El 14 de mayo de este año llegó a mi celular, desde un número desconocido, un whatsapp que decía: «¿Le puedo pedir un favor? Soy Juan Estévez. El de Entusiasmo sublime. Tengo una inédita». Yo solo había visto a Estévez una vez, en la presentación de Entusiasmo sublime, que en 2016 ganó el Premio Nacional de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura y después fue publicada por Estuario. En aquella ocasión me agradeció cordialmente la reseña que sobre la novela publiqué en Brecha.1 Siete años después, aunque el mensaje no lo decía directamente, me pedía que leyera «una inédita» y le diera mi opinión. Acepté. La envió. El título, La conquista de Iván, auguraba una primera o segunda parte de Entusiasmo sublime, cuyo protagonista era Iván. Incluía un subtítulo, «Mosqueta Literaria con un toque de rock», una dedicatoria, «A Villa Soriano en sus 400 años», y una ofrenda íntima, «En memoria de Marta». Además de Iván, aparecían otros personajes que ya participaban en la novela anterior. Era clara la necesidad del autor de recuperar la memoria y reconstruir, desde otro lugar, lo que les había sucedido, las historias posibles e irresueltas. La conquista de Iván amplía el relato de Entusiasmo sublime, establece un diálogo y se extiende. Incluí en el «informe» que remití a Estévez una serie de observaciones y sugerencias. Le deseé mucha suerte, lo agradeció con monosílabos y eso fue todo. Hace algunos días me enteré, por casualidad, de que había muerto.
BUSCO MI DESTINO
Siempre creí que el arribo de Juan Estévez al escenario cultural uruguayo se vio afectado por la novelería que suscitaba su figura en los medios de prensa: el motociclista sexagenario, barbado, canoso y algo panzón que vivía en Villa Soriano (el pueblo más antiguo de la patria) y lucía remera pintada, pañuelo colorido en la cabeza, lentes oscuros y un chaleco de cuero con apliques. En tiempos en los que la figura del autor ocupa un lugar propio en el espacio público, me preguntaba si esa construcción social era fiel a su biografía y si tantas entrevistas como las que propinaron al «motoquero oriental» no condicionaban las lecturas de su obra.
Su historia de vida habla de una infancia pobre en Mercedes y de trabajos en las quintas o en la construcción, como metalúrgico, plomero, vendedor de diarios, cronista, fotógrafo (ganó el concurso «150 años de la fotografía» en Soriano), guionista de historietas (con Ángel Juárez obtuvo una de las cuatro menciones del concurso convocado por Brecha en 1992). Jugó a los dados y escribió cuplés de carnaval, fundó, editó y distribuyó la revista de humor El Umbligo, en Mercedes. Viudo joven a cargo de tres hijos pequeños, creó una radio comunitaria, cursó la Escuela de Lechería de Nueva Helvecia, trabajó en una cantina y publicó tres libros en su ciudad: dos de relatos autobiográficos de infancia en clave de humor y una recopilación de reportajes, sobre todo de gente salida de la nada. Aun así, hasta Entusiasmo sublime fue un escritor muy poco explorado.
Iván, su refractario personaje, es hijo de una prostituta y padre desconocido. Sabemos de la infancia solitaria y aprensiva, de las lecturas del niño recluido en el burdel, de los aprendizajes del adolescente afligido y lúcido que llega a milico raso por vocación de sobrevivencia. Entre esos dos universos –prostíbulo y cuartel–, y utilizando el modo realista para encarar mejor un mundo doloroso que ata pobreza y dictadura, orbita buena parte del universo del autor.
El título Entusiasmo sublime, con su irónico guiño a nuestro himno, ya anticipaba el afán de libertad de Iván, que lo lleva a plantarse ante la dictadura de acuerdo a sus posibilidades. O, como dice Henry Trujillo en la contratapa del libro (y hoy más que nunca identifica al personaje con el autor), «es la historia del empecinamiento frente a la desesperanza y es el relato de la lucha contra la propia claudicación, quizás la peor de todas las derrotas».
- «Un asesinato simbólico de la realidad», Brecha, 7-VII-17. ↩︎