“Mi visita de Estado a China representó un punto de inflexión en nuestra historia compartida y mostró que ambos países son plenamente capaces de trabajar juntos para la cooperación en beneficio mutuo mientras sigamos comprometidos con la solución pacífica de las controversias, en pleno apego al derecho internacional”, dijo el presidente filipino Rodrigo Duterte tras regresar la semana pasada de una visita de cuatro días a Pekín (Xinhua, 22-X-16). “Acordamos continuar con las discusiones sobre las medidas de construcción de confianza, incluyendo un mecanismo de consultas bilaterales para discutir los asuntos de inmediato interés sobre el Mar Meridional de China.”
Se está ante un giro copernicano en la política asiática: Filipinas, que meses atrás había ganado un litigio internacional por las islas del Mar Meridional, ahora se inclina a negociar con Pekín, pero ya no como enemigo sino como nuevo aliado. Ambos países concluyeron un acuerdo para minimizar los incidentes marítimos. Duterte también anunció que sus conversaciones con líderes estatales y empresariales chinos resultaron en acuerdos de financiamiento público y en acuerdos privados por miles de millones de dólares en préstamos blandos, esperando que esas inversiones “generen 2 millones de empleos para los filipinos en los próximos cinco años”.
SETENTA AÑOS ES DEMASIADO. La alianza entre Estados Unidos y Filipinas se fraguó durante la Segunda Guerra Mundial, cuando la nación asiática era aún colonia de Washington. Luego de derrotada la invasión japonesa, en 1945, Filipinas accedió a su independencia pero tutelada por la superpotencia. Washington apoyó con fervor la dictadura de Ferdinand Marcos (1965-1986) y desestimó las permanentes violaciones a los derechos humanos de su gobierno: el enorme archipiélago juega un papel estratégico ante China y, en la década de 1960, fue base de apoyo yanqui a la invasión de Vietnam.
Sus 7 mil islas, situadas en un océano recorrido por las principales rutas comerciales del mundo, le dan a Filipinas un valor excepcional. En 1951 firmó un tratado de defensa mutua con Estados Unidos y participó en las guerras de Corea y Vietnam, fue miembro de la disuelta Seato –una suerte de Otan regional–, y desde el inicio de la “guerra contra el terrorismo” el ejército filipino apoyó al Pentágono en Irak.
En 2014, como parte de la reorientación hacia Asia, el “pivote Asia Pacífico” con el que Estados Unidos busca contener y cercar a China, Barack Obama firmó un acuerdo de cooperación militar con el presidente Benigno Aquino para incrementar la presencia militar en Filipinas. “Nuestro objetivo no es contener a China, sino simplemente asegurarnos de que las normas internacionales sean respetadas, entre ellas las marítimas”, dijo por entonces el presidente estadounidense (El Periódico, 28-IV-14).
Casualmente, días antes de la llegada de Obama, el 30 de mayo, el gobierno de Aquino presentó una petición ante el Tribunal Internacional del Derecho del Mar para solucionar el conflicto con China por las islas del Mar Meridional con un arbitraje independiente, algo que Pekín se negó a aceptar. La sentencia llegó en julio último, pero la situación regional ya había cambiado.
Poco después de llegar a la presidencia, el 30 de junio, Duterte manifestó su malestar por las críticas de Estados Unidos a su guerra contra las drogas y la delincuencia, que ha costado la vida a más de 3.700 personas, y a la vez se deshizo en elogios hacia China y Rusia por mostrarle “respeto”. Antes de salir hacia Pekín, el presidente filipino aseguró que quiere reducir la influencia militar de Estados Unidos en su país y que está dispuesto a realizar maniobras militares con China y Rusia, reiterando que no va seguir permitiendo los “juegos de guerra” con su antiguo aliado.
Explicó que su cambio de alianzas geopolíticas se debe al debilitamiento económico y de influencia militar estadounidense, y llegó a tensar las relaciones con su ex aliado llamando “hijo de puta” a Obama, que en respuesta canceló un encuentro bilateral.
Más allá de los excesos verbales de Duterte, es innegable que en Filipinas existe una fuerte resistencia social a Estados Unidos, que se arrastra desde el período colonial. Pero lo más importante es que el archipiélago no obtuvo, en sus siete décadas de fiel aliado, las ventajas económicas que podía esperar. Sigue siendo un país pobre, con un tercio de la población dedicado a la agricultura y la mitad viviendo en áreas rurales, mientras sus vecinos prosperan. Los índices sanitarios filipinos están por debajo de los de Vietnam, pese a la destrucción que este país padeció por la guerra.
Los principales socios comerciales de Filipinas ya no son Estados Unidos ni otros países occidentales, sino los asiáticos. El 26 por ciento de sus exportaciones van a China, a lo que debe sumarse el 10 por ciento que absorbe Hong Kong, frente a un raquítico y decreciente 17 por ciento de su ex metrópoli. El viraje procesado por Duterte era apenas cuestión de tiempo.
DEMASIADOS FRENTES. La diplomacia militar estadounidense debe atender demasiados frentes como para poder abarcarlos todos de forma exitosa. En Siria contra Rusia; en Mosul (Irak) contra el Estado Islámico para empujar a los yihadistas hacia Siria contra Bashar al Asad; en el Mar del Sur de China para bloquear el comercio hacia y desde la potencia asiática; en Ucrania para presionar a Moscú y rodear a Rusia de misiles. Irán, Turquía y Afganistán son otros tantos frentes abiertos en los que le resulta difícil mantener el pulso.
El 23 de octubre el Diario del Pueblo, órgano oficial del Partido Comunista chino, publicó un editorial titulado “China no permitirá que Estados Unidos actúe desenfrenadamente en el Mar Meridional”, haciendo referencia a un destructor estadounidense que había ingresado en aguas chinas sin autorización. El lenguaje empleado es muy duro y el diario acusa a Washington de mantener “una ideología de imposición hegemónica en la región de Asia y el Pacífico”.
El editorial contrapone la diplomacia estadounidense con la visita de Duterte a China, para explicar que “es exactamente este tipo de hegemonismo el que está reduciendo cada día más la influencia de Estados Unidos en el escenario internacional”. Y va más lejos: “En los últimos años, con el fin de mantener su hegemonía marítima, Estados Unidos provoca frecuentemente incidentes en el Mar Meridional de China, iniciando ataques contra China y provocando disensiones entre China y Filipinas para destruir la paz y la estabilidad en la región. Sin embargo, sus pequeños trucos nunca cambiarán la tendencia general del desarrollo de la región, que es siempre el de la paz. Es una buena noticia que Filipinas haya decidido ajustar su política exterior para ampliar la cooperación con China”.
De todas maneras, el viraje de Filipinas es más cauto de lo que declara su presidente. “Vamos a mantener las relaciones con Occidente, pero deseamos una integración más fuerte con nuestros vecinos”, dijo el secretario de Finanzas, Carlos Domínguez (Reuters, 20-X-16).
Algunos analistas consideran que el alejamiento de Filipinas respecto de Washington es una buena oportunidad para que la superpotencia encare una política más sutil, que no se limite a las simples y reiteradas amenazas. En vez de insistir con el “giro hacia Asia” defendido por Obama pero pergeñado por el Pentágono, el analista Jonathan Marshall considera que “una política más inteligente sería dar la bienvenida a la apertura de Duterte hacia China y alentar a otras naciones de la región a involucrarse en diálogos bi o multilaterales con Pekín” (Consortiumnews.com, 21-X-16). Le faltó a Marshall agregar que esa eventualidad sólo se hará realidad el día que los neoconservadores sean derrotados en Washington, algo que aún está bastante lejos de suceder.