sentido común» que también se impone para el país, y, cuanto antes, mejor. De esa expectativa también participan líderes de gremiales empresariales importantes que, en el momento de las reuniones con los candidatos y los partidos para intercambiar sobre sus propuestas, señalan, con admirable sinceridad, que «nadie duda de que la gran mayoría del sector empresarial es de la coalición y […] este gobierno sabe que la gran mayoría, aunque le hayan roto el traste, los va a volver a votar». Nada de que sorprenderse…
Por cierto que también algo similar ocurre entre figuras y sectores de la oposición política y social en sus mensajes frente a los elencos del gobierno actual. En ese campo habría que incluir en forma especial la propuesta de reforma constitucional por la seguridad social que, frente a una «mala ley» como la aprobada («leche más agua, agua y agua», como reconoció el propio presidente Lacalle Pou), confronta una propuesta de reforma que con justicia ha sido calificada por el economista Fernando Esponda en La Diaria como la reforma constitucional con «menos respaldo partidario y técnico» desde 1985 hasta el presente. En la misma serie podrían también insertarse ciertas declaraciones y ataques de dirigentes frenteamplistas en contra del gobierno. Pero como la supuesta equidistancia oculta a menudo aquello tan sabio de Onetti respecto a que no hay peor mentira que «los hechos sin su alma», debo señalar con franqueza que, a mi juicio, los principales promotores de la aceleración de este giro político, especialmente en el último quinquenio, han estado entre lo que podría llamarse el núcleo duro del gobierno actual, con su liderazgo permanente en la defensa del «relato» oficialista. Creo que hay evidencias muy fuertes a este respecto que ningún análisis con la mínima distancia puede omitir. ¿Quiénes son los dirigentes frenteamplistas que pueden siquiera acercarse a competir con los insultos y los mensajes habituales de Graciela Bianchi, por citar solo la referencia más emblemática de este libreto en el que participan otros dirigentes? ¿Qué equiparación razonable puede hacerse entre lo que destilan los editoriales de los principales medios afines al oficialismo y sus contendores desde la oposición? ¿Cabe alguna neutralidad distraída, recubierta de «análisis académico», frente a la contundencia de estos contrastes?
En verdad creo que no. Desde hace tiempo vengo señalando que esta estrategia de polarización, aunque la utilizan actores muy diversos, favorece antes que a nadie a la coalición que actualmente nos gobierna. Y que ese juego, además de no ser inocente, a quien daña más es al país y su futuro. Frente a la manida grieta, aunque suene mal y valga tanto en lo político como en lo social, no hay «antídotos uruguayos» y, con los formatos y los ritmos tradicionales del país, ya hace tiempo que nos habita y que crece entre nosotros. Por cierto que la estrategia de la polarización favorece intereses muy concretos y específicos, radicados en lo político, pero también en lo económico, en lo social y en lo cultural. Resulta obvio señalarlo, pero, como siempre hay que recordar, lo obvio no es trivial.
DOS ALAS PARA VOLAR
Como es notorio, sigo creyendo (creo que con fundamentos incluso crecientes) que hay derechas e izquierdas. Y hoy más que nunca tal vez, en el Uruguay y en el mundo, la confrontación irreductible sin puentes de negociación favorece a las derechas, a sus ideas más ultristas y a sus intereses. Véase a este respecto la famosa doctrina Breitbart promovida por Steve Bannon, entre otros. Y que nadie se confunda y entienda que esto es una invocación también dogmática al «extremocentrismo», que suele ser tan inconsistente como la mayoría de los extremismos. Tampoco confundamos radicalismo con extremismo: a 40 años de su liberación y a 20 de su muerte, es bueno recordar al general Seregni y su rigor conceptual en este punto, apuntando a que ser radical era «ir a la raíz de los problemas» y que nada tenía que ver con violencias o dogmatismos. Como diariamente estamos viendo, este tipo de confusiones conceptuales nos está orientando a nivel global a la guerra más fratricida.
La competencia política en el Uruguay hace tiempo que está diseñada en torno a la confrontación entre dos grandes espacios: de un lado el Frente Amplio, que desde 1999 es la primera fuerza política del país, y del otro casi todos los demás partidos, bajo el liderazgo cada vez más duro del Partido Nacional, desde una inédita hegemonía herrerista. Y entiéndase esto último, sin ánimo de agraviar a nadie, que la invocación del herrerismo como señal de identidad política e ideológica no equivale a nada que se parezca a un insulto. En verdad no creo que estemos ante el surgimiento de una nueva síntesis dentro del Partido Nacional, que desde el pragmatismo y las prácticas de un estadista superior haya licuado las diferencias entre herrerismo y wilsonismo. Como suele decir con acierto Oscar Padrón Favre, los partidos casi siempre se parecen a los pájaros porque necesitan dos alas para volar. Y si esto vale para el Partido Nacional, también está vigente para todos los partidos, en especial para el Partido Colorado, que en su perplejidad de candidaturas y divisiones está poniendo en juego, lo digo con especial respeto, nada menos que su identidad y su tradición.
El Uruguay se juega mucho en el próximo período. Hace una década, un dirigente nacionalista señaló con agudeza que la historia reciente probaba de manera palmaria que había objetivos insoslayables para el país que no podían ser logrados por el Frente Amplio solo o por la coalición alternativa de todos los otros. El tiempo transcurrido no ha hecho más que confirmar el acierto de este juicio. Estamos en tiempo de elecciones y allí los actores deben competir por el apoyo del soberano, pero siempre dentro de los caminos republicanos, porque no hay triunfo que valga si es al precio de llevárselos puestos. Y sobre esto, como sobre tantas cosas, no bastan los relatos. Tampoco el éxito comunicacional, a menudo sustentado en el dinero. Es la hora de convencer, no de vencer, como decía Unamuno frente a los militares franquistas que lo abucheaban. Por cierto que no estamos ni cerca de instancias tan dramáticas, pero tampoco podemos perder tiempo. Tras la legítima competencia de ideas, intereses y propuestas vendrá la hora de gobernar. Gane el que gane, necesitará puentes para hablar y negociar con sus adversarios, que no son sus enemigos. Sin idealismos vacíos, sin ingenuidad, con genuino radicalismo, en democracia las formas importan tanto como los contenidos. Y no vale todo.