Esta semana se conoció lo que grandilocuentemente –y eufemísticamente– se llamó «plan de paz para Gaza». Lo pergeñaron entre la potencia agresora, Israel, y la superpotencia que la arma, la financia y la encubre, Estados Unidos. Intervino también un ex primer ministro de una de las principales potencias coloniales del siglo XX, Reino Unido, que jugó un papel principal en la expulsión de los palestinos de sus tierras y la creación del Estado de Israel hace casi 80 años. Y lo avalaron desde fuera naciones árabes que poco y nada han hecho por la causa palestina y, naturalmente, países europeos de todos los colores, entre ellos, algunos que en los últimos meses habían marcado cierta distancia con Israel sin dejar de respaldarla en el fondo, como Italia, o que incluso habían denunciado –sobre todo verbalmente– el genocidio en marcha en la Franja, como España. Apenas conocido el plan, estas dos penínsulas, que habían despachado un par de buques militares para proteger a la flotilla internacional que está intentando abrir un «corredor humanitario» hacia Gaza, pidieron a los cientos de militantes solidarios embarcados que se retiraran. «Están impidiendo concretar los esfuerzos de paz en marcha», les lanzaron.1 Francia dijo lo mismo y se sumó al concierto de aplausos, Alemania por supuesto, luego lo hizo Portugal, más tarde Países Bajos, y así.
En ese mismo movimiento quedó en evidencia la naturaleza real del reconocimiento al fantasmagórico «Estado palestino» de parte de muchos de los países –no todos, sí muchos– que lo fueron haciendo en cadena en estos últimos días. Peligro de trampa, había alertado la semana pasada desde las páginas de Brecha María Landi al referirse a esa movida (véase «A las puertas de una nueva traición», 26-IX-25). Sonaba a agorero, dado que esa ola era percibida como un signo positivo que sumaba al aislamiento de Israel. En parte lo era –lo es–, sin duda, pero, visto el «plan de paz» que ahora esos mismos «reconocedores» aplauden y festejan con entusiasmo, da que pensar que el tan mentado Estado palestino –y la tan manida idea de los «dos Estados convivientes»– no pasa de ser una horrorosa cáscara vacía. «No importa cuántos aplaudan, este plan viola toda la legalidad internacional», dijo la relatora especial de Naciones Unidas para los Territorios Palestinos Ocupados, la italiana Francesca Albanese, que días atrás defendiera la idea de una fuerza de intervención internacional para proteger a los palestinos del genocidio. Vaya que está lejos esa fuerza.
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«Para entender las cosas conviene llamarlas por su nombre. El plan de Trump no es una propuesta de negociación ni un proyecto que proteja los derechos de la población de Gaza. Es una ruta unilateral para negar la soberanía palestina, sin plazos ni garantías para el fin de la ocupación, presentada como un ultimátum, con la que pretende consolidar un diseño de colonialismo en pleno siglo XXI. Al igual que hace un siglo Reino Unido arrebató Palestina a los palestinos para entregársela al sionismo, los 20 puntos planteados este lunes por la Casa Blanca contemplan la entrega de Gaza al propio Trump como supremo gestor junto con [el ex primer ministro laborista británico] Tony Blair. El plan no indica plazos específicos para la salida del Ejército israelí y propone, en el mejor de los casos, una Franja sometida a Israel a través del control de sus fronteras y espacio aéreo y marítimo. Además, no menciona los otros territorios palestinos –ni Jerusalén Este ni Cisjordania–, lo que en sí mismo encapsula y aísla el futuro de la Franja del resto de Palestina, como si esta no fuera una única entidad. Tampoco ofrece rendición de cuentas para los perpetradores del genocidio, ni reparación para las víctimas de los crímenes masivos». Lo escribió en el digital español Eldiario.es la brillante periodista ibérica Olga Rodríguez y no se puede ser más claro para resumir el espíritu del plan elevado por la dupla Trump-Netanyahu presentado a Hamás como un tómalo o déjalo en el que el déjalo significa permitir que las fuerzas israelíes sigan haciendo en Gaza lo que Netanyahu describió como «su trabajo» y Trump, como su «operación de seguridad»: en negro sobre blanco, completar el genocidio.
En lo inmediato, a cambio de su rendición y de aceptar jugar sine die un papel de comparsas, poco menos que pidiendo permiso para subsistir, el plan les asigna a los palestinos una suerte de «consejo de administración», «apolítico y tecnocrático», que sería integrado por colaboracionistas y que respondería ante Trump, Blair y otros. Los nuevos mandamases, otra vez en palabras de Rodríguez, «un exmandatario de la primera potencia colonialista que se apropió de Palestina –Reino Unido– y el presidente de la potencia neocolonial que tomó el relevo de Londres como máximo protector de Israel», fijarían los tiempos y la forma en que la Franja comenzaría a ser reconstruida de manera tal que ya no sea un estorbo para Israel y para sus valedores neocoloniales. Y, por supuesto, las empresas que se harían cargo de la tarea.
Hay que reconocerle al plan la virtud de la franqueza.2 Tan notable es esa franqueza que a cualquiera que se englobara en el universo de lo que alguna vez llegó a llamarse izquierda debería darle cierto asquito hacerlo suyo. Pero se ha ido tan lejos últimamente en la adopción de contrafuertes al asco, que, bueno…