La semana pasada la crisis venezolana irrumpió con fuerza en el Frente Amplio, cuando las figuras más importantes de los tres sectores mayoritarios de la coalición hicieron declaraciones públicas en las que se referían al gobierno de Maduro como una dictadura. Los dichos generaron reacciones críticas por varios lados: desde la derecha fueron valoradas como un tardío reconocimiento de una situación que vienen denunciando desde hace años; desde la izquierda radical se las calificó de inoportunas y electoralistas, y desde Venezuela Maduro rechazó, atacó y habló de “dictadura del proletariado” (aunque el informe de Bachelet más bien describe una dictadura tradicional).
Esta semana el tema se mantuvo en el tapete y se le agregaron nuevos episodios: el debate en el Senado sobre el tema (que incluyó el gracioso acto fallido de Pedro Bordaberry); las nuevas sanciones económicas impuestas por Estados Unidos (que alcanzan a empresas de terceros países), recibidas críticamente por el gobierno uruguayo, y la retirada de Maduro de las negociaciones que mantenía con la oposición en Barbados a través de la mediación noruega, en respuesta a las sanciones estadounidenses.
En este marco, se propone una serie de puntualizaciones sobre el tema, para luego pasar a tomarlo como una oportunidad para reflexionar una vez más sobre cómo concebir la democracia, el mundo y sus transformaciones contemporáneas desde la izquierda uruguaya.
Las declaraciones y sus críticas. Astori fue el primero en hablar de “dictadura”, insistiendo en aspectos que desde hace tiempo critica, desde una concepción formal y procedimental de la democracia, acorde a la ideología del Frente Liber Seregni. Mujica lo secundó, coincidiendo en que el régimen de Maduro era una dictadura, aunque relativizando la cuestión, al compararlo con gobiernos despóticos asiáticos, como Arabia, Malasia y China (que, a diferencia de Venezuela, no pretenden ser considerados democracias, ni siquiera repúblicas las dos primeras). Martínez, por último, mantuvo su actitud equilibrista de la campaña, al expresar su preocupación por los derechos humanos, pero también al afirmar que lo importante es evitar el sufrimiento de los venezolanos, más que definir si es una dictadura o no (que era justamente el tema de discusión).
Ciertamente, las afirmaciones de los tres líderes pueden ser cuestionadas en alguno de estos aspectos. Sin embargo, desde derecha e izquierda, las críticas más bien apuntaron a que estas afirmaciones supondrían un giro radical en la postura del FA sobre el tema. Adicionalmente, desde ambos flancos se sugiere un cálculo electoral detrás del giro.
Sobre el supuesto giro radical, debe señalarse que la calificación del gobierno de Maduro de dictadura no supone un viraje, sino más bien un paso másen un largo proceso de ajuste de la relación con Venezuela (paso que Astori ya había dado hacía tiempo). Este comenzó con la asunción de Maduro y el segundo gobierno de Vázquez, y fue profundizándose, paralelamente al paulatino agravamiento de la crisis política venezolana.
Sobre la acusación de oportunismo electoral, por un lado, es cierto que Martínez poco había dicho del tema antes de la campaña. Pero cualquier tema que surja durante la campaña merece la opinión de los candidatos y sería irresponsable escurrir el bulto. Venezuela se ha tornado un tema de debate en todas las elecciones latinoamericanas y Uruguay no es la excepción.
Pero, por otro lado, afirmar que las declaraciones responden a un timing electoral resulta de un ombliguismo desaforado. La crisis venezolana es un problema en sí mismo, mucho más importante que las elecciones de octubre. Atribuir las declaraciones a un horizonte electoral es desconocer la responsabilidad diplomática que el gobierno y los dirigentes del Frente Amplio han asumido en relación con el tema (algo esperable de la derecha, pero más sorprendente desde la “izquierda radical frenteamplista”). El rol de Uruguay en la búsqueda de una solución pacífica, junto con México, la UE y la Onu, va más allá de los vaivenes domésticos.
La responsabilidad de encontrar una salida. La calificación del régimen de Maduro de dictadura por los líderes del FA en este momento no responde a un cálculo electoral, sino a dos elementos: datos y estrategia. Sobre lo primero, el reporte presentado por Michele Bachelet, la alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, es terminante. Sólo entre enero y mayo de 2019 hubo más de 66 opositores asesinados por el gobierno y grupos paramilitares armados por este. La derecha puede afirmar que la dictadura comienza cuando lo anuncia la Cnn. La “izquierda radical” puede querer tapar el sol con un dedo y decir que se trata de dos bandos enfrentados (ignorando que uno de estos es el que tiene el poder estatal de su lado, en una versión de izquierda de la teoría de los dos demonios). Pero en Uruguay la postura del partido de gobierno es creer en el multilateralismo de Naciones Unidas y sus propios mecanismos de investigación como la mejor herramienta disponible para establecer la veracidad de los hechos. Esa postura es, justamente, la que le ha permitido ser el actor creíble al que recurren México y la UE para participar de una salida negociada.
Por otro lado, las declaraciones parecen enmarcarse en una estrategia internacional, de la que el gobierno uruguayo forma parte, para buscar una salida a la crisis. Esta actitud, justamente, contrasta con la de Maduro, que parece conformarse con su táctica, sin estrategia, de ganar tiempo sin ningún objetivo. Tal estrategia apunta no sólo a buscar una solución pacífica para Venezuela, sino también a salvar algo de lo que fue el giro a la izquierda latinoamericano para recrear un proyecto político para la izquierda latinoamericana (preo-cupación compartida con Manuel López Obrador). Por el contrario, convertir a Venezuela en una nueva Cuba (extremo que, por otra parte, China y Rusia no parecen dispuestos a financiar) significa dejar unas ruinas de aquel giro, apenas de interés testimonial o turístico, como para unas vacaciones caribeñas con conciencia de clase.
La cuestión democrática. Especial interés tiene en todo esto la cuestión democrática. Desde la “izquierda radical” se considera que calificar a Venezuela de dictadura es una “soltada de mano” con aire de traición, que atiza la amenaza intervencionista en pleno rebrote del imperialismo. Se invierte así la lógica de izquierda de condenar el intervencionismo estadounidense en nombre de los derechos humanos o la democracia. Considerar la amenaza de una intervención pasa a ser fundamento suficiente para justificar y llamar democrático un régimen con todos los atributos de una dictadura (represión política, asesinato de opositores, irrespeto al Estado de derecho y a un poder legislativo surgido de la voluntad popular).
Ciertamente, resulta sano reflexionar sobre la necesidad de definir el margen para trascender la democracia representativa promovida por Estados Unidos, de carácter statuquoista, a través de formas de democracia sustantiva. La experiencia del impeachment torna urgente esta exploración. Se trata de un proceso que enfrentaron muchos gobernantes embarcados en un proceso de desarrollo y autonomía: desde Chávez hasta Bismark, en Alemania (experiencia de la que surgen las teorizaciones de Carl Schmitt y Max Weber), pasando por Vargas y Perón (es interesante leer los análisis que hacían Carlos Quijano y Alberto Methol Ferré, así como Hélio Jaguaribe, en Brasil). El gobierno del Frente Amplio parece ser consciente de este margen allende la democracia formal para avanzar en una democracia popular, como se desprende de los posicionamientos asumidos en la Oea sobre la crisis política en Venezuela.
Sin embargo, todo margen también tiene un límite. Hay un límite entre la exploración de otras formas de democracia y el autoritarismo; entre la democracia plebiscitaria o participativa y la mera trampa electoral; entre la defensa de un interés nacional y la construcción de un Estado fuerte, y la defensa del interés particular de sectores corporativos asociados al gobierno que parasitan al Estado en un contexto de grave crisis económica; entre la construcción de un liderazgo carismático y una especie de “yo el supremo”. Maduro parece haber ultrapasado todos esos límites. Es responsabilidad de las izquierdas latinoamericana y uruguaya ayudar al chavismo a retroceder y reencontrarse con la democracia.
La contracara de esta disyuntiva democrática es de cariz geopolítico (y reedita en cierta forma el dilema que en su momento enfrentó Fidel Castro). Asumir la responsabilidad de ayudar a Venezuela y el chavismo a reencontrarse con la democracia también es asumir la responsabilidad de construir un proyecto político propio para la izquierda latinoamericana, frente a la alternativa de lanzarla a los brazos del nuevo bloque eurasiático liderado por Rusia y China (con sus particulares concepciones democráticas), en la búsqueda de alternativas al imperialismo yanqui. Esperemos que la apuesta no sea por el despotismo asiático que citaba Mujica.