Una casa es una cosa muy simple. Pero también es una mercancía, lo que significa que está llena de “sutilezas metafísicas y finezas teológicas”, al decir de Marx. Yo me crié en una casa de un barrio obrero seguro y respetable, en la Gran Bretaña posterior a 1945. La casa era un valor de uso, impasible en su ordinariez. Se trataba de un espacio seguro –aunque bastante represivo– en donde comer, dormir, socializar, leer cuentos, hacer la tarea o escuchar la radio; un lugar donde la familia, con todas sus complejidades y tensiones internas, podía habitar y relacionarse sin demasiada interferencia externa. Los vínculos con los vecinos eran cordiales y de apoyo, aunque no íntimos. Esa era la ciudad del valor de uso.
Recuerdo, sin embargo, el día en que se terminó de pagar la hipoteca. Hubo una pequeña celebración. La casa, me di cuenta entonces, tenía un valor de cambio que podía pasarse a las generaciones futuras (a mí, por ejemplo). Pero eso nunca era tema de conversación.
No muy lejos de mi casa había unos complejos de vivienda social. En mi opinión, no se veían mal, pero cuando salí con una muchacha de ahí mi madre estuvo rotundamente en contra: los que vivían en esas casas eran unos irresponsables en los que no se podía confiar, dijo. Sin embargo, ellos también parecían haberse asegurado una vivienda en un entorno que, aunque algo soso, no era demasiado malo. Escuchábamos los mismos programas de radio y en la calle los niños jugaban los mismos juegos.
Pero en tiempo de elecciones ellos apoyaban al laborismo; en mi barrio había unos pocos carteles, algunos laboristas, pero también algunos conservadores. La propiedad de una vivienda, promovida entre la clase obrera británica desde la década de 1890, siempre había sido un instrumento de control social y una defensa contra el bolchevismo. En Estados Unidos dicen: “Los propietarios endeudados no hacen paro”.
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En la década de 1980 el énfasis cambió. Margaret Thatcher vendió las viviendas sociales y la gente empezó a preocuparse de forma más apasionada por el valor de cambio de sus casas. Las sociedades constructoras que promovían el ser propietario de una vivienda dejaron de ser instituciones locales de clase obrera y comenzaron a parecerse más a bancos. En 1981, cerca de un tercio de las casas de Gran Bretaña eran del sector público. Para 2016, ese número había caído a menos del 7 por ciento. En un mundo neoliberal ideal no debería haber viviendas sociales. Como señala Colin Crouch, “los inquilinos de viviendas sociales son el residuo no deseado de un pasado preneoliberal”.
Estábamos listos para ser una democracia de propietarios. Se vendían y compraban casas simplemente para alquilar o para arreglar. Alguna gente podía mudarse ahora a un barrio de mayor estatus. El énfasis estaba en mejorar la casa en tanto valor de cambio, forma de ahorro y ubicación desde la que acrecentar la riqueza personal. La riqueza individual en términos de propiedades inmuebles se volvió un tema común de conversación. A la “gentuza” (como la gente de color o los inmigrantes) se la mantenía al margen para proteger el valor de las propiedades de la zona. La segregación se hizo más estricta y florecieron los barrios privados. Se cerraron espacios y se terminó con el patrimonio urbano común.
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Para finales de siglo, el énfasis cambió de nuevo. La casa pasó a ser vista como un instrumento de acumulación de capital y ganancia especulativa. Se convirtió en un cajero automático del que la gente podía extraer dinero al refinanciar sus hipotecas. El crédito y la liquidez inundaron los mercados inmobiliarios y arrastraron los precios de aquí para allá.
Pero detrás de este cambio emergió un poder mucho más monstruoso. El foco no estaba ahora en la casa, sino en el terreno en el que esta se encontraba. La diferencia entre el valor actual de un terreno y el valor que podría adquirir bajo su “mayor y mejor uso” cautivó a los inversores. Para capitalizar esa ganancia especulativa, o bien los usos existentes de ese terreno tenían que ser desplazados y sus ocupantes desalojados, o bien quienes allí residían tenían que pagar alquileres más altos por el privilegio de permanecer en el lugar.
Ejemplos dramáticos de este fenómeno pueden ser encontrados en todas las grandes regiones metropolitanas del mundo. Tomemos el caso de China. El precio de la tierra se quintuplicó entre 2004 y 2015. Antes de 2008, el valor de los terrenos representaba un promedio del 37 por ciento del precio de la vivienda en Beijing. Después de 2010, ese porcentaje aumentó hasta el 60 por ciento. En todas partes, la población de bajos ingresos resultó agobiada por el aumento vertiginoso de los alquileres, cuando no expulsada. “Millones han sido excluidos de los mercados inmobiliarios en las ciudades en las que viven, y esta situación sólo va a empeorar”, escribió Dinny McMahon en su libro China’s Great Wall of Debt.
Marx no se habría sorprendido. “La miseria es para los alquileres una fuente más lucrativa de lo que jamás lo fueron para España las minas de Potosí”, dijo alguna vez. La propiedad de la tierra otorga un “poder descomunal”, señaló, que permite “expulsar a los obreros, en lucha por su salario, de la mismísima tierra que habitan”. “Es la renta del suelo y no el edificio lo que constituye el objeto básico de la especulación”, observó.
En muchos barrios, las poblaciones de bajos ingresos han sido desalojadas para hacer lugar a oportunidades de inversión de alto nivel, a condominios caros y a adaptaciones a nuevos usos, como Airbnb. Ya no es el mero valor de cambio lo que impulsa las inversiones en el mercado inmobiliario, sino la búsqueda de la acumulación de capital mediante la manipulación de este mercado. El rápido aumento de los precios de los bienes inmuebles parece beneficiar a los propietarios de viviendas, pero los principales beneficiarios son, de hecho, los bancos, las instituciones de crédito y los grandes conglomerados y fondos de cobertura que se han unido al juego especulativo.
Esto se hizo evidente cuando llegó la crisis inmobiliaria. Los bancos fueron rescatados y los propietarios de viviendas fueron dados como alimento a los tiburones de la bolsa. En Estados Unidos, millones de personas perdieron sus casas por ejecución hipotecaria entre 2007 y 2010, mientras que en el sector de los alquileres el ritmo de desalojo de la población de bajos ingresos se aceleró, con consecuencias sociales devastadoras. Los fondos de cobertura y las empresas de capital de inversión compraron las viviendas embargadas a precios de liquidación y ahora están haciendo fortunas. En lo que quedaba del sector público, la austeridad condujo a la falta de mantenimiento y al deterioro del stock de viviendas hasta el punto que, según se nos dijo, sólo la privatización mejoraría las cosas. Los privatizadores resultaron ser especialistas en desalojos, por lo que se aceleró la conversión de viviendas asequibles para poblaciones de bajos ingresos en lucrativas “soluciones inmobiliarias” de mercado.
Esta es la ciudad de la ganancia especulativa: habitar una vivienda se ha vuelto inestable y efímero, las solidaridades sociales y los lugares compartidos en el barrio se desintegran, y las empresas inmobiliarias presentan sus barrios de lujo, a menudo cerrados, como poseedores de cualidades que harían nuestra vida superior. Esto se ha convertido incluso en una profesión a tiempo completo: “imaginería urbana”, lo llaman. La realidad es que el tejido social se deshilacha, con resultados aterradores. Glyn Robbins dice de la ola de crímenes que está arrasando Londres: “Las políticas urbanas neoliberales y orientadas al lucro han producido ciudades en las que muchos jóvenes sienten que literalmente no tienen cabida. Les resulta casi imposible encontrar un hogar que puedan pagar en las comunidades donde nacieron, lo que frustra su capacidad de desarrollar una vida independiente. Sus vínculos, su sentido de pertenencia y el respeto del mundo adulto se han visto afectados hasta el límite. Nada podría estar más perfectamente calculado para crear una situación en la que los jóvenes no se preocupen ni por la vida de los demás ni por la suya propia”. Este es un mundo diferente a aquel en que yo crecí. Pero la casa sigue siendo una casa.
Dentro de la forma mercancía siempre hubo una coexistencia difícil de diferentes formas de valor. Su coevolución, en la historia reciente de los mercados inmobiliarios, ha culminado en el presente impasse, en el que las reglas de valorización especulativa son tales que más de la mitad de la población del planeta Tierra no puede encontrar un lugar decente para vivir debido al poder hegemónico del capital sobre los mercados de la tierra y de la vivienda. No tiene por qué ser así. Hace poco, mientras limpiaba mi despacho, me encontré con un folleto publicado en 1978 por el Consejo Metropolitano de la Vivienda de Nueva York. El título era “Housing in the Public Domain: The Only Solution” (La vivienda de dominio público: la única solución). En 1978, el Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano de Estados Unidos (Hud, por sus siglas en inglés) tenía un presupuesto de 83.000 millones de dólares para ayudar a buscar esa solución. Cooperativas de capital limitado e incluso fideicomisos de tierras comunitarias surgían en la mayoría de las grandes ciudades para ofrecer soluciones por fuera del mercado. Pero para 1983 el presupuesto del Hud había sido reducido a 18.000 millones de dólares, sólo para ser abolido en la siguiente década, durante la presidencia de Bill Clinton. Cuarenta años después, me encuentro a mí mismo reflexionando sobre las desastrosas consecuencias mundiales de no perseguir de forma resuelta la solución obvia: la vivienda de dominio público. El valor de uso debe ser lo primero.
(Tomado de Tribune con autorización. Publicado originalmente en inglés como “A Tale of Three Cities”. Traducción de Brecha.)
* Profesor de Antropología y Geografía en el Centro de Estudios de Posgrado de la Universidad de Nueva York. Autor de una multitud de trabajos con los que ha contribuido de manera destacada al desarrollo de la geografía moderna y en los que ha defendido la idea del “derecho a la ciudad”. Su libro más reciente es Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo (Traficantes de Sueños, Madrid, 2014).