La investigación de un crimen que involucra el testimonio de un sacerdote –nada menos– y el festejo de una boda a la cual acuden varios invitados que, al parecer, cuentan con sobrados motivos para no desearle felicidad a los contrayentes dan pie a un par de espectáculos que parecen impulsar a la platea a meditar acerca de lo que, a menudo, opinan los demás, así como al sentimiento de culpa que la gente, por lo general, trata de evadir.
Jaque mate (Castillo Pittamiglio), del argentino Jorge E Milone, dirigida por Daniel Romano, gira alrededor de dos únicos personajes: la mujer a quien se le asigna investigar un asesinato y el cura al cual ésta interroga con desmedido empeño. Las preguntas de la primera y las respuestas del representante eclesiástico, que al parecer tiene también mucho para decir, alimentan entonces un desarrollo que, aparte de sus bien ubicadas vueltas de tuerca, le imparte una amistosa guiñada a las historias detectivescas del padre Brown que escribía el inglés Chesterton. La concentrada acción, por otra parte, despierta el poder de observación del espectador, llamado a prestarle atención no sólo a lo que una y otro se atreven a pronunciar, señalar o cuestionar, sino también a sus propios movimientos. El desenlace, al estilo de mentados modelos del género, confirma las cuidadosas composiciones de Sandra Bartolomeo y Javier Iglesias a lo largo de una intriga que Romano –más allá de algún innecesario aceleramiento en un diálogo que reclamaría ciertas pausas para darle tiempo a los personajes de considerar lo que quieren expresar– maneja con adecuada consideración a la ironía y la credibilidad de un asunto que, como se puede suponer, no descarta la irrupción de lo inesperado.
Ni familia ni amigos (El Tinglado), escrita y dirigida por José María Novo, reúne a media docena de nada entusiastas invitados a una fiesta de casamiento que, de buenas a primeras, comienzan a dar a conocer las razones por las cuales la boda en cuestión les merece amargos comentarios. El original punto de partida da luego lugar a progresivas intervenciones imprevistas de los asistentes, así como a una cierta unión que se formaliza entre los “damnificados” por un acontecimiento que debería inspirar felicidad por doquier. A pesar de que, a medida que la puesta avanza, no queda demasiado justificado el aislamiento –los personajes señalados se sientan alrededor de una solitaria mesa colocada en un ambiente separado del salón de fiestas– que el sexteto “disfruta” tan lejos de los contrayentes como del resto de los asistentes, vale la pena, sin embargo, escuchar las quejas y las críticas que los involucrados lanzan por doquier. Queda por allí en claro todo un dechado de comentarios que alimentan el resentimiento de gente que, a simple vista, debería haber concurrido al lugar para pasarla bien. Los espectadores, ellos también, a cierta altura, entienden sin lugar a dudas que, por uno u otro motivo, en eventos del tipo del que transcurre en el escenario, no todos los invitados mantienen los mejores deseos con respecto a los anfitriones. Celos, envidia y pasados enojos de distinta tesitura pueden muy bien salir a relucir en medio de una celebración, señala el autor con sostenida intención satírica a través del diseño de un sexteto de siluetas que, aparte del toque farsesco que las decora, cuentan con apreciables motivos para quejarse. En el aire queda asimismo flotando la idea de que casos como éste sirven para que las sufrientes y solitarias víctimas –como, en alguna medida, cualquiera puede llegar a serlo– en trances similares se unan, al fin, para defenderse y atacar a los culpables. La escenografía de Hugo Fernández, el vestuario de Nelson Mancebo, las luces de Martín Blanchet y la banda sonora de “Fata” Delgado hacen lo suyo para establecer la trasnochada atmósfera por la que Leonardo Franco, Alejandro Martínez, Carina Méndez, Luis Lage, Gabriela Lopetegui, Eunice Castro y Anthony Méndez, en el papel de atribulado mozo de confitería, se desplazan con la irónica desenvoltura del caso.