La cortina metálica está levantada: su estruendo, ese que detonaba en aquellos meses de 1976, no se escucha esta vez. Los orificios de bala todavía la perforan, pero la cortina está levantada y de ella cuelgan banderas latinoamericanas.
Adentro esperan, en un grupo mitad argentinos, mitad uruguayos, algunos de los que recorrerán el ex centro clandestino de detención, tortura y exterminio. Pero son aun más los que ahora llegan, militantes del Pvp, entre los que hay hijos de la dictadura pero también nacidos en la democracia. El homenaje es para tres de sus referentes, los sindicalistas Gerardo Gatti, Hugo Méndez y León Duarte, vistos allí con vida por última vez. Hoy se ve a sus hijos, Daniel Gatti y Néstor Duarte; al hijo y a la esposa de Adalberto Soba –Sandro y María Elena Laguna–, sometidos al cautiverio allí mismo durante algunos días de la primavera del 76. También se la ve a Elba Rama, sobreviviente de Orletti, y a un costado a Mariana Zaffaroni, en ese lugar donde compartió los últimos momentos con sus padres.
El recorrido se organiza sin demoras: tres integrantes del grupo de investigación de Orletti guiarán, en paralelo, a tres grupos de rioplatenses que pisarán esos suelos y evitarán apoyarse contra esas paredes, en un gesto voluntario de respeto por lo que contuvieron.
El taller de autos está en la planta baja y mide ocho por 30 metros. Su gran tamaño responde a sus orígenes, en el Novecientos, cuando estuvo anexado a la actividad del ferrocarril, ese que continúa pasando en su frente y que percibían los militantes secuestrados en Orletti en 1976.
Encima del taller, como era costumbre en la Argentina de esos tiempos, se construyó la vivienda del dueño de la empresa, a la que se accede por el costado izquierdo, al lado de una garita, subiendo una escalera. No aquella que está en medio del taller, la que usaban para subir a los militantes detenidos que iban destino a la tortura, aquella que subió a zancadas el niño Soba para dar con la puerta de una celda colectiva donde los adultos estaban sentados, medio desnudos, contra la pared. Porque esa otra escalera está ahora clausurada. Por la del costado izquierdo, al lado de la garita, empieza el viaje en el tiempo.
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León Duarte dejó a su hijo Néstor y a su esposa Hortensia de vuelta en casa. Néstor se acostó a dormir y, cuando abrió los ojos, se erguían frente a él las figuras de José Nino Gavazzo, Hugo Campos Hermida, Manuel Cordero, entre otros militares. En diferentes habitaciones se sostenía la misma mentira: hacía una semana que no veían a León, repitieron el hijo y la madre. Disconforme con la historia que contaban los Duarte, Gavazzo amenazó con llevarse al niño. Así que Néstor le informó a su madre que se iría con ellos, que le trajera su ropa. Hortensia lo vistió mientras le corrían las lágrimas, mientras improvisaba un plan. No se lo llevarían. Iba a correr con el niño en sus brazos, y si sus piernas no le alcanzaban, iban a morir. Pero no se lo llevarían. Con cara de desprecio, a uno de los militares le salieron unas inesperadas palabras: “¡Haceme el favor…!”, le espetó a Gavazzo. El niño regresó a su cama y, todavía vestido, se cubrió con las sábanas. Los represores se esfumaron como si fueran personajes de una pesadilla.
León Duarte resistió en Montevideo hasta entrado el año 75, pero después de ese episodio no le quedó más remedio que huir a Buenos Aires, donde ya residía la mayoría de sus compañeros. Así fue que Néstor y Hortensia comenzaron a cruzar el charco para visitar a León. El niño, que tenía 8 años, lograba sortear la aduana con un permiso de menor donde la firma de su padre estaba ausente. En Migraciones ya sabían por qué, y lo dejaban cruzar, y los seguían. Ellos perdían medio día recorriendo media ciudad para eludir a sus espías.
Pero los esfuerzos por encontrar a León no se limitaban a seguir a esa madre con su niño. El 13 de julio de 1976 cayó. Fue a parar al mismo lugar que Gerardo Gatti, a quien se resistía a abandonar para salir a un nuevo exilio. Su destino fue la sede principal del Plan Cóndor, informalmente “El jardín”, como le decían los torturadores, formalmente: Operaciones Tácticas 18, como aparecía en los papeles.
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Lo que hoy se conoce como Automotores Orletti era propiedad de Santiago Cortel, y en consecuencia se llamaba Automotores Cortel. Así que “Orle-tti” obedece a un equívoco y a la falta de mantenimiento, que le había costado la primera letra al cartel, pero eso fue después. Como su negocio no funcionaba, Cortel suspendió las actividades y lo ofreció en alquiler. Después de hacerse del lugar, y en el marco del Plan Cóndor, la Secretaría de Inteligencia del Estado, la Side, lo entregó como espacio operativo a los grupos represivos del Cono Sur a partir del 12 de mayo del 76, cuenta durante el recorrido Ricardo Poggio, integrante del equipo de investigación de Orletti.
El local no sólo fue un campo de concentración por el que pasaron alrededor de 300 militantes de Chile, Bolivia, Paraguay, Cuba, Argentina y, mayoritariamente, de Uruguay. También fue una base de operaciones, y en el primer piso, al lado de la escalera, están las que fueran las “oficinas” de los jefes de inteligencia. La del costado izquierdo fue en un tiempo la de Gavazzo, y tiene restos de un empapelado que retrotrae a los ochenta, que el dueño del lugar adhirió a esas paredes cuando volvió a ocupar la vivienda, en un intento inútil por ocultar las huellas de la historia del lugar.
La mayoría de los relatos, cuenta Poggio, hablan del fondo, donde se desarrollaba “la parte más intensa del funcionamiento del centro clandestino”, a la que llaman “el pozo” o directamente “el campo de concentración”. Luego de atravesar una cocina y un pasillo que linda con la sala de armas, hay una zona amplia donde los torturadores interrogaban a los secuestrados y donde también jugaban al tiro al blanco con una foto del Che. A la derecha, la celda que algunos testimonios afirman se usaba para mostrar a Gatti como trofeo de guerra ante las “visitas” de los militares. Y más atrás, otras dos salas, una de ellas en la que funcionaba una celda colectiva y donde hacían simulacros de fusilamiento cuando escuchaban hablar a alguien.
En todo el sitio hay papelitos con códigos alfanuméricos que cuelgan de las paredes y que refieren a diferentes marcas; el empapelado se fue retirando para encontrar las evidencias materiales de los testimonios verbales, por ejemplo el que relata “la fuga”. El tiroteo desatado en esa ocasión quedó plasmado en los impactos de bala que sobreviven en la escalera, en las paredes. Y son prueba, dice Poggio, de que “en este lugar también se luchaba y se resistía”. El 3 de noviembre de 1976 Graciela Vidaillac logró zafarse y liberar a su compañero, José Morales, que estaba en la sala de armas. Juntos lograron neutralizar a los represores, llegar a la escalera y salir corriendo. Cruzaron las vías justo antes de que pasara el tren, lo que les dio ventaja. Luego subieron a un camión estacionado, al que poco después cambiaron por un auto, en el que finalmente se perdieron.
Después de la fuga, Automotores Orletti cerró.
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Néstor ya había ido a Orletti. Hace cinco o seis años, dice, aunque no recuerda bien cuándo, y quizá haga un poco más. En 2009 el lugar fue expropiado y abierto como espacio de la memoria. Pero antes, la historia, obstinada, hizo que allí también hubiera, después de un centro clandestino de detención, tortura y exterminio, un taller clandestino de costura. Cuando todavía funcionaba ese taller, donde los empleados trabajaban en condiciones de esclavitud, fue que Néstor se arrimó a la cortina metálica, contó su historia y pidió para entrar. En retrospectiva, la negativa era esperable.
Néstor volvió porque, “más allá de los relatos”, quiere “ubicar las historias en el lugar físico en el que ocurrieron. Yo a él lo viví como un padre, no como a un dirigente. Y quería conocer esa parte que no viví. Encontrarme físicamente en los lugares donde él estuvo y con las personas con las que él compartió”. Ahora, después del recorrido, habla de estar entre “las mismas paredes, los mismos pisos, el lugar donde estuvo él”, y sobre cómo les va a contar a sus dos hijos, mellizos y de 13 años, la experiencia: “Cuando hablás de lo que sentís, no mentís. Les voy a contar que me emocioné, que se me llenaron los ojos de lágrimas, que se me hizo un nudo en la garganta”.
El recorrido termina y se vuelve al punto de partida. En medio del taller hay sillas que esperan a que los caminantes tomen asiento y compartan imágenes y palabras para homenajear a Gatti, Méndez y Duarte. Desde ese espacio se habla de construir memoria. Y al final todos se van, pero la cortina metálica queda abierta.
(Este artículo se construyó gracias a una invitación del Pvp, agrupación que facilitó el viaje y la estadía de la periodista. El recorrido por diferentes nichos de la historia del Pvp en Buenos Aires, en el que se enmarcó la visita a Orletti, fue el viernes 2 y sábado 3 de octubre.)