Si en un concurso por un millón de dólares (exento del impuesto al 1 por ciento a los más ricos, porque no existe) nos pidieran que definiéramos en una línea cuál es la diferencia entre la época de Ronald Reagan, en la que transcurre Vineland, y la de Donald Trump,1 en la que transcurre Una batalla tras otra, contestaríamos que la diferencia es la que hace que la revolucionaria de la novela de Thomas Pynchon se llame Frenesí y la de la película de Paul Thomas Anderson, Perfidia. Ignoro si ganaríamos el millón, pero no hay una manera breve y mejor de dar cuenta de la deriva política de Estados Unidos entre los años sesenta y nuestros días. Será por eso que la película de Anderson dura tres horas.
Dejar esta nota libre de spoilers será algo difícil y quizás inane, considerando que la película se basa en un libro de un autor célebre y que, a diferencia de lo que se ha dicho por ahí, el director respeta bastante. Es una historia de persecución, secuestro y liberación cuando el pasado de un hombre irrumpe en el presente.
Un grupo revolucionario llamado French 75, que lleva a cabo acciones para poner en libertad a los migrantes ilegales presos en campamentos de la frontera con México, cae en desgracia fruto de la traición de uno de sus miembros. A medida que los integrantes de la organización empiezan a ser asesinados uno a uno, se activa un protocolo de seguridad y, en consecuencia, un hombre debe escapar junto con su hija de pocos meses y pasar a la clandestinidad. Se les asignan los documentos y nombres de Bob Ferguson (encarnado por Leo DiCaprio) y Willa (protagonizada por Chase Infiniti), y por 16 años viven en una ciudad-santuario, es decir, un lugar que limita su cooperación con los agentes federales en torno al estatus migratorio de sus habitantes. La organización guerrillera a la que pertenecía Bob (a quien antes de la clandestinidad se lo conocía como Ghetto Pat) sigue, de alguna manera, funcionando, pero ni Bob ni Willa han necesitado activar nuevos protocolos en mucho tiempo. A pesar de ello siguen practicando algunas reglas básicas de seguridad, como la de no usar celulares o la de salir siempre cargando un rastreador especial que el experto en comunicaciones de la organización (interpretado por el músico y académico Paul Grimstad) diseñó –rastreadores que muy adecuadamente coordinan melodías musicales cuando se acercan a la persona que están buscando–. La madre de Willa es una militante radical negra llamada Perfidia, evadida y ausente de la vida de su familia desde entonces. A decir verdad, Perfidia nunca demostró especial devoción por su rol de madre, quizás por buenas razones.
Willa, I Am Your Father
El coronel Lockjaw (Sean Penn) es la herramienta de los villanos de la película y un villano en sí mismo. Es quien persigue a la familia Ferguson porque cree que Willa es su hija.
Como es sabido, en Estados Unidos y sus colonias culturales, a niñas y niños pequeños les regalan unos muñecos aspiracionales llamados Barbie y G. I. Joe. El coronel Lockjaw es la viva imagen del segundo, con la misma cantidad de articulaciones que estos, la misma distancia entre la ropa militar y su piel, y un cerebro de igual tamaño. A Lockjaw no le basta con ser un gran soldado. Su mayor aspiración es formar parte de la élite que gobierna en las sombras. Y, para lograrlo, hará lo que tenga que hacer.
La figura de Lockjaw es quizás la mayor transgresión de Anderson respecto a la novela de Pynchon. Brock Vond, que así se llama el villano en Vineland, es un fiscal federal, no un hombre del Ejército, y, en consecuencia, es mucho más sofisticado que Lockjaw, aunque ambos utilizan el aparato estatal para servir a sus intereses personales. Por otra parte, la inclusión del factor racial y migratorio como asunto determinante en la trama es un cambio que no lo ha instruido el capricho, sino la realidad de hoy. En la novela de Pynchon, el grupo revolucionario de Frenesí era un colectivo de cineastas que integraban un movimiento contracultural más amplio, que incluso había logrado fundar una república independiente (la República Popular del Rock and Roll) hasta que la traición de Frenesí hace que maten a uno de sus líderes. Otro cambio importante que realiza Anderson es dar vuelta la flecha de la atracción: ya no es Frenesí la que siente atracción por los hombres poderosos, sino que es Lockjaw el que se siente irresistiblemente atraído por la dominación de Perfidia. Es este cambio del sentido de la atracción lo que permite que en la película de Anderson se evada el final pesimista de la novela de Pynchon, abonando la tesis de que las luchas son cíclicas y las batallas se suceden unas a las otras. En Vineland hay una mirada descorazonada ante el advenimiento del neoconservadurismo de los jóvenes en la era Reagan, y Pynchon parece atribuir este fracaso a la propia pereza, puerilidad e inmadurez de aquellos revolucionarios de antaño. «La historia se repite», dice Pynchon mostrando a la hija de Frenesí deseando ser secuestrada por el helicóptero de Brock Vond, un hombre de uniforme que dice ser su padre. Paul Thomas Anderson, por el contrario, prefiere que la historia circular sea otra: la de las revoluciones.
Tom & Paul & Leo & Sean
Una batalla tras otra fue recibida con gran entusiasmo por el público y la crítica. En mi opinión, a pesar de estar lejos de las mejores películas del director, es uno de los filmes más disfrutables y divertidos que ha salido de un estudio de Hollywood en los últimos años. Sin ir más lejos, uno puede salir del cine gritando «vamo’ arriba la revolución, las monjas fumetas y los karatekas» y que, por más absurdo que suene, siga siendo un grito de guerra dirigido al corazón de los fascistas. Si la marca autoral de Paul Thomas Anderson es siempre suya pero distinta cada vez, aquí tenemos un Anderson con retrogusto a Quentin Tarantino, y no solo por lo que puede deberle esta película a Death Proof o Django sin cadenas, también por la atención a la banda sonora o esa sensación de que el director ha visto muchas películas en VHS. Pero si de esto último habláramos, Anderson había dado varias pistas cuando sugirió que las películas que acompañaban perfectamente a la suya eran La batalla de Argelia, de Gillo Pontecorvo, Más corazón que odio, de John Ford, Al filo del vacío, de Sidney Lumet, Fuga a la medianoche, de Martin Brest, y Contacto en Francia, de William Friedkin. Es perfecto: la resistencia a la opresión, de la primera; los secuestros y el racismo, en la segunda; el pasado que se cierne como una sombra sobre una familia que oculta su antigua militancia política radical, en la tercera; los cazadores de recompensas, en la cuarta, y una persecución automovilística muy pero muy bien filmada, en la quinta.
A pesar de la buena recepción, la crítica más frecuente que se le ha hecho al filme es su superficialidad, esa condición caricaturesca que tiñe todo lo que sucede. Pero ¿qué puede esperarse de una época en la que el presidente de Estados Unidos es Donald Trump? Y, por otro lado, ¿no representa esto un gran apego a la letra de Vineland, un libro que, por ejemplo, describe la relación de su protagonista con el agente antidrogas que lo vigila como «un romance al menos tan persistente como el de Silvestre y Piolín»?
Más allá de lo molesto que les puede resultar a algunos –y lo irresistiblemente gracioso que les puede resultar a otros– que los malos sean repulsivos y los buenos sean simpáticos –a veces un poco torpes pero de buen corazón o tremendamente tranquilos, hábiles y geniales como Sensei (Benicio del Toro)–, es una bendición que un director de la talla de Anderson, trabajando dentro de Hollywood, haya filmado una película grande sobre lo que está pasando ahora. Y técnicamente la película es tan exuberante que es obligatorio verla en una sala de cine.
Tom & Paul & Leo & Sean son una fuerza irresistible, secundados tranquilamente por la labor de Del Toro, el verdadero héroe de Una batalla tras otra, el senséi que, mientras los demás desesperan, fluye como las olas del océano y toma unas few small beers, al tiempo que lidera una verdadera red de protección a los inmigrantes, operando tranquilamente en el presente y en la comunidad del barrio. Es que Sensei está siempre preparado.
Anderson no se priva de agregar sus propias invenciones de aires pynchonitas a la mezcla: los supremacistas blancos son el Club de Aventureros de la Navidad, unos nazis hechos y derechos, y no solamente porque exijan pureza racial a sus miembros.
Aunque no venga totalmente a cuento, cabe anotar que una nueva –y seguramente la última– novela de Pynchon (Shadow Ticket) verá la luz el próximo martes, lo que, junto con esta adaptación de Vineland, nos permite creer que todavía habitamos suficientemente en la sombra del siglo XX. Y Una batalla tras otra nos dice que hay cosas de aquel siglo que se repiten, pero que hay todavía muchas batallas que se están peleando en los barrios, en las fronteras, en la calle, en los salones de clase y que lo que está en juego es el alma de los jóvenes.
Willa, más que un personaje, es una idea sencilla y que tiene que ver, claro, con la juventud, con el futuro y la esperanza. Pero si esta película es sobre la juventud, también es sobre envejecer, sobre un hombre que a los 26 años era el joven revolucionario Ghetto Pat, que devino tan completamente Bob Ferguson que se distrajo hasta olvidar la contraseña que podía salvar la vida de su hija, porque nunca se dio cuenta de que la batalla no había terminado.
- Consideramos «la época de Trump» aquella en la que la idea de que podía llegar a ser presidente de Estados Unidos dejó de ser un chiste de Los Simpson. ↩︎