El 9 de noviembre el presidente boliviano, Evo Morales, seriamente debilitado por las protestas de la clase media en su contra, pidió a la oposición parlamentaria un acuerdo sobre la crisis política que vivía el país desde las elecciones del 20 de octubre. En respuesta, la elite política del país decidió “quitarle el oxígeno”, sin calcular lo que vendría después, ya que Morales era el líder de los campesinos del país y su partido controlaba dos tercios de la Asamblea Legislativa. ¿Cómo hacer una transición pacífica sin un pacto con él? Los opositores no se hicieron esta pregunta entonces. Y están tratando de responderla, sin mucho éxito, hasta ahora.
Mientras Morales caía, el 10 de noviembre, los manifestantes hostilizaban a los jerarcas del oficialismo con amenazas en contra de ellos y sus familias, y, a veces, con ataques a sus domicilios. Adriana Salvatierra, presidenta del Senado y, por tanto, sucesora constitucional del presidente y el vicepresidente renunciantes, apareció en la televisión y abandonó su cargo. Se supuso que lo hacía por temor a las represalias en su natal Santa Cruz de la Sierra, uno de los baluartes de la revuelta. Pero luego se supo que renunció, igual que el primer vicepresidente del Senado, por instrucción de Morales, que aplicaba una estrategia de “retirada y demolición”, a fin de subrayar que el país había pasado por un “golpe de Estado”.
En todo caso, habría sido difícil que Luis Fernando Camacho, líder del movimiento “cívico” que organizó la demanda de renuncia del presidente, aceptara que la transición fuese dirigida por Salvatierra, ya que el objetivo de este radical dirigente era una victoria sin atenuantes sobre el Movimiento al Socialismo (Mas), al que considera el soporte de una “dictadura”. Hasta hoy, los cívicos buscan la proscripción de este partido en las futuras elecciones, con el argumento de que debe ser sancionado por el fraude que supuestamente consumó el 20 de octubre.
En medio del vacío de poder que su renuncia causó, Salvatierra y otros dirigentes del Mas se reunieron con un grupo de políticos de oposición y prometieron que harían viable una salida democrática si los vencedores permitían la salida de Evo del país. En este momento, el presidente recién renunciado se hallaba en el Chapare, unos 500 quilómetros al este de La Paz, rodeado de sus leales cocaleros y, según había denunciado públicamente, era perseguido por la Policía.
El 12 de noviembre, luego de marchas y contramarchas de quienes controlaban la situación, Morales volaba a México y el Mas, pese a su promesa inicial, no asistía a la Asamblea Legislativa convocada para elegir un nuevo gobierno, dejando a esta, en consecuencia, sin quorum. En respuesta, los partidos políticos hasta entonces opositores aplicaron lo que llamaron su “plan B”. Solicitaron al Tribunal Constitucional una declaración que, basada en una resolución de 2001 de este organismo –es decir, de una fecha en la que la actual Constitución no existía–, daba su bendición a la transmisión directa del mando a la segunda vicepresidenta del Senado, la opositora Jeanine Áñez, por un principio de “continuidad jurídica”.
CONTRA “LA SEDICIÓN”. Si por algo había destacado hasta entonces Áñez, que pertenecía al ala dura del Movimiento Demócrata Social, el partido que gobierna Santa Cruz, era por su animadversión hacia Morales y su gobierno. Sumándose a Camacho, que se hallaba situado a la derecha de su partido, devolvió “la Biblia al Palacio” para su juramento. Y si bien prometió un gobierno de perfil técnico, exclusivamente abocado a pacificar el país y a convocar a elecciones en los 90 días que le concedía la Constitución para ello, repartió su gabinete entre su partido y los comités cívicos de las regiones del interior, dejando afuera al más izquierdista, el Consejo de Defensa de la Democracia, que operó contra Morales en La Paz.
Dos de sus ministros se habían hecho conocidos por relacionar a Morales con el narcotráfico y la delincuencia, y por sus teorías sobre supuestas conspiraciones cubanas y venezolanas en suelo boliviano. Uno de ellos, Arturo Murillo, titular de la cartera de Gobierno, se estrenó anunciando la “cacería” de Juan Ramón Quintana, el ex ministro de la Presidencia y hombre fuerte de Morales, y de otros ex funcionarios a los que Murillo atribuyó la responsabilidad por la violencia política que había estallado después de la renuncia del ex presidente, y que sigue sacudiendo hasta ahora mismo a Bolivia. Murillo no ha podido detener a ninguna de las personas que dijo que estaba buscando; en cambio, ha ordenado acciones combinadas de la Policía y el Ejército contra las manifestaciones “sediciosas” en contra de Áñez, con un saldo de al menos 17 muertos, decenas de heridos y centenares de detenidos.
Las fuerzas armadas patrullan con la Policía desde el 11 de noviembre por la noche, por pedido directo de Áñez, y con el respaldo de un decreto que “exime de responsabilidad penal” a los efectivos que “actúen en defensa propia”. Según Murillo, las fuerzas del orden no habrían disparado armas de fuego y las muertes habrían sido causadas por grupos armados sediciosos que hasta ahora el ministro no ha identificado con claridad. Los militares sí dicen haber encontrado y detenido a cuatro venezolanos con uniforme policial de su país y haber herido a un militante de las Farc colombianas. El fiscal general, en tanto, inició una investigación sobre la muerte de nueve personas en Sacaba, cerca de Cochabamba (véase el apartado “La masacre y los ‘infiltrados’” en A dios rogando y con el mazo dando, Brecha, 21-XI-19), y hasta ahora dice sólo haber encontrado que murieron por disparos de arma larga.
CUESTIONES DE LENGUAJE. Las protestas que sacuden el país desde el 11 de noviembre buscan la renuncia de Áñez y, algunas de ellas, el retorno de Morales al poder. Ya no son urbanas, sino campesinas y de los inmigrantes rurales, de origen aimara, que viven en El Alto, colindante con La Paz. Al mismo tiempo, las clases medias de esta y otras ciudades claman por “paz y orden” para rehacerse del mes de caos que vivió el país, y los transeúntes aplauden a los convoyes de carros de asalto que atraviesan las calles rumbo a los bloqueos.
En ese contexto, Roxana Lizárraga, la nueva ministra de Comunicación, amenazó a los “pseudoperiodistas sediciosos” con investigaciones legales. Sus declaraciones fueron rechazadas por instituciones de la prensa y desde entonces no se han repetido. La mayoría de los medios de comunicación se ha alineado con el nuevo oficialismo, tanto en sus editoriales como en la forma de seguir los sucesos. Página Siete, el principal periódico de oposición al ex presidente Morales, ha preferido hablar de “enfrentamientos” y “fuego cruzado” antes que de represión a una marcha en Sacaba, pese a que todos los muertos y heridos eran campesinos. La principal cadena de televisión del país, Unitel, que cubrió pormenorizadamente la protesta contra Evo, ahora se limita a presentar escuetos informes sobre los “enfrentamientos”. No sólo se trata de política, sino de un consenso en las clases medias urbanas sobre la necesidad de apoyar a Áñez para evitar el temido retorno de Evo al poder. Alguna institución universitaria manifestó su rechazo a la versión “simplificadora” provista por sus homólogas en el extranjero sobre un “golpe de Estado en Bolivia”, y coincidió así con la campaña internacional del gobierno en este mismo sentido.
Lo más pronto posible. En su exilio en México, el ex presidente Morales ha dado muchas entrevistas y cada una de ellas se ha difundido en Bolivia. Morales manifestó que no se arrepiente de haber tratado de reelegirse por cuarta vez, en contra de la voluntad de la mayoría del país, expresada en el referendo de 2016. En cambio, mostró su arrepentimiento por haberse ido de Bolivia, a donde quiere volver lo más pronto posible. Anunció que no intentará participar en las nuevas elecciones y que quisiera concluir su mandato, que acaba el 22 de enero del próximo año. También describió las protestas actuales como un levantamiento “contra la dictadura de Áñez” y afirmó que sólo él puede detenerlas y, también, contradictoriamente, que nadie en absoluto podría hacerlo.
Entre tanto, su partido se debate entre la lealtad al ex presidente y la necesidad de sobrevivir, en un momento en el que los radicales de la hora quieren proscribirlo, mantener a algunos de sus cabecillas encerrados en la embajada de México –en venganza por lo que una vez hizo Morales con un opositor que se asiló en la embajada del Brasil– y arrestar a los más impopulares de sus dirigentes. Simultáneamente, la actitud beligerante de su líder histórico y la acción de los movimientos campesinos, que asusta y hace sufrir de carestía a las ciudades, causa un daño constante –y todavía no cuantificado– a la influencia y la popularidad del Mas en los centros urbanos.
Al mismo tiempo y con la mediación de la Onu, la Unión Europea y la Oea, las negociaciones entre la mayoría parlamentaria de ese partido y el oficialismo continúan. Si estas negociaciones fructificasen, la Asamblea se reuniría para aprobar la renuncia de los ex mandatarios y convocar a elecciones con una ley de consenso, que no proscribiría al Mas. Si, en cambio, fracasasen, la mayoría de la Asamblea actuaría por su cuenta (quizá rechazando la dimisión de Morales) y el gobierno usaría un decreto para convocar a elecciones y conformar un nuevo tribunal electoral (casi todos los miembros del anterior tribunal están en la cárcel, acusados de fraude). Carlos Mesa, el principal candidato opositor, se manifestó públicamente en contra de la posibilidad de convocar a elecciones por decreto. En cambio, Camacho ha exigido que, de una u otra manera, la fecha de las elecciones no sobrepase el 19 de enero próximo. Tiempo insuficiente para que el ministro de Economía de Áñez, José Luis Parada, aplique su anunciada “liberalización de la economía”, por lo menos en lo que atañe a las empresas estatales con déficit, que este ministro sugirió cerrar.
La economía no es la única área en la que el gobierno está yendo más allá de lo que aconseja su naturaleza transitoria. La ministra de Exteriores, Karen Longaric, otra crítica implacable de Morales, a poco de asumir rompió relaciones diplomáticas con la Venezuela de Nicolás Maduro, reconoció como presidente de ese país a Juan Guaidó, sacó a Bolivia del Alba –grupo en el que participaba junto con los gobiernos del llamado “socialismo del siglo XXI”– y se acercó a Estados Unidos, que lidera el bloque de países que han reconocido a Áñez; en cambio, esta es “golpista” para México, Argentina (a partir del 10 de diciembre), Uruguay, Nicaragua, Cuba y Venezuela, y no ha logrado aún el visto bueno de la mayoría de los países europeos; irónicamente, sí el de Rusia, que el ex presidente Morales consideraba una estrecha aliada.