El fichaje del año: Verónica Alonso anunció que Dios está de su lado en esta campaña electoral. Carlos Iafigliola, otro blanco cruzado contra todo progreso de los derechos de las mujeres y las personas trans, también contaría con apoyo del Todopoderoso. En Brasil, la ultraderecha ganó las elecciones proclamando que Dios está por encima de todos, mientras en Estados Unidos gobierna un millonario racista y mujeriego, apoyado por la derecha cristiana, que le asegura el respaldo divino.
Pareciera que esto se trata de una pelea entre religión y laicidad, o entre quienes creen y quienes no. Pero esto, en verdad, no tiene nada que ver con Dios. Más bien tiene que ver con un intento de imposición de una forma de vida que, lejos de ser revelada por profetas, místicos o teólogos, es la promovida por el neoliberalismo y el conservadurismo: un modelo de familia en el que manda el hombre, y un modelo de sociedad basado en el dominio de las empresas y en la aspiración al éxito económico individual, que encontró en la parte más cínica y empresarial del cristianismo un aliado ideal para llegar a sectores sociales que de otra manera no adherirían a la agenda de la ultraderecha.
Repito que esto no tiene nada que ver con Dios, y eso se demuestra en la existencia de un frente político común de adoradores del dinero y enemigos de la izquierda que incluye tanto a estos supuestos cristianos como a los más crudos ateos: los libertarians lectores de Ayn Rand, que odian toda idea de piedad y toda acción humana que no se base en la maximización económica. La religión es apenas uno de los medios de la polifacética ofensiva neoliberal, que a pesar de presentarse como libertaria y modernizadora, nunca tuvo problemas en apelar a la propaganda, el autoritarismo y las carcasas ideológicas que mejor pudieran servir.
Este frente nace, por supuesto, en Estados Unidos. Más precisamente (como tantas taras de la política contemporánea) como reacción a los movimientos revolucionarios de los sesenta, que en todo el mundo cuestionaron al capitalismo, pero también a la dominación masculina, la represión sexual, el colonialismo y el racismo. Los capitalistas, los machistas y los racistas, entonces, contratacaron coordinadamente.
La primera pieza de ese contrataque fue la llamada “estrategia sureña” del Partido Republicano, craneada para la campaña presidencial de Richard Nixon. La idea era aprovechar que el apoyo de los demócratas a las leyes que combatían la segregación y consagraban los derechos civiles y políticos de los negros había generado un descontento entre el electorado demócrata del sur, tradicionalmente racista por el legado de la esclavitud y la guerra civil. Los republicanos, desde entonces, apelarían a los votos de los blancos del sur con mensajes velada o abiertamente racistas, con excelentes resultados.
El siguiente paso vendría en los ochenta, con la aparición de la versión actual del “movimiento conservador”, que surgía como reacción a la legalización del aborto en 1973. Ese movimiento tenía como centro a las megaiglesias evangélicas, que comandaban un imperio mediático y una gran capacidad de movilización, que se pondrían al servicio de los republicanos y montarían un impresionante aparato de campaña permanente contra los derechos de las mujeres y las minorías sexuales.
Según cuenta la historiadora estadounidense Melinda Cooper, el neoliberalismo no estuvo siempre convencido de aliarse con el cristianismo. Por sus orígenes liberales, tenía una tendencia secular y cierta reticencia a esta alianza. Pero había un problema que el neoliberalismo no tenía resuelto y era cómo gestionar el problema de la protección de las personas que el mercado dejaba fuera. Por momentos coquetearon con reformas del Estado de bienestar o con transferencias monetarias focalizadas (y muchos neoliberales las defienden hasta hoy, lo que debería hacernos sospechar de su calidad de “políticas sociales de izquierda”), pero fueron estos evangélicos de derecha quienes les dieron la solución: sería la familia la encargada de absorber estos problemas.
Así, las políticas estarían orientadas a fortalecer la familia y el matrimonio, y al tiempo que el Estado se desentendiera de los servicios sociales, le exigiría a las familias que se hicieran cargo de sus miembros en problemas, y se evitaría cualquier redistribución de arriba a abajo. Televangelistas como Jimmy Swaggart (retirado de su iglesia, las Asambleas de Dios, por escándalos sexuales) y políticos de ultraderecha como Pat Buchanan (uno de los popularizadores del término “corrección política” como forma de atacar a la izquierda) fueron los primeros líderes de este movimiento, que fue uno de los principales apoyos de Reagan, Bush padre e hijo, y hoy Trump.
Este movimiento tuvo siempre un ala radical, cercana a los mercaderes de armas y a sectores racistas, como el Ku Klux Klan, empeñada en establecer clínicas seudomédicas para “curar” a gays, dedicada a atacar a los pueblos indígenas para “evangelizarlos” y con un no despreciable prontuario terrorista, fundamentalmente el asesinato de médicos que practicaban abortos y el bombardeo de clínicas. Los ataques a la educación pública (por supuestamente izquierdista, feminista, etcétera) también son parte de la agenda de este movimiento, en alianza con los sectores neoliberales que empujan el financiamiento público de la educación privada.
Estas políticas fueron exportadas gradualmente, delante de nuestras narices, sin que les diéramos importancia. La llegada de los televangelistas fanáticos que venían a comprar cines fundidos y estafar a los pobres fue recibida con sorna, pero sin que se entendieran sus consecuencias. Los vínculos de organizaciones como las Asambleas de Dios con la ultraderecha estadounidense pasaron desapercibidos. El lento ascenso económico, mediático y barrial de la derecha cristiana no tuvo respuesta. A lo sumo, a veces nos encontrábamos con las voces de alarma que llegaban de Brasil, que recién ahora comprendemos en toda su magnitud.
APENAS UN SÍNTOMA. ¿Cuál tendría que ser la respuesta? Para empezar, tendríamos que entender que esto no se trata de Dios. Esa es precisamente la batalla que ellos quieren plantear: entre quienes creen y quienes no, quedando los creyentes liderados por la ultraderecha. No es difícil entender cómo este escenario es catastrófico, siendo que aun en el tan secular Uruguay la mayoría de la población reconoce por lo menos nominalmente a alguna deidad. Además, la izquierda tiene sus grandes religiosos para mostrar. El judío comunista Walter Benjamin, el revolucionario musulmán Malcolm X, y tantos mártires de la teología de la liberación. Vamos a necesitar a nuestros amigos religiosos, a los que tendremos que apoyar en sus esfuerzos por echar a los mercaderes del templo.
Esto no quiere decir que de repente la izquierda tenga que encontrar a Dios. Hay que tener una discusión sobre eso. No podemos hacer de cuenta que Weber no descubrió un vínculo íntimo entre el protestantismo y el capitalismo, ni que Rozitchner no detectó la semilla de tantas tecnologías de dominación en el catolicismo. Pero tampoco podemos negarnos a tener en cuenta las lecciones sobre la comunidad, la ética y la lucha que vienen del islam, las enseñanzas budistas sobre cómo pasar por la vida, ni ocultarnos a nosotros mismos las evidentes raíces teológicas de tantas de las cosas que los izquierdistas pensamos y hacemos.
Pero si bien estas discusiones son importantes, no son lo más urgente. Lo que tenemos que hacer hoy es responder al ascenso de la ultraderecha, incluida su pata cristiana, desde todos los flancos. Uno de ellos son sus creencias estrambóticas (que no son, por cierto, compartidas por la mayoría de los cristianos, ni siquiera de los protestantes). Otro son las historias de las organizaciones concretas: sus vínculos, sus historias de estafas, sus posturas políticas. Y también con la forma en cómo se aprovechan de la desesperación de los pobres, humillándolos y subordinándolos a través de un cinismo mercantil más típico de empresarios del espectáculo que de religiosos.
Ahora, ¿cómo hay tantos pobres tan desesperados como para caer en una trampa tan berreta después de diez años de gobiernos progresistas? ¿Qué agujeros de militancia crearon el espacio para que estas iglesias lograran tanta presencia en los barrios? ¿Qué tan enorme tiene que ser la falla de la izquierda en lograr avances culturales, sentimientos de pertenencia y vidas con sentido para que la oferta de esta banda de estafadores y fascistas resulte atractiva? Y, lo que no es menor, ¿qué agujeros en la legislación les permitieron actuar con tanta impunidad, comprando medios de comunicación y haciendo enormes operaciones económicas sin mayor escrutinio?
La pelea, entonces, no es sólo electoral para derrotar a los candidatos de la derecha cristiana. Ellos son apenas un síntoma de algo que se está extendiendo en lo social. La única manera de derrotarlos es en ese mismo terreno social, entendiendo con qué ideas y formas de vida se están expandiendo y están siendo capaces de organizar a la gente.
Pero pelear no es suficiente. Como de todo enemigo, de este también tenemos algo que aprender. Y hay fundamentalmente dos cosas que el ascenso de la derecha cristiana demuestra, y de las que tenemos que tomar nota. La primera es que la gente, aun la gente pobre y trabajadora, tiene tiempo, recursos y convicción para aportar a una organización. Si hay crisis de militancia no es porque no haya personas para participar. De algún lado salen todas esas horas en la iglesia, visitando casas, repartiendo folletos. La segunda es que la gente, aun en esta sociedad sin alma, está dispuesta a creer, a considerar ideas radicales, a darle una oportunidad a quien viene a proponer una forma distinta de vivir y de organizarse. Quizás los que no creemos somos nosotros.