En unos días será 20 de mayo, y por primera vez, después de 24 años ininterrumpidos, no habrá Marcha del Silencio. En este lapso de tiempo pasó de todo, pero, sobre todo, lo que pasó fue el tiempo mismo. Como referencia inmediata, me tengo a mí mismo: me doblo en edad. En la primera marcha tenía 19 años y era integrante de Hijos, un grupo que habíamos formado los hijos e hijas de desaparecidos. Un dato de aquel entonces que quizás sorprenda es que, si bien acompañamos en silencio a nuestros familiares, no considerábamos que fuera la manera más adecuada de hacerlo. Fuimos una generación que creció en el silencio, y justamente por eso veíamos en este al principal aliado de la impunidad, que era absoluta en aquella época. Nos dolía, por ejemplo, que a la marcha asistieran personajes públicos que, por acción u omisión, habían sido –y seguían siendo– parte de ese entramado de impunidad. Al año siguiente, también marchamos en silencio, pero esa vez difundimos nuestra postura a través de un volante en el que dijimos lo que no queríamos callar.
Para cierto imaginario éramos los “radicales”. Los más veteranos decían que nuestra rebeldía era una resultante de la juventud, del ímpetu e idealismo propio de esa etapa de la vida que, con el paso del tiempo, se aplaca y equilibra. Reclamar justicia era visto como un acto de radicalidad política porque muchos entendían que el pueblo ya había laudado este reclamo al perder el plebiscito para derogar la ley de caducidad. Nosotros lo entendíamos distinto.
Algunas cosas no cambiaron. Se sigue hablando de la juventud como si esta se tratara de un valor absoluto, a duras penas, una etapa inconexa del propio yo. Los jóvenes son pensados como si nunca hubieran sido niños y como si nunca fueran a ser adultos, lo que les amputa el estatus de sujetos per se. No son personas transitando la vida misma, sino que son un bache, un agujero negro en el devenir de su propia construcción como sujetos. No gozan de reconocimiento ni respeto; son inofensivos porque sus acciones y sus ideas son momentáneas, apenas síntomas inocuos de quien todavía no es visto como un otro.
TOMAR DISTANCIA Y VERNOS. Pero de vuelta a los 20 de mayo: pasaron 25 años desde la primera marcha y en junio se cumplirán 47 del golpe de Estado que institucionalizó la violación de derechos humanos. Si matematizamos estos datos, veremos, por ejemplo, que llevamos más años marchando que los transcurridos entre el golpe y la primera convocatoria. Si bien esto es sólo un ejercicio, creo que es útil –necesario, más bien– cuantificar vivencias, ponerlas en perspectiva, tomar distancia y vernos desde afuera como individuos y como colectivo.
Imaginemos un lienzo en el que se plasma, mediante una línea, el recorrido de nuestra vida. Un gran garabato. Si seguimos con la mirada este dibujo, reconoceremos ciertas regularidades y patrones que se repiten idénticos: cumpleaños, rutinas, el trayecto al lugar de trabajo o estudio, al almacén, las vacaciones y las manías, por nombrar algunos. Y entre tantas repeticiones, además, encontraremos las sorpresas, lo nuevo, lo irrepetible, lo que nos marca. En mi lienzo, la novedad, sin dudas, es la espera de un hijo.
Milo nacerá en agosto. Será mi primer hijo. Llegará en circunstancias que él no eligió, porque la vida es así: comienza con un montón de cosas dadas. Crecerá inserto en una comunidad que le impondrá sus normas y heredará una historia familiar, social y política. El universo de Milo –su completitud– estará paradojalmente conformado por algunas ausencias, no sólo por el hecho de que vaya a ser nieto de desaparecido, sino porque todas las personas convivimos con la ausencia. Tendrá la posibilidad –como todos los demás niños– de ser una persona íntegra y vivir su vida plenamente a pesar de lo que pueda no tener: lo que lo determinará no será la falta, sino lo que reciba. No tengo dudas de que el amor lo puede casi todo. Esa será mi obligación con Milo: darle lo mejor de mí, siempre. A medida que crezca, él irá descubriendo cosas, y no todas serán buenas y hermosas, y así aprenderá a distinguir y a elegir quién ser.
Para ese entonces, posiblemente, seguirán existiendo las Marchas del Silencio. Eso querrá decir que la impunidad continúa y, sobre todo, que la gente no habrá renunciado a darles a sus vidas un sentido de verdad y justicia. Hay algo desolador y a la vez esperanzador en esta idea que nos interpela. Ahí tendremos que mirar otra vez el lienzo de nuestras vidas. Contaremos cuántos 20 de mayo marchamos –¿24?, ¿30?, ¿70?– y buscaremos entre tantos trazos algún rayón que irrumpa en tanta regularidad constante, algo que quiebre la simetría del dibujo y nos cuente algo más. Preguntaremos cuántos desaparecidos se encontraron, cuánta más verdad sabemos, cuánta justicia se alcanzó, y, respondidas estas preguntas, algo nos seguirá inquietando. ¿Será que tanta lucha porfiada hará que los desaparecidos y las desaparecidas lo consigan: que la memoria sea el espejo en el que nos encontremos en nuestros mejores intentos?
Algún día, más importante que los desaparecidos será el hecho de que las nuevas generaciones los porten amorosamente en su memoria. Entonces, nuestros desaparecidos dejarán de ser carteles y Marchas del Silencio para que “los enganchemos al tejido del sueño general”, decía y sigue diciendo Juan Gelman. El tiempo no nos doblega ni nos diluye como personas, sino que nos hace ser. Nos reafirmamos, mutando.
Nos vemos en las próximas.