Quien revise la historia del Vaticano, se va a encontrar con que el trono del papado no siempre fue ocupado por el cumplimiento de las prerrogativas propias de los apóstoles. Bonifacio VII, Juan XV y Benedicto VIII –por citar algunos de los más conocidos– se convirtieron en los artífices de lo que hoy llamaríamos “mistificación del dinero” cuando decidieron llegar a ese lugar de poder a través de las donaciones, la compra de auspiciantes y los votos en el cardenalato. Por otra parte, tal aspecto nos recuerda que, en definitiva, el cristianismo no instaura una visión ascética del mundo, sino que, por el contrario, inaugura una participación en los bienes de la creación y concibe el mundo como un lugar de trabajo. La cuestión es que, cuando se maneja con una dinámica de imperio y dominio, ese racionalismo económico suscita una independencia que tiende a oponerse a los lazos sociales de orden religioso y a desarrollarse con toda independencia de aquellos. Son los resultados de la teocracia.
Después
de los estudios de Arturo Ardao y Carlos Real de Azúa, los vínculos del Partido
Nacional con el núcleo militante o más representativo del cristianismo, tanto
actualmente en su vertiente católica más dura
–como el Opus Dei– como en su vertiente pentecostal más conservadora –como
Misión Vida–, no entrañan novedades. Claro está que no se trata, si queremos
ser precisos, de vínculos orgánicos, sino más bien de vínculos programáticos,
como, por ejemplo, los relativos a la agenda de derechos. Pero también
teológicos. Si la veta evangélica apela a un discurso meritocrático en el que
el éxito económico se manifiesta como una conjunción del esfuerzo del creyente
con la elección de Dios, la veta del cristianismo que legó Josemaría Escrivá
promueve una santificación del trabajo que deriva en la santificación del
espíritu empresarial.
De allí que la plataforma nacionalista –aunque no sólo– insista en construir un Estado burocrático conducido por cuadros técnicos expertos que, a diferencia del protagonismo de los cuadros empresariales de cuando fue gobierno en los años noventa, recluta de manera completamente preponderante a esos funcionarios en el sector privado. El argumento esgrimido en la justificación de este nuevo protagonismo de “los que saben” apela a la búsqueda de profesionalizar el sector público, asumiendo la imagen del “empresario exitoso” como modelo de corrección de los vicios y las ineficiencias de la política.
En el caso del Partido Nacional, hablamos entonces de la presencia de los Ceo, término que viene del inglés y refiere a las siglas de chief executive order, que en castellano se traduce como “oficial ejecutivo en jefe”. Se le dice Ceo a quien se caracteriza por ser la mayor autoridad en la jerarquía operacional de una empresa principalmente trasnacional, aunque también puede ser nacional.
El hecho de que Juan Sartori se presente como el mesías que encarna el gerenciamiento del mundo, como quien lleva un acto sacramental, toma por sorpresa a la estructura dinástica del Partido Nacional, aunque no sea algo ajeno a su lógica. Ahora, pareciera que la gran disputa es entre él y Lacalle Pou, quien forjó la imagen de legítimo heredero del trono. Mientras tanto, llueven en el directorio denuncias a Sartori por la compra adeudada de votos y militancias, como solía suceder con aquellos pretendientes al papado.
Son los resultados de la Ceocracia.
Martín Rastrillo es un perfecto desconocido. Se alimenta de las sobras
de la campaña electoral. Su arte es desnudar lo efímero. Lo inspiran las tormentas que vendrán.