Un mapa difícil de desplegar. Las narrativas de las artes visuales articulan discursos arborescentes cuya importancia radica, tal vez, en esa misma imposibilidad de nombrar y de decirlo todo. Dejan abiertas las alusiones a la esperanza, la posibilidad de entrever la verdad y de denunciar el oprobio.
Un hombre solo, iluminado por un proyector a sus espaldas, camina lentamente hasta detenerse ante la imagen del rostro de su padre, que ha sido asesinado hace ya más de 40 años. El hombre solitario viste una camisa verde y lleva una gorra ceñida a su cabeza con un diseño de círculos concéntricos. Casi no guarda recuerdos de su padre, muerto cuando él tenía 5 años. Se detiene como estacado a un palmo de la imagen inmensa de la cara del padre.
Entonces, el hombre, que ya ha superado en edad a su progenitor al momento de morir, delante de la imagen del rostro paterno, deja deslizar una maza en su mano derecha, silenciosamente, y comienza a martillar, primero, con lentitud, luego con ímpetu sobre esa proyección luminosa. La pared comienza a agujerearse, el muro se resquebraja, se sacude y se cae a pedazos, y el hombre golpea y golpea y golpea la impávida efigie, que pareciera descascararse pero no ceder.
La escena es registrada por dos cámaras, una colocada a espaldas del hombre, del artista, y otra al frente, detrás de esa pared vapuleada, de tal modo que, a medida que se agujerea con los embates del martillo, la imagen proyectada atraviesa el muro, que se derrumba y se vuelve a estampar en una fina tela. Así, por medio de dos videos simultáneos, vemos un hombre hermanado con su sombra: ambos golpean la imagen paterna, fundidos en un gesto brutal y angustioso.
Retro 0 es la pieza central de una trilogía de performances y videoinstalaciones que Federico Arnaud (Salto, 1970) concibió desde su peripecia personal, la muerte no esclarecida del padre, el posterior exilio en Francia –que interpela en otra performance– y luego “la reconstrucción de los hechos imposibles”, una tercera acción performática registrada en video, mediante la cual el artista hace una caminata de varios quilómetros a oscuras por el borde del río Uruguay. En esta última obra, el hijo reconstruye, semidesnudo, parte del supuesto camino que habría hecho el padre hasta el lugar en donde apareció muerto, para demostrar, precisamente, la imposibilidad de tal trayecto a pie y desechar de plano la hipótesis del suicidio que se barajó –que las autoridades policiales insinuaron– y que lo acechó como un fantasma en su infancia.
La trilogía Retro es un viaje a la oscuridad del pasado y un doloroso exorcismo ante la ausencia paterna, un alegato descarnado que denuncia y asume simbólicamente, en cuerpo propio, las brutalidades perpetradas por el terrorismo de Estado. Las tres videoinstalaciones iban a ser presentadas por primera vez juntas en una exposición en el Subte para acompañar la vigesimoquinta Marcha del Silencio. Pero la pandemia cerró las puertas del Subte, y ahora, por el momento, guardan un silencio obligatorio.1
EL TEMA YA ERA. La trilogía de Federico también nos ilustra sobre las ambigüedades y repliegues discursivos de las artes visuales, que estallan en un haz de significados turbulentos. Rehúyen con facilidad las categorías, los géneros; resultan hasta difíciles de contar. Esa característica evanescente y multiplicadora puede ser vista como un problema, porque puede tender al hermetismo, o evidenciar su mayor virtud, una polisemia redentora.
Hace unos años, en el Encuentro Regional de Arte (Era) que reunió a prestigiosos teóricos de América y artistas para exponer y para debatir sobre las “fricciones y ficciones” fronterizas del arte y de la política, interrogué a tres referentes acerca de por qué ningún artista o teórico había abordado la problemática de Upm y el conflicto de la frontera uruguayo-argentina, en aquel momento en su punto más candente, dado que ese parecía ser el tema por antonomasia del Encuentro. La respuesta de los tres fue lapidaria. Cuauhtémoc Medina respondió: “Por un lado, de hecho tienes la expectativa de que los artistas se subordinen a una agenda exterior. Y por otro lado, quieres medir la significación de las obras en relación con la posibilidad de hablar en un lenguaje diferente del lenguaje del censor”. Ticio Escobar: “Son problemas feroces, pero ¿en qué medida el arte tiene que ilustrar temáticamente una cuestión? […] Reitero, creo que en ningún caso el tema en el arte es decisivo”. Finalmente, Nelly Richard dijo: “Si apenas logramos ponernos de acuerdo en cómo abordar lo que se hace dentro del arte o en sus márgenes, ya pensar en lo que no se hace y por qué no se hace sería procurar establecer hipótesis irrelevantes”.2
Tenían razón. Si no hay una clara equivalencia en el terreno de las operaciones discursivas ciudadanas y el terreno de las intervenciones artísticas, la definición de lo que implica en artes visuales la temática de los desaparecidos está también nimbada con un halo de sugerencias e imprecisiones. Por ello, antes de hablar de los artistas que tratan la cuestión de las desapariciones forzadas por el aparato estatal, habría que observar el universo simbólico que envuelve el tema.
Casi toda la obra de Pablo Conde (Montevideo, 1960), por ejemplo, con su reconstrucción de baldosas y veredas montevideanas remite a un tiempo opresivo y gris, a un sustrato físico que es a la vez mental y que alude por contigüidad a la dictadura y sus durezas monótonas y terribles, más allá que el artista haya tratado más directamente la cuestión en una muestra recordada.3 También, la entera producción de Mario Sagradini (Montevideo, 1946) –uno de los autores del Memorial de los Detenidos Desaparecidos en el Cerro–4 y buena parte de la obra de Mario D’Angelo (Montevideo, 1937-2007) y de Ricardo Lanzarini (Montevideo, 1963) pueden leerse en clave política y denunciante de la opresión estatal. En todo caso, no se comprenderían sin la persistencia de ese pasado ominoso.
Tres mujeres en tres momentos históricos distintos utilizan los símbolos patrios –escudos y banderas– para aludir a las violencias impuestas por el Estado, y lo han hecho desde un muy diferenciado uso en cuanto a formatos y estéticas, pero con un parejo rigor expresivo. Teresa Vila (Montevideo, 1931-2009), a lápiz, con Las veredas de la Patria Chica (1971), Raquel Bessio (Montevideo, 1946) con la instalación La Tierra prometida (2009), que fue parte del envío uruguayo de la 53º Bienal de Venecia 2009, y Anaclara Talento (Montevideo, 1988) con su proyecto Ensayo de historia patria (2009-2015), en especial, el impactante video Por la boca muere: el registro en primer plano de una boca sangrante que contiene y regurgita una bandera uruguaya mientras se leen fragmentos de textos oficiales de historia. Tres mujeres de tres generaciones representan tres momentos distintos de vivir y resignificar el trauma del terrorismo de Estado y su herencia maldita.
LA DIÁSPORA DEL DOLOR. En 2006 llegó a Montevideo la muestra Los desaparecidos, que provenía de Estados Unidos con una nómina de artistas latinoamericanos entre los que se destacan, por el interés de sus propuestas, Óscar Muñoz (Popayán, Colombia, 1951), Cildo Meireles (Rio de Janeiro, 1948) y Sara Maneiro (Caracas, 1965). La muestra marcó época, y junto con las realizadas por Alfredo Torres en el Subte Municipal –ya citada– y en el Instituto Goethe5 dejaron una honda huella en el recuerdo de quienes las vieron. La propuesta curatorial de Disappeared era iniciativa de Laurel Reuter y su equipo del North Dakota Museom of Art: la procedencia sesgó la selección de los artistas como instrumento pedagógico. No en el sentido de desconocer la incidencia que ha tenido Estados Unidos en el terrorismo de Estado en los países latinoamericanos. No, al contrario, las referencias al plan Cóndor y al papel de la Cia respecto a las muertes, desapariciones y torturas fue subrayada en la muestra y en el catálogo, lo que resultó un consuelo, ya que la exposición viajó por Nueva York, Santa Fe, Washington, Laramie, Mineápolis, Santiago de Chile, Lima y Bogotá (ya había estado en Buenos Aires). Pero se servía de artistas que estaban insertos en el mainstream del circuito internacional en desmedro de los artistas locales, cuya obra es menos publicitada. La mirada desde el norte seguía siendo desde el norte, especialmente para el caso uruguayo, donde se presentaron las obras de tres artistas radicados en ese país: Luis Camnitzer (Lübeck, Alemania, 1937), Antonio Frasconi (Buenos Aires, 1919-Nueva York, 2013) y Ana Tiscornia (Montevideo, 1951). No se tomaron en cuenta obras como las de Ernesto Vila, Juan Ángel Urruzola y Mario D’Angelo, por citar algunos artistas que trabajaron el tema en nuestro país, aunque sospecho que este razonamiento podría extenderse al resto de los países citados. Por ejemplo, en Argentina sería “cantada” la participación de León Ferrari (Buenos Aires, 1920-2013) y Juan Carlos Romero (Buenos Aires, 1930-2017), aún muy activos por esa época. Pero toda selección implica sus riesgos, y el conjunto exhibía una contundencia que, aun atendiendo a sus faltas, resultó acertada y muy impactante en los resultados: “Cuando se inauguró Identidad (una de las obras realizada por un colectivo de artistas argentinos que exhibía rostros de los desaparecidos alternados con espejos) en el Centro Cultural Recoleta en Buenos Aires, tres individuos descubrieron sus identidades anteriores. Al ver su propio reflejo al lado de las borrosas fotografías de los padres o bien se reconocieron a sí mismos o a alguien que conocían en las caras de los ausentes…”.6
Además, para el caso uruguayo, la exposición daba cuenta de esa realidad del exilio que, a resultas de motivos políticos o económicos, conlleva a una producción desde el exterior comprometida con la realidad política del país de origen y sus causas sociales. Frasconi publicó su carpeta de grabado Los desaparecidos en la que venía trabajando desde 1981, valiosa acusación de excelencia formal en el grabado sólo cotejable en calidad con los grabados realizados por Camnitzer en esa muestra (1983) y por Anhelo Hernández (Montevideo, 1922-2010). Estos dos últimos artistas trabajaron sobre la tortura; Hernández, desde el exilio mexicano en 1980. Por otra parte, Ana Tiscornia, con su delicuescente serie de Retratos (1998) sobre los desaparecidos, venía a resignificar una producción que había surgido y se había mostrado primero en Uruguay, en el Cabildo de Montevideo. Los vínculos en la producción de Ana Tiscornia con sus pares en Uruguay siguen muy presentes dadas sus fuertes raíces en el Club de Grabado de Montevideo, histórico bastión del pensamiento creativo comprometido con los derechos humanos, de donde emergió una artista como Nelbia Romero (Durazno, 1938-Montevideo, 2015 ), cuya primera instalación (y una de las primeras de Uruguay) en la Galería del Notariado, llamada Sal-si-puedes, aludía no sólo al genocidio charrúa, sino que habilitaba otras lecturas: “Salsipuedes surge de la necesidad de un lenguaje, como no se podían decir ciertas cosas, tomé un tema histórico. Me proponía vincular un genocidio étnico con el de ese momento…”.7 Tanto Nelbia como Lacy Duarte (Mataojo, Salto, 1937-Montevideo, 2015) provenían del interior del país, y su obra tomaba referencias simbólicas de dichos contextos: el brete, las trampas, las traperas, las venceduras aluden a las infamias a las que son sometidos los seres humanos. Es interesante señalar estos ejemplos, que tienden a romper cierto centralismo montevideano en el tratamiento de los motivos políticos y de derechos humanos. Lacy Duarte produjo arte durante la dictadura en San Carlos, como Tomás Cacheiro (Treinta y Tres, 1921-2002) desde Paso Averías y Horacio Faedo (Riachuelo, 1928-2016) desde Colonia, entre tantos artistas “insiliados” (el último también estuvo preso por la dictadura entre 1972 y 1981). Por esta característica insular, quiero destacar el trabajo actual del artista popular José Castro (Bueu, España, 1939), afincado en Carmelo, donde construyó su propio museo y cuyas asombrosas tallas y relieves en madera tienen, en el terrorismo de Estado, uno de sus núcleos de interés.
LA LIBERTAD DEL PRESIDIO. Hay una generación de artistas que padeció la tortura y la cárcel –el exilio, en algún caso–, y no dejó de tratar con su creación irreverente e insumisa, incluso en el encierro, el tema de los desaparecidos. Es imposible no mencionar a Clemente Padín (Lascano, Rocha, 1939), poeta, performer, diseñador gráfico y teórico cuya contribución al arte correo, a la poesía concreta y a la performance en torno al tema de la tortura y a los desaparecidos lo transforman en un referente indiscutido a nivel mundial. La donación reciente de su archivo a la Universidad de la República posibilitará una continuidad en el estudio de esta temática, que le ha comprometido en toda su larga carrera y que postula un llamamiento a la memoria permanente y de cuyos medios –en especial en las performances– no se puede pasar indiferente. El caso de Ernesto Vila (Montevideo, 1933) encuentra un vuelo poético en sus obras, construidas con elementos mínimos, sutiles basuritas de la calle, recortes de papel, botellas, una estética de lo entrevisto, de lo recordado, de lo evanescente. Muy presente tenemos la obra Veo-veo (2003) en la que sitúa unos recortes fotográficos de la prensa de Zelmar Michelini, del Toba Gutiérrez Ruiz y Maneco Flores Mora, detrás de botellas con agua para provocar, con este simple dispositivo, una anamorfosis de las imágenes, un estiramiento que las desdibuja y las desaparece para volver a recrearlas con el solo movimiento del observador, partícipe de la obra. La sutileza de esta pieza es comparable con la de Nuño Pucurull (San José, 1945-Montevideo, 2014), que, con un leve collage de sobrecitos de té usados, supo propiciar una reflexión sobre la fragilidad y la ausencia (Sin cuenta, 2004). Por último, pero no menos importante, de estos artistas que padecieron la prisión debido a su militancia social y política, cabe señalar la labor de Elbio Ferrario (Montevideo, 1952). Si bien en su obra gráfica aborda, más que nada, los tópicos de la libertad desde la ilustración infantil, a través de la dirección del Centro Cultural Museo de la Memoria (Mume) ha dado cabida a una enorme cantidad de manifestaciones artísticas y culturales en pos de la promoción de los derechos humanos, la memoria de la lucha por la libertad, la democracia y la justicia social.8
IMAGEN Y MEMORIA. La fotografía marca un punto alto en la construcción de narrativas visuales en torno al tema de los desaparecidos. La huella fenomenológica de la persona fotografiada es, en su evidencia irrefutable, una forma de recuperación necesaria para no dejar que las cubra el manto del olvido o la indiferencia, siempre acechante en una sociedad como la uruguaya, demasiado signada por la inercia de la impunidad y el ocultamiento de los culpables de los crímenes de lesa humanidad.
Uno de los fotógrafos que ha trabajado con coherencia y gran profesionalismo es Juan Ángel Urruzola (Montevideo, 1953), quien también fue detenido y sufrió la cárcel, la tortura y el exilio. Su obra conforma un implacable proceso de denuncia de los crímenes cometidos por la dictadura cívico-militar, mientras busca reparar el sentido de la pérdida a través del estudio del paisaje y de la memoria. Obras como Miradas ausentes (exhibida en Porto Alegre, en 2003, y en Montevideo, en 2009), el video A todas ellas. Amalia González, Sara Méndez y Luisa Cuesta pidiendo verdad (2003), De eso no se habla (2004), El general y ellos (2006) se han constituido, con justo mérito, en íconos de la militancia por la memoria, sin renunciar a las calidades artísticas sino debido a ellas.
En esa misma línea se incorpora un buen número de exposiciones del Centro de Fotografía de Montevideo, como la del argentino Gustavo Germano (Chajarí, 1964) Ausencias, de movilizador resultado, en donde se exhiben fotografías “caseras” de grupos de personas (familiares, amigos), en paralelo a otras imágenes actuales de esos mismos grupos, en la misma locación y en las mismas posturas corporales de la toma histórica, pero que no cuentan con la presencia de quienes han sido desaparecidos por el aparato represivo.9
Siguiendo una línea de vínculo entre los retratos fotográficos de los desaparecidos, pero ampliando los soportes y las plataformas digitales de difusión, surge la iniciativa Imágenes del Silencio, que invita a referentes sociales, culturales, científicos, televisivos, deportivos, a tomarse una fotografía con retratos de los desaparecidos. El proyecto es impulsado por un equipo de fotógrafos del Espacio Aquelarre: Annabella Balduvino, Elena Boffetta, Ricardo Gómez, Federico Panizza y Pablo Porciúncula. Los referentes de las más diversas disciplinas son invitados a abrazar el retrato en un gesto que puede ser de aprehensión, de dolor, de cariño, de recuperación. La propuesta tiene una hondura conceptual que supera lo emotivo y nos lleva a reflexionar sobre las múltiples maneras en que cada ser humano se relaciona con su pasado y con el pasado colectivo, con un trauma social cuyas implicancias nos interpelan. Las imágenes nunca son neutras. Las historias que cuentan pueden parecer truncas, pero ellas persisten por la luz que les dio vida y por la memoria que las rescata de la oscuridad todas las veces que sea necesario.
1. Federico Arnaud: Retro, junio de 2009, performance e instalación en la Alliance Française. Retro 0, marzo de 2011, instalación de video, dos proyecciones simultáneas en el Eac. Retro 1, abril de 2015, instalación de video, dos proyecciones simultáneas y documentación, en la exposición colectiva Poéticas del silencio (20 años de marchas), en el Centro de Exposiciones Subte.
2. “El arte como dispositivo de frontera” en Memorias del Encuentro Regional de Arte, volumen 4, Montevideo, Museo Blanes, 2007, páginas 100-101.
3. El ejercicio de la memoria, Centro de Exposiciones Subte, con la curaduría de Alfredo Torres y la participación de Cristina Casabó, Pablo Conde, Lacy Duarte, Ignacio Iturria, Cecilia Mattos, Nelson Ramos, Pablo Uribe y Ernesto Vila. Montevideo, junio-julio de 2001.
4. Parque Vaz Ferreira, Cerro de Montevideo, 1998. Autores: Ruben Otero, Martha Kohen, Pablo Frontini, Diego López de Haro, Mario Sagradini y Rafael Dodera.
5. Palabras silenciosas. A 30 años del golpe de Estado. Participaron: Enrique Aguerre, Raquel Bessio, Pablo Conde, Mario D’Angelo, Lacy Duarte, Clemente Padín, Lucía Pittaluga, Pablo Uribe, Juan Ángel Urruzola y Ernesto Vila. Instituto Goethe, Montevideo, 2003.
6. Catálogo The Disappeared, de Laurel Reuter, North Dakota Museum of Art-Charta, páginas 42-43.
7. Nelbia Romero en el catálogo del Premio Figari 2005, cuya exposición y textos contó con la curaduría de Olga Larnaudie. Espacio Figari, Montevideo, 2005, página 18.
8. Mume, Avenida de las Instrucciones 1057, Montevideo. Para un completo panorama de lo realizado por este centro vale la pena repasar los informes y memorias anuales que se ofrecen en el sitio: ‹https://mume.montevideo.gub.uy/museo/centro-cultural-museo-de-la-memoria›.
9. Ausencias, junio-agosto de 2017, sede del CdF.