Crisis, la crisis, el periodismo, el progresismo y otras yerbas - Semanario Brecha
CON EL ARGENTINO MARIO SANTUCHO

Crisis, la crisis, el periodismo, el progresismo y otras yerbas

Periodista y sociólogo, Santucho es el alma máter de la actual versión de la mítica revista argentina Crisis, refundada hace 15 años. Con Brecha charló largamente, entre otros temas, sobre una manera de concebir el periodismo comprometido en América Latina en una época tan particular como la actual.

Gentileza del entrevistado

En 2010, la revista Crisis reaparecía en Buenos Aires unos 35 años después del cierre de su primera versión, aquella que bajo la batuta de Eduardo Galeano hizo época en el Río de la Plata a lo largo de unos 40 números, entre mayo de 1973 y agosto de 1976. Va ahora por su cuarta reencarnación, tras otras dos versiones que se sucedieron entre 1986 y 1990. De la Crisis primigenia muchos evocan esencialmente el espesor cultural, la presencia de plumas de escritores surgidos del boom,1 de sus hijos putativos, de otros intelectuales y periodistas de renombre. Pero Crisis fue también en sus orígenes una publicación que a medida que fue andando se fue politizando. Cuando surgía su segunda versión, en 1986, un Galeano que ya no tenía en la revista el papel que tuvo en sus inicios («estaré en la tropa», decía) la emprendía contra quienes «por ignorancia o mala fe» recordaban a la versión fundacional como «neutral». «No hicimos una revista inocente: no creíamos, no creemos, que los vientos del espíritu soplen por encima de las contradicciones del mundo. Ahora que la moda manda regar las flores de los jardines del Orden, no viene mal recordar que Crisis tuvo la subversiva costumbre de tomar partido entre los condenados de la tierra y los que viven a sus costillas, entre la libertad de la gente y la libertad del dinero, entre el proyecto de patria y la modernización copiona que convierte al mundo entero en un vasto suburbio de Dallas. Nunca fue Crisis vocero de partido ni boletín de parroquia, pero siempre practicó la cultura como peligrosa aventura de transformación
de la realidad».2

* * *

Cuando hace 15 años un grupo que ya no tenía lazos con los que animaron las tres versiones anteriores decidía reeditar Crisis, lo hacía con un espíritu «no reverencial» hacia el pasado prestigioso de la publicación, cuenta a Brecha Mario Santucho, alma máter del bimensual.3 «Venimos de todas maneras de aquellas raíces, y de ahí que hayamos querido retomar el nombre.» Sin ser los mismos –«las épocas son muy distintas, claro está», apunta Santucho–, los cruces y las tensiones no aparecen tan distantes. «Suele decirse que Crisis fue un espacio donde el compromiso puso en tensión a la escritura. Pero se mencionan menos sus aportes al debate político, que enriquecieron los recursos expresivos de la resistencia y las posibilidades discursivas de la crítica social. Cuando el lenguaje se saturaba de formulaciones ideológicas y la dura polarización tendía a reducir la gama de posibilidades, Crisis desplegó un variado repertorio de dicciones, en diálogo con la multiplicidad de voces que estaban en ebullición», escribía en 2010 en su primer «manifiesto» el colectivo editorial de la publicación recreada. Y también: «Nos proponemos utilizar la fuerza que aquella historia conserva en la memoria de nuestros contemporáneos como punto de partida para una creación sin garantías. La aventura puede fracasar o puede conducirnos en un sentido innovador. Pero cualquiera sea su resultado, la decisión es manifiesta: el ayer como recurso y archivo, no como meta ni medida. […] Necesitamos recobrar la libertad de pensar en transformaciones radicales, con una ambición estética y política que se sacuda toda culpa, capaz de trascender el triste papel de “abogados del mal menor”. Entre el periodismo lúcido y la investigación militante, entre la literatura
y la crítica teórica, atentos a los lenguajes que emergen de las grietas de los nuevos territorios urbanos, hay que descubrir una nueva dignidad para la palabra, ligada a la experimentación de formas contemporáneas de lo colectivo». 

El manifiesto –todo un programa– entraba luego en la evolución de la idea de crisis desde aquellos tiempos originarios de la revista a estos. «Todo recomienzo es también una pregunta por la vigencia de los supuestos inaugurales. En nuestro caso, el propio nombre habilita la interrogación: ¿qué significa hoy la crisis?», preguntaba. Y definía: «Para los artistas y revolucionarios del siglo XX, la crisis era el suspiro agónico de un mundo viejo y fatalmente destinado a desaparecer. La transición hacia un futuro luminoso que golpeaba las puertas del presente. Nuestro tiempo no se deja pensar en estos términos. Vivimos una época que teclea insistentemente entre lo que ya sabemos marchito pero persiste y el “no todavía” de lo que vendrá. Si el capitalismo ha podido reformatearse y continúa su expansión es porque se devoró sus propios desequilibrios. Al punto que hoy podríamos decir: el capital ya no le teme a la crisis. Sin embargo, resulta obvio que la crisis ha devenido una realidad permanente, cuya escala es global. Vivimos un presente en suspenso: ni epílogo ni anticipo, sino tiempo de excepción».

* * *

Quince años después de su reaparición, Crisis es una publicación relativamente estable (va por el número 68), animada por una veintena de personas, entre editores, redactores, ilustradores, diseñadores, fotógrafos, especialistas en redes, administrativos. La revista no cuenta con una dirección central. «Tenemos un funcionamiento horizontal, asambleario y tratamos de evitar profesionalizarnos. La idea es que trabajemos part-time y, si la cosa va bien, que se sume gente», dice Santucho, que en la estructura de la publicación figura como «representante legal». El colectivo es relativamente reducido, pero tiene antenas. En paralelo a la redacción opera un equipo de investigación política, de bien argentino acrónimo Edipo, y de Crisis surgió el Mapa de la Policía, un espacio digital que se presenta como «una red de cuidado ciudadano para contrarrestar la violencia policial» en Buenos Aires y que se ha abierto a la participación de una serie de organizaciones sociales, como la Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional, el Centro de Estudios Legales y Sociales, la FM La Tribu y algunas figuras políticas cercanas al espacio de Juan Grabois dentro del peronismo de base. Cuando (re)surgió, reconocía entre sus respaldos –además de «movimientos sociales y culturales», «algunos auspiciantes privados» y «distintos sectores políticos que comprometieron su apoyo»– a «un puñado de instituciones estatales especialmente interesadas en fomentar dinámicas de innovación». Eran los tiempos del kirchnerismo más o menos triunfante, un proyecto del cual el colectivo de la revista se sintió en cierta medida cercano y al que ahora ve si no como totalmente agotado, al menos sí como «oxidado». «La caja de herramientas está oxidada», editorializó Crisis en otro «manifiesto» bien reciente, en junio, unos días después de que la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK) acabara condenada a prisión domiciliaria y en las calles la movilización fuera bastante menor a la esperada. El de la proscripción de CFK fue «un momento de conmoción», marcó «un antes y un después», pero «era un acontecimiento largamente esperado» y «el pasmo y la perplejidad» dominantes de la oposición partidaria y de los movimientos sociales confirmaron «el cierre de un ciclo político» que se venía anunciando bastante claramente desde mucho antes que la llegada de Javier Milei al gobierno comenzara a ponerle candado, decía el manifiesto.

¿Cómo se para Crisis frente a ese fin de ciclo?, le pregunta Brecha a Santucho.

—En Argentina estamos en un momento especialmente dramático. La ultraderecha en el poder ha logrado mostrar los signos de agotamiento muy agudos de dos ciclos políticos: el de los consensos democráticos básicos que marcaron al país desde 1983, a la salida de la dictadura, y el ciclo de gobernabilidad progresista que se inició con la insurrección de 2001, un período antineoliberal que no logró ser cuestionado ni siquiera por los cuatro años de gestión de Mauricio Macri, que, en definitiva, no fueron más que un paréntesis entre un gobierno peronista y otro. Macri encarnó una suerte de neoliberalismo progre al estilo de los demócratas estadounidenses, de un Barack Obama, un Bill Clinton, pero no desmanteló el Estado ni puso en cuestión los acuerdos democráticos básicos. Con Milei, en cambio, por primera vez desde 1983 un gobierno desconoce el derecho a la protesta, a la educación pública, a la sanidad pública y rompe con ese contrato por el cual el Estado reconoce que hay una sociedad que demanda derechos y que es función del propio Estado y de los gobiernos intentar satisfacerlos. Un contrato que implica que con la democracia se tiene que poder comer, curarse, educarse.

En ese punto precisamente hay un tema central: la democracia falló en asegurar esos derechos al común de la gente y eso explica en parte que la ultraderecha haya podido llegar al poder con ese famoso discurso contra una casta burocrática con intereses propios. Pegaron justo allí. Obviamente, Milei no llegó adonde llegó para hacer cumplir los derechos de las mayorías, sino para liquidarlos, afirmando que la justicia social es una aberración, que el Estado no tiene que asegurar educación ni salud a nadie, que es el mercado el único regulador válido y que cada quien se salvará por su lado o quedará por el camino. Obtuvo cierta legitimidad, sin duda, y esto mucho tiene que ver con la crisis de las expresiones progresistas, fundamentalmente el peronismo en su versión kirchnerista, que entró en un túnel del que todavía no se ve el final.

La ultraderecha dejó una enseñanza tanto por cómo llegó al gobierno como por su forma de gobernar: que se puede avanzar de manera muy rápida con una actitud cuestionadora, que no hay necesidad ninguna de volcarse al centro. La lógica del progresismo ha sido hasta ahora, y sigue siendo, que uno debe moderarse y tener en cuenta que hay resistencias conservadoras que no vas a poder vencer y que ante eso mejor ir con pies de plomo. Pero esa lógica defensiva no te permite tomar la iniciativa.

¿Esa sería la caja de herramientas oxidada?

—Acá se habla mucho del teorema de Baglini, por el nombre de un político de la Unión Cívica Radical de los años noventa que decía que cuanto más una fuerza política se acerca al poder, más se modera. Un típico representante político de la casta ese Baglini. Esa lógica es la que en verdad ha inspirado a los progresismos durante todos estos años. Lo primero que debería hacer una fuerza de izquierda, decimos desde Crisis, es constatar que acá hay un problema.

Ahora bien, incluso si logramos convencer de que hay que ir a fondo y que la moderación ya no paga,hay otros problemas a enfrentar.

Por ejemplo, romper con el fetichismo del poder estatal, del poder gubernamental. El progresismo, para justificar su impotencia, recurre a menudo a la idea de que el poder real está en otro lado y que desde los gobiernos el margen es extremadamente estrecho. Si cuando llegás al gobierno sabés que el poder real lo tienen los empresarios y otros sectores que van a intentar bloquear tus ansias de transformación, tenés que tener un poder propio, fuerzas que te garanticen que vas a poder, por lo menos, intentar transformaciones. Eso es el famoso poder popular, contar con organizaciones sociales con capacidad de control territorial, de movilización, de hacer la diferencia y destrabar situaciones cuando por arriba, en la lógica institucional formal, se traban. Es muy difícil de conseguir ese poder social, claro, e implica construir una subjetividad como para que a nivel social haya una disposición al cambio que empuje y arrastre a instituciones y gobernantes.

El segundo punto consiste en recuperar una característica que la izquierda más lúcida ha tenido a lo largo de toda la modernidad: la crítica a la democracia formal. En América Latina, nuestras democracias se construyeron recientemente en oposición a las dictaduras, y necesitamos defender ese marco mínimo, pero eso tiene que ser un piso, no un techo. La política debería ser concebida como el ejercicio soberano de los muchos, no de sus representantes. Pero, claro, son problemas muy bravos, de difícil resolución.

La cuestión no sería ya entre revolución o reforma, sino cómo avanzar sin quedar entrampado en una lógica que lleva a que en determinado momento se corta el proceso de construcción de los cambios cuando el poder popular acaba siendo expropiado por los representantes. Implica mucha imaginación.

Parece muy interesante el tipo de quilombo que tiene hoy Gustavo Petro en Colombia. Su voluntad de cambio es evidente, se mueve con una narrativa radical, tiene conciencia de cómo las instituciones bloquean el proceso de cambio que fue votado, pero no encuentra la forma de destrabar las resistencias. Lula, en Brasil, no tiene ese problema, pero quizás porque nunca prometió un cambio. Lula puede garantizar que no va a gobernar la ultraderecha, pero a cambio de no alterar el orden establecido: eso es pan para hoy y hambre para mañana, porque se le sigue dando la iniciativa política, el poder de cuestionamiento y la sintonía con el malestar social a la ultraderecha. En esa opción, la izquierda pierde por completo su función.

En esa dirección, en otro editorial de Crisis se habla de la necesidad de asumir la existencia de un enemigo.

—Es que hay que recuperar algunos saberes, algunas orientaciones, intuiciones, sospechas que tuvo el movimiento revolucionario históricamente: la idea de que la política supone un antagonismo, una diferencia sustancial entre proyectos políticos y humanos. No es verdad que seamos simplemente adversarios y que la forma de resolver las contradicciones sea armonizarnos y negociar una especie de tregua.

Estás yendo contra todo el sentido común que se ha ido construyendo en estos años.

—En 1983, la nueva democracia argentina surgió con un enunciado que fue muy interesante, pero que también tiene su trampa: el «Nunca más» era un nunca más a la dictadura, sí, pero también un nunca más a la revolución; se asumía en los hechos la teoría de los dos demonios, se excluía a unos y otros. La que se fue construyendo fue una democracia de baja intensidad que luego no cumpliría sus promesas. Habría cada vez más injusticias, fragmentación social, compatibilidad con el neoliberalismo. El ciclo de gobernabilidad progresista muestra que dentro del capitalismo la democratización tiene un límite: se detiene y luego retrocede, y los retrocesos son cada vez mayores que los avances. Quienes pensamos en la emancipación, en la igualdad, tenemos que pensar que tiene que haber un cambio de fondo, e identificar al enemigo es fundamental.

Nosotroshablamos de tres fuentes de poder concentrados: dinero, información y armas. En cada nivel tiene que haber esfuerzos de democratización. Hoy vemos a empresarios que se sienten absolutamente libres de escapar a cualquier dinámica de regulación y que se plantean a la vez como salvadores de la humanidad. En el mundo dominan todo, desde las redes sociales hasta el espacio sideral. Hay allí una asimetría básica a combatir, no ya redistribuyendo los ingresos como durante los gobiernos progresistas, sino democratizando la riqueza. En Argentina eso significa recuperar la soberanía sobre el complejo agroexportador, que produce la mitad de las divisas y está en manos de una decena de transnacionales. No es fácil: el mercado mundial de oleaginosas, por ejemplo, funciona de una manera muy transnacionalizada y herramientas estatales como las que hubo en otra época, como la Junta Nacional de Granos, ya no serían posibles. Debemos tener una imaginación social y política para pensar cómo se recupera la soberanía sobre eso. Y tener poder para hacerlo. Y voluntad política, claro.

Es cierto que tampoco funcionarían las hipótesis armadas de los años setenta, pero eso no quiere decir que no tengamos que pensar la cuestión de la violencia. Lo que estamos viendo en este momento en el mundo es que las cuestiones geopolíticas se definen a partir de quién tiene el poder militar. Algo de eso tenemos que pensar. Si lográramos desarrollar un proyecto realmente emancipador y de repente Donald Trump o sus sucesores se enojan y nos mandan a los marines… Hay que pensar en eso, aunque no sepamos las respuestas.

Cuando hablás de «nosotros», ¿te referís a Crisis?

—Y al amplio espectro del campo popular, a todos aquellos que pensamos en la emancipación real. Crisis está para darles la palabra y para reflexionar sobre lo que está sucediendo, que es mucho y pesado y nuevo, sin que eso implique, por supuesto, tener respuestas para todo.

1. Entre sus colaboradores estuvieron Haroldo Conti, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Oliverio Girondo, Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, Julio Cortázar, Roberto Fernández Retamar, Roberto Fontanarrosa, Ricardo Piglia, Andrés Rivera, Jorge Amado, Augusto Roa Bastos, Alejo Carpentier, Jorge Boccanera. María Esther Gilio participó como entrevistadora en las dos primeras versiones y Carlos María Domínguez fue, antes de cruzar el Río de la Plata para incorporarse a Brecha, a fines de los ochenta, secretario de redacción de Crisis.

2. Eduardo Galeano, «Así que pasen diez años», Crisis, segunda época, abril de 1986.

3. La revista edita cinco números impresos al año y se actualiza «día por medio» en su versión digital. Tiene también pódcast y organiza talleres. El colectivo editorial actual lo integran, además de Santucho, Natalia Gelós, Ximena Tordini, Juan Pablo Hudson, Nicolás Perrupato, Jazmín Tesone, Ezequiel García, Martín Rata Vega, Florencia Badaracco, Facundo Iglesia, Florencia Pessarini, Lucía Cholakian, Gilda Izurieta y Melisa Rabanales.

  1. Entre sus colaboradores estuvieron Haroldo Conti, Adolfo Bioy Casares, Ernesto Sábato, Oliverio Girondo, Mario Benedetti, Ernesto Cardenal, Julio Cortázar, Roberto Fernández Retamar, Roberto Fontanarrosa, Ricardo Piglia, Andrés Rivera, Jorge Amado, Augusto Roa Bastos, Alejo Carpentier, Jorge Boccanera. María Esther Gilio participó como entrevistadora en las dos primeras versiones y Carlos María Domínguez fue, antes de cruzar el Río de la Plata para incorporarse a Brecha, a fines de los ochenta, secretario de redacción de Crisis. ↩︎
  2. Eduardo Galeano, «Así que pasen diez años», Crisis, segunda época, abril de 1986. ↩︎
  3. La revista edita cinco números impresos al año y se actualiza «día por medio» en su versión digital. Tiene también pódcast y organiza talleres. El colectivo editorial actual lo integran, además de Santucho, Natalia Gelós, Ximena Tordini, Juan Pablo Hudson, Nicolás Perrupato, Jazmín Tesone, Ezequiel García, Martín Rata Vega, Florencia Badaracco, Facundo Iglesia, Florencia Pessarini, Lucía Cholakian, Gilda Izurieta y Melisa Rabanales. ↩︎

LOS PROGRESISMOS Y LA CORRUPCIÓN

Umbrales éticos

—El tema de la corrupción en los progresismos es fundamental y complejo. El kirchnerismo tuvo en Argentina bolsones de corrupción importantes. No se puede robar al sector público, es inaceptable para una propuesta transformadora. Ese el nivel más básico de la crítica, el nivel moral, si se quiere. Es un problema para la izquierda: sin umbrales éticos te terminás convirtiendo vos a la lógica del sistema que querés cambiar. Cuando se va al plano de lo real, la cosa se complica. Por dos cosas: una es que el discurso de la corrupción ha sido muy utilizado por el imperio y los sectores de la derecha para cuestionar, atacar y demoler a los gobiernos progresistas. Lo han empleado con ciertas bases de realidad, pero con una dinámica bélica e instrumentalizadora. Recordamos, sin embargo, que en los noventa el de la corrupción fue un punto central del discurso progresista, que cuestionaba moralmente el fenómeno, pero no el modelo que la generaba.
Vinculado a eso hay otro tema más complejo aún, que es cómo se resuelve la financiación de la política. En estos regímenes democráticos, disputar el poder requiere muchísima plata. En Argentina, el kirchnerismo recurrió a empresarios amigos o aliados, mientras el Partido Comunista montó sus propias empresas, sus bancos. Ambos se inscribieron en el sistema.
¿Cómo se hace? En los setenta, se expropiaba. Tal vez fuera una manera éticamente superior de encarar el tema: le sacabas la plata al que la tenía. Pero tampoco salió bien.

Un manifiesto personal

Sobre héroes, víctimas e impotencias

En marzo pasado, al cumplir 50 años, Santucho publicó en Crisis un largo artículo –prácticamente un manifiesto persona–1 en el que, a partir de la evocación de la figura de su padre, Mario Roberto Santucho, líder histórico del Ejército Revolucionario del Pueblo muerto en un enfrentamiento con los militares de la dictadura en julio de 1976 y desaparecido, hace el triple ejercicio de repasar rápida y críticamente aquellos setenta, inscribirse él mismo en una generación militante protagonista de la rebelión social argentina de los primeros 2000 y repudiar una suerte de «humanismo piadoso» victimista que se instauró desde la salida de la dictadura. Uno de los puntos clave de la nota está tal vez en este párrafo: «Contra lo que sugiere la narrativa triunfante, nunca creímos que nuestros padres y nuestras madres fueran mártires por un exceso de narcisismo o porque un mesianismo incontrolado los nubló. Pero mucho menos consideramos que hayan sido meras víctimas. Esto último es lo más difícil de desandar. Ir más allá del modo de subjetivación de los derechos humanos no es una tarea sencilla». Si en un primer tiempo hubo para los hijos –biológicos y putativos– de los revolucionarios de las décadas anteriores una necesidad de saldar cuentas con los «héroes y heroínas» de ese pasado en la búsqueda de una nueva radicalidad («la clave del cambio social [pasó a estar] en la multitud rebelde y en los contrapoderes que se despliegan desde abajo, no tanto en las vanguardias iluminadas o los dirigentes carismáticos», en «la cooperación horizontal antes que en la captura del Estado por parte de unos pocos amos liberadores»), luego la «operación necesaria» pasó a ser otra: la de «revalorizar algunos supuestos que para los revolucionarios que nos precedieron resultaban bastante obvios». Entre ellos, el de la existencia de un «enemigo». Otro, el de la voluntad de resistencia. Un tercero: el del combate por un proyecto emancipador. La imposición de un relato que privó de identidad real a los desaparecidos y asesinados de aquellos años, rescatándolos solo en su condición de víctimas, contribuyó a la vaciedad, al «desarme» actual, sugiere Santucho, y apunta que se ha llegado incluso desde el campo intelectual a valorizar a quienes colaboraron con los militares bajo la dictadura. En su texto, remite a una cita del italiano Franco Bifo Berardi referida al genocidio de palestinos en Gaza por los descendientes de los masacrados durante el Holocausto para demostrar cómo la condición de víctima «no posee en sí misma dignidad alguna». Decía en una entrevista el filósofo italiano: «La lección que tenemos que aprender de lo que pasa en Gaza es una lección terminal. Las víctimas pueden emanciparse de su papel de víctimas solo si se transforman en verdugos». Tras reivindicar una dimensión del heroísmo que no necesariamente debe ser la misma que predominó en los setenta, Santucho remata su nota con un llamado: «No sabemos cómo serán los héroes y heroínas que vendrán. Pero si queremos que germinen, es preciso salir del clóset de la victimización, porque ese es el lugar que nos han reservado para mantenernos en la impotencia».

D. G

1. «Tema del revolucionario y la víctima», Crisis, 5-III-25.

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