En la competencia por quién es más radical en la condena al régimen de Nicolás Maduro –y por ganar puestos en la carrera por la cocarda de los jueces del norte–, el canciller uruguayo, Omar Paganini, se destacó en el coro de ranas congregado en Santo Domingo, con la excusa de la toma de posesión del reelecto presidente de República Dominicana.
Allí, nuestro canciller formuló una propuesta para lo que califica de «represión sangrienta» del gobierno venezolano. Convocó a las Fuerzas Armadas venezolanas para que resolvieran el conflicto interno: «Ojalá las Fuerzas Armadas venezolanas dejaran de apoyar a un régimen que ya está liquidado». Fue una convocatoria al golpe de Estado. Con solo revisar la historia reciente de América Latina, el canciller Paganini podrá verificar cuál es la consecuencia inmediata de una intervención militar en los asuntos internos de un país.
No hay excepciones: un golpe de Estado siempre implica sangre y muertes. Antes de convocar al golpe tan alegremente, el canciller Paganini debería reflexionar sobre qué ocurrió en nuestro país cuando una porción de la clase política y el cogollo del poder económico convocaron a los militares, en 1973, para «resolver el caos e instalar la paz». Quien convoca a la guerra debe estar dispuesto a poner el pecho a las balas. El recurso del golpe de Estado militar en ningún caso está justificado, menos en el de un demócrata como el canciller Paganini.