El domingo 14, el presidente de Chile, Sebastián Piñera, publicó una columna en el diario El Mercurio con sus ideas sobre un nuevo trato para los pueblos originarios de este país, representados mayoritariamente por los mapuches. El mismo día, las fuerzas policiales reprimieron a un grupo de manifestantes de la causa indígena por el único delito de cortar el tránsito en la avenida principal de Santiago; la noche anterior, una casa de campo y un establo fueron incendiados, en uno más de los cientos de atentados que desde 1992 se han producido en la Araucanía, la región administrativa del sur donde se concentran las tierras de los mapuches; entretanto, las autoridades se disponían a alimentar por la fuerza a cuatro activistas de ese pueblo que desde hacía 50 días desafiaban, con una huelga de hambre, su procesamiento y prisión bajo acusaciones de delitos contra las personas y la propiedad.
La frase “nuevo trato” no es nueva en el lenguaje de los gobernantes chilenos: desde Patricio Aylwin hasta Michelle Bachelet y Piñera, todos los presidentes han recurrido a ella para definir un conjunto de medidas que supuestamente deberían sacar a los indígenas de la condición de ciudadanos de segunda categoría en que vive la mayor parte.
MAPUCHE SE BUSCA PARA LIMPIEZA. “Para trabajo puertas adentro, se busca asesora del hogar, de preferencia sureña.” En este aviso clasificado, que aparece con frecuencia en los diarios chilenos, hay algunos eufemismos: la asesora del hogar es la empleada doméstica, o más bien, la sirvienta, y por sureña hay que leer de origen indígena, perteneciente a la etnia mapuche, que ha cargado durante demasiado tiempo el estereotipo de “las mujeres, obedientes y buenas para el servicio; los hombres, borrachos y buenos para panaderos”.
Los mapuche son el grupo mayoritario de las nueve etnias reconocidas por los censos en Chile, y aunque los mitos nacionalistas –e indigenistas– dicen que resistieron a la dominación española más que ningún otro pueblo americano, tal vez el hecho de que habitaban en el lejano sur fue más gravitante que la bravura de los que los españoles denominaron “araucanos” para complicar y demorar las soluciones militares.
Hasta las últimas décadas del siglo XIX, el poder del Estado chileno no se asentó con fuerza en las tierras mapuches, acaso porque las elites gobernantes de Santiago estuvieron más interesadas en apoderarse de los territorios mineros bolivianos y peruanos del norte. Cuando en 1883 se logró este objetivo, al terminar la Guerra del Pacífico, la “mano de obra desocupada” militar fue empleada en penetrar a sangre y fuego en la Araucanía y lo que no se obtuvo por la fuerza se ganó por el engaño o la degradación de los mapuches mediante el alcohol. Las tierras que, según uno de los generales expedicionarios, se conquistaron “con mucho mosto y mucha música”, fueron distribuidas entre colonos extranjeros y grandes latifundistas nacionales, sin que siquiera tuvieran una participación significativa en las adjudicaciones los campesinos pobres criollos. En cuanto a los indígenas, se los recluyó en unas tierras comunales cuya superficie total apenas llegaba al 6 por ciento de lo que poseían originalmente.
A partir de esa época, su identidad y sus pautas culturales se fueron disolviendo, para la visión oficial, en las masas de la pobreza rural, en tanto que el mapuche idealizado adquiría más presencia en los textos escolares y las leyendas patrióticas.
CAUPOLICÁN EL MOHICANO. El símbolo más evidente de esa imagen ideal y manipulada del mapuche se encuentra en el Cerro Santa Lucía, un parque del centro de la capital que antes de la colonia fue un sitio sagrado indígena. Con tocado de plumas y arco en mano, la estatua pretende ser Caupolicán, un caudillo de la resistencia a los españoles, pero no se parece en nada a la imagen de los guerreros del sur que describen las crónicas. No se parece en nada porque en realidad es “El último de los mohicanos”, y fue hecha por el escultor Nicanor Plaza en 1869, en París, para un concurso organizado por Estados Unidos con el fin de homenajear a la novela de James Fenimore Cooper. “El último de los mohicanos” de Plaza no ganó el concurso y emigró a Santiago, para adoptar la identidad de Caupolicán.
Los verdaderos mapuches sólo comenzaron a recibir un interés genuino de las autoridades durante los procesos de reforma agraria de los gobiernos de Salvador Allende y su antecesor, el demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva. Entre 1962 y 1973 se les entregaron 152 mil hectáreas y bajo el gobierno de Allende fueron participantes activos en la elaboración de instituciones y leyes para mejorar su situación. Pero, como lo afirma la investigadora estadounidense Patricia Richards, que ha estudiado la relación entre las elites gobernantes chilenas y los pueblos indígenas, ni siquiera el gobierno allendista avanzó significativamente.
Una foto de los tiempos de la dictadura muestra a Augusto Pinochet vestido de jefe mapuche. El mismo hombre que ordenó la persecución, la tortura y el exilio de miles de ellos, tuvo el apoyo de algunas comunidades y los definió como “componentes esenciales de la formación de nuestra nacionalidad”. La Araucanía fue la única región donde Pinochet ganó el plebiscito de 1988, y en la comuna de Ercilla, centro de los problemas actuales, siempre ha ganado la derecha.
Cualquiera que fuese la división ideológica de los mapuches, no evitó que Pinochet y sus socios civiles abrieran la Araucanía a la penetración de las forestales, propietarias actualmente de tres veces más tierras que las comunidades indígenas. La empresa Arauco, que se ha convertido en uno de los principales latifundistas forestales de Uruguay, tiene su centro de operaciones allí y posee aproximadamente un millón de hectáreas, extendidas por casi todo lo que fue el territorio mapuche.
Pese a que la región concentra los recursos de la industria exportadora de madera y celulosa, permanentemente muestra índices de pobreza que duplican los nacionales. También registra las tasas más altas de mortalidad y analfabetismo.
Patricio Aylwin, el primer presidente de la recuperación democrática, impulsó la creación de leyes e instituciones para favorecer a los pueblos originarios, como la Corporación Nacional del Indígena. Pero dos décadas después de la primera ley indígena, la CEPAL sostiene que las propuestas de reconocimiento constitucional de la identidad de los pueblos originarios no son el fruto de una real participación de éstos; que no se ve una genuina voluntad política de implementar el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo sobre sus derechos y que en la práctica las tierras indígenas “continúan estando desprotegidas, amenazadas por los intereses del mercado, presionadas por la acción de los privados y del propio Estado”. Por otra parte, ninguna medida ni política oficial se ha referido a lo que sugieren las organizaciones y observadores internacionales y reclaman los activistas mapuches: una forma de autonomía territorial.
Las movilizaciones por tierras se generalizaron en 1992 y aparecieron grupos de activistas como la Coordinadora Arauco-Malleco, compuesta por jóvenes a los que la democracia había abierto nuevas oportunidades de educación universitaria, especialmente en la Universidad de La Frontera, de Temuco, la capital de la Araucanía.
En el campo, las protestas tomaron la forma de ocupaciones pacíficas de terrenos agrícolas y forestales. Hay sospechas de que los mismos propietarios de las tierras pudieron haber incitado a algunas comunidades a ocuparlas, porque la solución de mercado sólo tuvo un gran impacto en el aumento del precio de la hectárea, que subió alrededor de 800 por ciento en diez años. Fue durante el mandato de Ricardo Lagos, el primer presidente socialista desde Allende, que los activistas mapuches comenzaron a ser procesados por la ley antiterrorista heredada de la dictadura.
“GUERRILLA RURAL”. La falta de soluciones eficaces causó la escalada de los conflictos, con muertos y heridos en escaramuzas a campo abierto, al punto de que a mediados de este año el principal fiscal de la Araucanía habló de la existencia de una guerrilla rural. El gobierno criticó esa declaración e insistió en la línea oficial de que quienes realizan los atentados son una minoría de “delincuentes y violentistas”. Lo cierto es que las autoridades también han fracasado en identificar claramente a esa supuesta minoría, porque como lo expresan algunas fuentes de inteligencia, la policía no toma en cuenta las complejidades culturales del problema e incluso casi todos los agentes que operan en el campo son llevados de Santiago u otras regiones sin presencia indígena.
Difícil que algo cambie a corto plazo en la relación del Estado con los mapuches en un país cuyo sistema político ni siquiera permite que los ciudadanos elijan a las autoridades regionales y donde quien no iza la bandera nacional en las fechas patrias se arriesga a ser multado por la Policía.
“Falta de fundamentación”
La Corte Suprema de Chile anuló el miércoles de manera parcial los juicios por los que habían sido condenados dos jóvenes mapuches en huelga de hambre, Paulino Levipán, de 19 años, y Daniel Levinao, de 18. Ambos habían sido condenados a diez años de prisión por intento de homicidio de un oficial de Carabineros, en aplicación de la ley antiterrorista que data de la dictadura, y a casi tres más por porte ilegal de armas de fuego. Las condenas motivaron la huelga de hambre, que ambos llevan a cabo desde hace dos meses junto a los hermanos Rodrigo y Eric Montoya, también acusados de intento de homicidio de un carabinero. Los cuatro pertenecen a la misma comunidad mapuche, enfrentada a empresas forestales y a propietarios agrícolas en la disputa por tierras. Por unanimidad, la Corte anuló el juicio contra Levinao por “falta evidente de fundamentación” y revisó la condena contra Levipán, rebajándola de intento de homicidio a “lesiones”, pero mantuvo las penas por porte de armas. Levipán podría salir en libertad condicional. El presidente Sebastián Piñera se había declarado “en un todo de acuerdo” con la condena previa contra los dos comuneros mapuches. “¿Vamos a permitir que ese intento de homicidio quede impune?”, había dicho el mes pasado. La Corte encontró que no había base alguna para sostener la acusación y que en el proceso los militares acusadores se habían contradicho en varias ocasiones.