Durante la marcha contra la reforma Vivir sin Miedo se formó un jolgorio cuando saludó un señor desde un balcón de 18 de Julio. “¡Aurelio presidente!”, gritó una amiga. El señor era Aurelio González, histórico fotógrafo de El Popular, hoy cercano al Pvp. No sé si toda la gente que lo ovacionaba sabía quién era. Yo sabía de su historia y había visto sus fotos, pero nunca lo hubiera reconocido en persona, y menos en la noche, en la distancia que me separaba de su balcón. Cuando lo aplaudí, no fue por saber quién era, sino por ser un viejito dando ánimo a la marcha, desde su casa, con su bandera del Frente Amplio (FA).
No sé muy bien qué significa esa bandera del FA, que flamea en la casa de mi madre, donde viví hasta hace no tanto, y no en la mía. Cuelga también del balcón del vecino. Desde la calle, se ven en sus ventanas pegotines del otrora Encuentro Progresista. En la fiambrería del súper dos empleadas discuten de política, y una señora que espera ser atendida empieza a enumerar logros de los tres períodos de gobierno frenteamplista. Me acerqué discretamente a escuchar y a apoyar.
En las últimas semanas hubo una explosión de militancia frenteamplista. El voto a voto, yendo puerta a puerta a hablar con la gente, los grupos organizados por profesión “con Martínez”, la intensificación de la discusión política en las redes y en las calles. Gente que no vi militar, que ni siquiera va a preocuparse por la política en años, de repente, está apasionada, organizada y embanderada.
Nunca falta el amargo que se pregunta socarronamente dónde estaban esas personas hace unos meses. O el radical que se burla de la militancia inducida por el circo mediático electoral. La izquierda es especialista en rechazar a la gente que se arrima por no haberlo hecho antes. En tiempos electorales se da una paradoja: mientras para los más radicales la elección es un engañapichanga en el que no se juega nada, y que, de hecho, nos distrae de las peleas importantes, para la mayoría de la población es el momento definitorio, y para muchos, el único momento de militancia.
Se dan ahí unos extraños desfasajes. El izquierdista desmovilizado llega tarde a la campaña, asustado por el crecimiento de la derecha, y se encuentra a los militantes de siempre desmotivados, enojados, sin ganas de salir a hacer nada después de ver de cerca las mil y una decepciones de los gobiernos de izquierda. El desmovilizado (ahora movilizado), quizás más centrista, más comprador del discurso mediático, pone la bandera y se aferra a los recursos que hay en la vuelta para salir a convencer.
El FA, está claro, no es lo que era. Hay menos comités, menos militancia, menos claridad sobre lo que se quiere hacer o, cuando la hay, es una tecnocracia empresista con un vago discurso de derechos e “igualdad de oportunidades”. El relato acerca de una superioridad ética intrínseca sobre los otros partidos se hizo insostenible, el horizonte socialista fue abolido por la dirigencia, y el vínculo con los movimientos sociales está desgastado, en unos casos, y roto, en otros. Tan poco claras están las cosas que cuando Graciela Villar dijo, en uno de los pocos momentos políticos de la campaña, que la cuestión era entre pueblo y oligarquía fue, en partes iguales, atacada y ridiculizada. ¿Cómo algo que era evidente y que está en los documentos fundacionales del FA es, de repente, un tabú o una pelotudez?
Algo de la izquierda y su deseo de transformación está reprimido. Es desesperante la cantidad de veces que los izquierdistas uruguayos, de José Mujica para abajo, dicen que ya no podemos aspirar a cambiar el mundo. Me consta que Daniel Martínez fue un digno militante antidictatorial, jugándosela cuando era tan difícil. ¿Qué hay de ese militante socialista clandestino en el actual candidato?
¿Qué hay de deseo y capacidad de acción radical y transformadora en el complejo mundo que se agrupa bajo la bandera de Otorgués? ¿Por qué están dispuestos a pelear los viejos de los comités? ¿A qué llamado podrían responder quienes se fueron decepcionando? ¿Qué herramientas tienen disponibles los miles que quieren ponerse a militar y no saben dónde? ¿Qué discursos y capacidades tienen para organizarse los miles y miles que van a sufrir en caso de una victoria electoral de la derecha? ¿Qué tan posible es crear complicidades y compañerismos entre quienes, en la izquierda, se sienten frenteamplistas y quienes ya asocian ese nombre con las concesiones al capital y la represión de la Guardia Republicana?
Soy de los que opinan que el progresismo se está agotando y que es necesario crear una nueva estrategia; que el movimiento hacia el centro que se inició a principios de los noventa, y que fue el principal impulso de esta campaña, es parte del problema y no de la solución. Y también sospecho que es necesario revisar el tipo de nacionalismo uruguayo que está en el núcleo de la narración nacional-popular de la que mana el frenteamplismo.
Y, sin embargo, no puedo evitar sentirme acompañado en una ciudad donde cuelgan las tricolores, ni dejar de tener una empatía básica con aquellos que las izan. Quienes creemos que el progresismo tiene que ser superado, tendremos que lidiar con que la identidad de la gran mayoría de los cientos de miles de uruguayos con una sensibilidad de izquierda es frenteamplista. Y a quienes crean que nada bueno pueda salir de ese mundo, les conviene saber que en los comités, orgánicas y diásporas frenteamplistas hay miles y miles de militantes intachablemente izquierdistas e incondicionalmente dispuestos a poner su tiempo y su cuerpo para lo que haya que ponerlos.
América Latina hoy está atravesada por el avance violento del neoliberalismo, la derecha cristiana y las intervenciones militares, todos ellos presentes en la coalición favorita para el domingo, con la candidatura de Luis Lacalle Pou. Pero también está atravesada por una dura disputa dentro de las izquierdas, entre quienes apoyan a lo que queda de los procesos progresistas y populistas y quienes no. Algunos nos negamos a pensar que estas dos últimas posiciones sean enemigas o irreconciliables. ¿Tan claros están los bandos? ¿Tan seguros estamos de nuestras posiciones? ¿Tan poco hay de razón en lo que los otros están intentando hacer? ¿Tan inconducente es encontrarnos?
Esto no es un llamado a la unidad. Encontrar las formas de organización, las estéticas y las ideas para hacer juntos es un trabajo colectivo y de largo plazo que, quizás, recién está empezando. Y que tiene delante preguntas que todavía no han sido respondidas: ¿cuál es el rol de un gobierno de izquierda?, ¿cómo tiene que enfrentar una situación de recesión económica?, ¿cómo cambiar la vida en medio de un avance de sensibilidades mercantiles, teológicas y disciplinadoras?, ¿cómo crear formas de organización capaces de hacerle frente a lo que nos ataca? Pero esta semana, el Frente Amplio, su bandera, sus candidatos, sus militantes y su historia son nuestra mejor arma para defendernos.
La historia es conocida: Aurelio González, mientras huía de la dictadura, escondió una colección de 57 mil negativos de fotos de huelgas, manifestaciones y enfrentamientos en el hueco de un ascensor en el Palacio Lapido. A la vuelta del exilio, buscó las fotos, sin éxito, y temió que se hubieran perdido para siempre. Hasta que, un día, un adolescente encontró una misteriosa lata en la que estaba el registro de tantas luchas: gracias a ese hallazgo pudimos recordarlas mejor. Lo que parece que ya no está puede aparecer en cualquier momento.