No es que “izquierda” y “derecha” nombren identidades predeterminadas, fijadas de una vez y para siempre en un “ser” o un “pertenecer” homogéneo y clausurado por una definición unívoca. “Izquierda” y “derecha” designan, más bien, ubicaciones móviles, contingentes, relacionales en el mapa de las ideologías culturales. La principal división entre “derecha” e “izquierda” (entendidos como nombres prestados o como identificaciones tácticas) se traza con base en la siguiente frontera: la que separa a quienes, por un lado, admiten que no hay construcción social sin antagonismos de poder ni disputas hegemónicas y quienes, por otro, buscan neutralizar los conflictos históricos bajo la figura –desideologizante– de la pospolítica como simple instrumento técnico de planificación y administración de lo social. Tiene razón el investigador chileno Fernando Atria cuando sugiere que “la distinción izquierda/derecha puede plantearse como una distinción entre politización/despolitización”. Si se tiene en claro esto último, uno puede empezar a preguntarse qué hacer. O sea, qué hacer últimamente con Yamandú Orsi y Pepe Mujica, quienes ven en Manini un posible aliado frente a determinados temas, aunque hasta ahora no se haya especificado bien qué temas.
Sobre la derechización de algunas de las vertientes mayoritarias del Frente se ha hablado bastante, en especial del Mpp, aunque me pregunto si lo suficiente. No cuesta gran cosa hacer un breve recorrido histórico de los últimos tres períodos para ver los grados de connivencia con el núcleo duro del Ejército o su discurso securitario. Desde la instauración en 2007 del 14 de abril como el Día del Nunca Más Uruguayos contra Uruguayos, por parte de Vázquez y Bordaberry, consolidando de ese modo la “teoría de los dos demonios”, hasta las declaraciones de Mujica con aquello de que no quería “viejitos presos”. Desde la extrema profesionalización de las fuerzas represivas, aumentando de manera notoria el presupuesto del Ministerio del Interior y otorgándoles mayor nivel tecnológico y logístico (por ejemplo, con El Guardián, un refinadísimo programa de espionaje cibernético, y el sistema de cámaras de vigilancia de la zona metropolitana), hasta los megaoperativos de saturación en los barrios pobres como el Marconi y los casos de gatillo fácil (pensemos en el caso emblemático y nada aislado del asesinato de Sergio Lemos). Desde la criminalización de la protesta social, como sucedió a partir de las luchas educativas de 2013 y 2015, con detenciones irregulares de militantes y la represión en el Codicen, hasta la reinstauración del decreto antipiquete en 2016 y la creación en 2018 del Sistema Nacional de Inteligencia del Estado, en el que, al unificar todos los organismos, se potencia de manera insospechada su capacidad operativa. Con semejante mar de fondo, las declaraciones de Mujica y Orsi en plena campaña electoral terminan legitimando una serie de deudas institucionales que colaboran con el creciente descrédito de un discurso que se pretende renovador frente a las propuestas más cavernarias de su vereda de enfrente.
Manini encarna, en su figura pública, la impunidad de Gavazzo, el estancamiento del proceso de búsqueda de desaparecidos, la parálisis (y en algunos casos el retroceso) de las denuncias presentadas en la justicia, el robo y las constantes amenazas al Grupo de Investigación en Arqueología Forense del Uruguay (Giaf), la promesa de una ya extrema judicialización de lo político –la forma más inquisitorial de despolitización– que se ha vuelto moneda corriente en el contexto regional.
Alguien propuso, con ironía, que para las internas del Frente habría que llamar a Marie Kondo. Yo estoy tentado de proponerlo sin ironía alguna.