En la historia política de Uruguay, cada cuatro años el último domingo de noviembre marcaba un momento especial en la agenda: desde 1828 era la fecha señalada para realizar las elecciones. Esa especialidad aumentó cuando comenzó la elección directa del presidente de la República (la primera fue en 1922), porque se entendía que en cierta medida en esa ocasión se jugaba el futuro del país. Y no cabe dudas de que aconteció algo de eso en aquellas oportunidades en que la fecha electoral coincidió con el último día de noviembre.
En el siglo XX esa coincidencia ocurrió tres veces; dos de ellas por el calendario electoral normal y una por una convocatoria excepcional. La primera vez fue en 1930, en una elección que a priori parecía destinada a cambiar la historia del país: en los años veinte, en cada elección el Partido Nacional (PN) incrementaba su caudal electoral en una proporción mayor que lo que aumentaba el Partido Colorado (PC), y según la proyección de las tendencias en 1930 debía superarlo en votos. Había gran expectativa por ver al doctor Herrera acceder a la Presidencia; pero aquel 30 de noviembre no ocurriría eso. Por el contrario, el PC multiplicó por diez la exigua ventaja de 1926 y el candidato mayoritario del partido, el doctor Gabriel Terra, fue electo presidente.
La historia mostró que, a pesar del resultado, ese 30 de noviembre se inició un giro en la política uruguaya que desembocaría en el primer golpe de Estado del siglo XX. Terra, el candidato del batllismo, se transformó en dictador y fue apoyado por Herrera, su derrotado en las elecciones. Por su parte, éste, convertido en “soldado tranquilo” del terrismo, resignaba para siempre sus aspiraciones presidenciales. Esa vez se combinaron los efectos de una crisis económica (los de las medidas adoptadas para contrarrestarla) con la vocación autoritaria de una época que proclamaba llegada la “hora de la espada” porque consideraba que solamente los gobiernos “fuertes” podían dirigir la sociedad. El tiempo mostró otra cosa: la represión cobró sus víctimas en muertos, torturados y detenidos, pero no resolvió la tensión social generada por la crisis, y finalmente la democracia retornó por un camino oblicuo cuando uno de los golpistas de 1933 dio otro golpe de Estado.
Hace hoy exactamente 60 años que –por segunda vez en el siglo– el domingo electoral coincidió con el último día del mes de noviembre. Esa vez sí ocurrió aquel cambio que no llegó a concretarse en 1930: por primera vez en el siglo, la lluviosa noche del 30 de noviembre de 1958 vio a los blancos festejar el triunfo en las elecciones nacionales. Tal vez fuera el primer efecto de una crisis que ya estaba instalada (aunque no claramente percibida), o la manifestación de cierto hastío por el largo predominio batllista, lo cierto es que el sorpresivo resultado dejó al PN con la responsabilidad de pilotear el Estado en lo que resultaría la crisis económica más prolongada y profunda de la historia del país.
Lo que Herrera auspiciosamente denominó “el nuevo tiempo” introdujo algunos cambios importantes en el funcionamiento del Estado y en el manejo de la economía. Comenzó aprobando una “ley de reforma cambiaria y monetaria” que se propuso el desmantelamiento del complejo régimen de cambios múltiples que había sido la llave maestra del “dirigismo” neobatllista. La nueva política acompañaba las ideas del liberalismo económico que aconsejaban los organismos internacionales de crédito: desaparecía el tipo de cambio “oficial” y el dólar pasaba a tener un tipo de cambio “libre, único y fluctuante”; así el sector agroexportador obtendría más ganancias y por lo tanto aumentaría la producción, y la nueva libertad de importaciones ayudaría a bajar la inflación derivada de los altos costos de la protegida industria nacional.
Como en los años treinta, la crisis derivó en agitación social (incrementada esta vez por el carácter de las medidas adoptadas) que también en este caso coincidió con una coyuntura política poco favorable: cada vez con más frecuencia el gobierno recurrió a las medidas de seguridad. Si en la época de Terra muchos vieron llegada la hora del fascismo, esta vez el triunfo de la revolución cubana replanteaba la vigencia de la Guerra Fría en América Latina, y fue así que una ola de golpes militares azotó la región, esta vez para protegerla del “comunismo”.
El resultado de estas primeras experiencias de gobierno de los blancos no fue exitoso: ocho años más tarde, cuando volvieron los colorados, la situación económica era aun más grave. Pero desde su inicio el primer ciclo de gobiernos blancos del siglo quedaría marcado por un episodio ominoso: un golpe militar se insinuó el mismo día de la asunción del mando en 1959, que fue rápidamente conjurado por el doctor Martín Echegoyen, primer presidente blanco del Colegiado. Como si con eso ya hubiera saldado cualquier deuda con la democracia, el mismo Echegoyen presidiría el novel Consejo de Estado instalado por el ya dictador Juan María Bordaberry en diciembre de 1973. El “nuevo tiempo” había derivado en una dictadura de la seguridad nacional.
Otro 30 de noviembre, pero en 1980, convocó nuevamente al electorado a las urnas. Esta vez no fue para una elección regular sino para votar por Sí o por No el proyecto constitucional que daría inicio al proceso de reinstitucionalización según el “cronograma político” diseñado por la dictadura en agosto de 1977. Se cumplían 50 años de la elección de Terra, pero nadie parece haber recordado el aniversario. En esa campaña electoral tan asimétrica, el gobierno promocionaba el voto por Sí y los partidarios de la otra opción tuvieron mucho trabajo para hacerse escuchar; el texto constitucional que iba a ser plebiscitado, aprobado a marchas forzadas para cumplir con los plazos y publicado solamente en el Diario Oficial, era prácticamente desconocido por el electorado. Algunos votantes sentían temor de declararse contra el gobierno, y corría el rumor de un posible fraude. A pesar de eso, incluso sin tener clara cuál era la alternativa en caso de rechazo, por amplia mayoría el electorado rechazó el proyecto. El resultado de esa consulta ya está incorporado a la épica republicana de los uruguayos: el plebiscito brindó la oportunidad dorada para deslegitimar a la dictadura e imponerle un viraje decisivo a la situación. Los militares no tuvieron más remedio que abandonar su proyecto inicial y aceptar una negociación a partir de un “nuevo cronograma” que, no sin dificultades, restablecería la vigencia de la Constitución de 1967 en el marco de una democracia restaurada.
Este rápido repaso parece otorgar algo especial a las elecciones cuando coincidieron con el último día de noviembre, porque de una forma u otra definieron el rumbo del país por varias décadas. Del repaso también surge un hilo, delgado pero perceptible, que une estos episodios: en todos aparece la sombra del autoritarismo, sea a futuro, como en el caso de Terra, como amenaza concreta en 1959, o ya en plena vigencia de la dictadura, como en 1980. Y podemos pensar si todos ellos pertenecen verdaderamente al pasado o si siguen arrojando sus sombras en el presente. Este 30 de noviembre sin elecciones parece un buen momento para reflexionar sobre lo sutil que puede ser la frontera entre democracia y autoritarismo, y el alto costo que se paga cuando se comete el descuido de atravesarla.