Participan Lilián Celiberti, Liliana Pertuy, Cristina Ramírez y Antonia Yáñez
Días atrás, las integrantes de un taller virtual de feminismos del sur transitaron la lectura de Mi habitación, mi celda,1 de Lilián Celiberti, ex presa política, que una participante definió, en el espacio de intercambio, como “un testimonio del encierro en el encierro”. Esto se tradujo en la hipótesis de que, aunque la palabra de ahora sea “confinamiento” o una expresión mucho más amigable, como “quedate en casa”, la sensación de ahogo y encierro se extendió bastante en las últimas semanas, sobre todo para quienes debieron, y pudieron, permanecer en sus casas.
Esta nota es una invitación a pensar de forma conjunta, entre mujeres, sobre nuestros encierros, los de los tiempos del terrorismo de Estado, los de la emergencia sanitaria y los otros más generales de nuestra condición de mujeres. Por eso, de alguna manera, se volvió urgente conversar con aquellas que transitaron una larga peripecia carcelaria y conocen sobradamente de encierros y de los modos de resistirlos para pensar desde esas experiencias. Conocen lo que esos encierros demandan de resistencia, como también las posibilidades de abrir ámbitos de reflexión y aquellas que se cancelan en términos de rebeldía. Algunas preocupaciones coincidieron con las de nuestras interlocutoras, otras abrieron nuevos caminos de reflexión.
Tal vez es algo obvio que los encierros no son todos iguales, pero en estos últimos tiempos se volvió inevitable que todo se tamizara por ahí: el hogar como un encierro, el hogar como una cárcel, las bromas sobre la libertad y la salida, las lecturas en el taller con las compañeras. Lo primero, entonces, fue revisitar aquel encierro: ¿qué nos sucede a quienes conocemos sobre la dictadura y a quienes la sufrieron directamente cuando hoy escuchamos de forma reiterada la palabra “encierro”?
Todos los relatos comienzan de manera similar: no hay un encierro, pero hay uno que es el más terrible, que es inconmensurable y casi imposible de equiparar a este. La cárcel total, sin dudas, es la del cuartel, la del calabozo, la del aislamiento absoluto. Lilián pasó un año y medio en un cuartel, en un calabozo, sin hablar prácticamente con nadie, custodiada por perros. Cristina pasó siete meses en un cuartel en soledad absoluta. Antonia estuvo detenida en el centro clandestino La Tablada y también pasó por varios cuarteles. Una etapa de “sólo supervivencia, de sobrevivir 24 horas sin hablar, sin libros, ni lápices, ni manualidades, ni nada”, de utilizar “todos los mecanismos para sostenerse en aquellas soledades, de hacer cuentas matemáticas, de recordar música, de tocar el acordeón sin acordeón”.
El encierro de hoy a más de una le recuerda la clandestinidad, algo que no habíamos considerado, porque la clandestinidad es cuidarse, es estar guardada dentro de un espacio privado porque la salida es un riesgo. En palabras de Antonia, fue una etapa en la que “tenías pocas salidas a la calle; cuanto menos salieras, mejor, sólo lo imprescindible”. Liliana coincide: dice que este momento también la retrotrae al de la clandestinidad, aunque este encierro es impuesto dentro de ciertas condiciones y en parte es elegido con un objetivo, algo que no sucede con el encierro total y el secuestro.
BUENAS NOCHES, COMPAÑERA. Las resistencias en y a la cárcel sí les resuenan más en esta situación de confinamiento, porque aquellas resistencias se tramitaron entre mujeres y dejaron un legado de aprendizaje para el hoy. Llegar “al penal” (Punta de Rieles) es algo recordado incluso como una“fiesta”, porque “allí estaban las compañeras”. El aislamiento absoluto se terminaba y comenzaba otra etapa, la de resistencia en colectivo; tal vez, justamente, lo que extrañamos nosotras hoy: a nuestras compañeras. Ellas tienen el recuerdo de haber hecho “el tejido”, de hablar por señas, de cantar para aquella que estaba en el calabozo o gritarle: “Buenas noches, compañera”, de desobedecer la prohibición de conversar y no parar de hacerlo mientras hacían la “fajina”. Colgar los ponchos en la cuerda provocativamente del lado del revés para mostrar el forro rojo, “mirarse de mil maneras por debajo de la venda” y tantas otras rebeldías hacían que aquellos calabozos asilados estuvieran “poblados de memoria”, recuerda Cristina hoy.
Se nos hizo necesario pensar el margen para la resistencia hoy, para no pensarnos sólo confinadas, sino también desde la microrresistencia y para descifrar en qué medida esas experiencias se despliegan hoy nuevamente o nos muestran caminos posibles. Encontramos que la creatividad y la productividad fueron refugios para buscar “intersticios” en los largos encierros de la cárcel y la clandestinidad. La radio, la música, la alimentación, el estudio son de esos refugios de ayer y hoy.
Antonia dice haber “recuperado la música, la música en su concepción amplia, como posibilidad de movimiento, de energía, que permite enfrentar cosas que una no sabe qué son”. Recuerda que la recuperó en el penal, cuando encontró a veinte mujeres con un par de guitarras y se las arregló para anotar las canciones. Guardaba “los papeles” y, cuando venía “la cantarola”, los sacaba y se sumaba. Le parecía algo “importantísimo” estar ahí. La resistencia se construye mediante la creatividad, pero también mediante la productividad: algunas formas de resistencia del ayer son bastante parecidas a las del hoy. Para cancelar el encierro había que ser productivas, aprender idiomas, a bordar punto cruz, a hacer flores de papel, enseñar a otras, como recuerda Liliana, que resiste el confinamiento desde ese lugar: aprendiendo inglés, tomando clases de yoga, con horarios y tareas preestablecidos, para construir una rutina de escape del encierro. Pero también advierte que pueden configurarse, o son, “como una nueva cárcel”.
NO TODAS LAS CÁRCELES TIENEN REJAS. La situación de excepcionalidad, de “anormalidad”, como se le ha llamado actualmente, ha conducido también a pensar sobre la “normalidad”, la naturalización de prácticas cotidianas, laborales y políticas. Desde este lugar les consultamos para conocer cuánta reflexión pudo tramitarse en aquel encierro que interrumpió sus vidas y sus proyectos políticos. “Cuando estamos más solos es cuando podemos encontrarnos con nosotros mismos”, dice Cristina en una reflexión que escribió sobre el presente recordando aquel pasado. En la cárcel se tramitó una reflexión sobre qué les sucedía a ellos, a la sociedad, porque “la soledad te mueve”.
La soledad no siempre se presenta como oportunidad para pensar(se), y las condiciones de vulnerabilidad no son las más adecuadas para eso: la reflexión no se tramita de manera aislada. Antonia se identifica con la generación del 68, esa que “no le ponía muchas fichas a la psicología”. Hubo mucho de ese proceso que “no pudo aflorar”: “Porque nosotros lo limitamos a lo que llamábamos ‘lo político’, pero era lo político y lo personal. Y el desafío era para todo. Si te quedabas atrás en algo, la estabas pifiando: no llegabas a licuar las cuestiones más profundas que vos traías”. Lilián señala algo parecido: la soledad puede ser una oportunidad para revisar lo que antes no revisamos, pero también es un privilegio y nunca un proceso absolutamente individual. “El encierro también te coloca frente a ti misma y a tus propios recursos, ¿no? Recursos emocionales, afectivos, de reconstrucción de ese yo atacado, pero eso también tiene que ver con lo que tenés acumulado de tus propias búsquedas. No está dado, no lo tiene todo el mundo. Esas interrogantes y esas oportunidades también tienen que ver con las experiencias de vida, con cómo estás acostumbrado a pensar colectivamente.”
El largo proceso de peripecia carcelaria, de una u otra forma, implicó un crecimiento, forzadamente, sin dudas, acelerado, como cuenta Liliana, quien, al ser una adolescente transformada en presa política, transitó abruptamente hacia la vida adulta. Tanto Liliana como Antonia recuerdan la salida de la cárcel y el encuentro con sus madres –no con sus padres–, a quienes encontraron envejecidas. Liliana se encontraba presa en el Consejo del Niño; su madre la buscó por un sinfín de lugares hasta que dio con ella: “El día que la vi, la abracé. Ella era más chiquita que yo. Era más chiquita que yo. Entonces ahí me di cuenta de que yo había crecido, de que era dueña de mi vida, de mis actos, y de que tenía, incluso, que proteger a mi madre”. Antonia recuerda algo parecido: “Vi a mi madre y me pareció que la que había estado en un campo de concentración había sido ella y no yo”.
A propósito de la lectura de Mi habitación, mi celda, también conversamos sobre la condición de mujeres como un lugar encerrado, sobre cómo se concibe esa cárcel y cómo se escapa de ella. Lilián nos cuenta sobre el título: “¿Por qué Mi habitación, mi celda? Porque, en realidad, quería hablar de cárceles que son las que llevamos adentro, que tienen que ver con nuestros condicionamientos, y las cárceles impuestas, las cárceles que son culturales, que son tu habitación normal. Aquellas donde vivís y las que son impuestas. Entonces no todas las cárceles son impuestas con rejas desde afuera: también están las tuyas”.
Liliana también concibe la condición de mujer como un lugar encerrado: a las mujeres las siguen educando para que estén encerraditas, para esa cosa de no digas mucho, no digas todo lo que pensás, no seas escandalosa; todo el tiempo reírte y largar una carcajada es un problema, discutir es un problema. “Hay como un envase que dice que las mujeres tienen que ser a, be, ce, de, y vos lo aprendés. No es sólo el confinamiento de estar en la casa, con tus tareas. Bueno, lo tuyo es el mundo de lo privado. Pero si salías al mundo de lo público, como salimos nosotras, como salió nuestra generación, igual tenías unos mandatos que cumplir: no podías mostrarte de tal manera, no podías reírte así.”
Antonia también afirma esta sensación y expresa lo complejo que es hacer un recorrido para percibir ese encierro: “La parte más cruel del sentido del encierro es cuando estás encerrada aunque estés acompañada. Cuando era joven, tenía la sensación de ‘a mí no me está deteniendo nada’, aunque no era así. Había que trabajar más para advertir dónde estaba, cómo estaba y, eventualmente, cómo ir zafando. Después vienen los otros encierros o cuando tenés que darte cuenta de ellos, también la posibilidad de darse cuenta. Este es todo un tema, la posibilidad de darse cuenta. Es un fenómeno lento, muy lento, y es doloroso también”.
DESCANSAR CON COMILLAS. Desafiando lo que quizás para algunos sea obvio (una vez más), surgió preguntar por los silencios, esos que, aunque vacíos de gritos en sus más frías conceptualizaciones y prácticas, contradictoriamente resuenan tanto sobre nuestros encierros de ayer y hoy. Entonces, ¿habrá una posible lectura que nos cuente sobre el silencio ante los crímenes de lesa humanidad y el silencio ante aquellos que hoy llenan estadísticas sobre violencia machista o patriarcal?
“Son similares, pero tienen construcciones diferentes”, dice Lilián. Dice también que durante el terrorismo de Estado se construyó políticamente la sensación de “confrontación” o de “estar en guerra” y, de esta manera, no quedó más que pensar que el silencio estaba justificado: “Por lo tanto, cuanto menos hablar, más silenciar los testimonios concretos, mejor”. Sin embargo, “el silencio de la violencia de género tiene más que ver con una minimización”, porque desarmar el patriarcado supone un combate cultural e ideológico. “Ese encerramiento simbólico va en una línea de otorgarles a los violentos un carácter patológico”, y es todo lo contrario: está alimentado por la cultura de la patota del fútbol, las masculinidades construidas desde la violencia, cosas que van más allá del episodio concreto. “Hay un sistema que opera en pensar que es un problema menor, y eso está construido con miles de símbolos y con la interpelación cultural más profunda de lo que es ser hombre y mujer en esta sociedad.”
Antonia, “sin acreditarse dentro del feminismo”, trajo una preocupación que en los movimientos feministas se sintetiza muy bien en la consigna “feminismo en las calles, en las plazas y en las camas”. Al preguntársele por los silencios que se desprenden tanto de la violencia en dictadura como de la violencia patriarcal, los igualó en la vinculación fundada en la raíz del miedo y el temor, y resaltó “lo imperdonable de lo que se vive en una situación familiar que pasa por todo pero termina en la noche, cuando descansamos con comillas [porque] el margen que se tiene es mínimo”.
¿Cómo es posible “descansar con comillas”? ¿Cómo será para las que hoy no encuentran un exilio lejos de sus maltratadores? Para Cristina, sin dudas la contención entre mujeres es una fuente de posibilidades para romper el silencio. Lo fue ante el silencio ocurrido tiempo después del encierro de ayer, del que cuenta: “En el caso de nosotras, que estábamos más contenidas, pasaron muchos años para que las compañeras se atrevieran a denunciar. Ese silencio prolongado fue el dolor de todas, las que sufrieron más. Ese silencio que sufren hoy las mujeres es más individual. Cuando hay refugios y mecanismos de contención, pueden hablar, pero dar ese paso es muy difícil. Y son violencias muy parecidas ahí”.
SOCIALIZACIÓN DE CERCANÍA. Ahora no quedan dudas de que, frente a “esas violencias muy parecidas”, podemos tejer posibles salidas de los silencios del terrorismo de Estado y también de los sostenidos y reproducidos desde los rincones más arraigados culturalmente en nuestra sociedad. Podemos tejer otras miradas ante la incertidumbre de lo que pasa con nuestra historia y en nuestras casas también preguntándonos sobre esas resistencias que pueden cancelarse hoy por el confinamiento. Podemos preguntarle a una buena parte de las mujeres que se atrevieron –y siguen atreviéndose– a desafiar las barreras impuestas qué marco hay, por ejemplo, para un 20 de mayo –y tantas otras movilizaciones–, en el que no vamos a tomar las calles, como lo hacemos tradicionalmente.
Podríamos volver a bajar al comercio más cercano o animarnos a hablar con los vecinos, tenerlos en cuenta a la hora de pedir ayuda a quienes vivimos en apartamentos muy pegados a otros. Nos dice Liliana desde su propia experiencia: “Es una oportunidad de socialización más desde la cercanía, de volver al barrio, hasta para defender derechos como alternativa a lo que nos habíamos acostumbrado los uruguayos, a las grandes manifestaciones, a las grandes cosas. Tal vez hay que volver a lo cercano […]. Esas son experiencias que pueden servir: volver a mi entorno, revincularme con mi familia, con mis vecinos”.
Lilián y Antonia recordaron cómo la radio ya les había permitido una conexión con el mundo exterior en los encierros de ayer y, sin embargo, hoy volvieron a sintonizar alguna estación para conectarse con un afuera. Antonia recuerda cómo escuchaba la radio en la clandestinidad y habla del “amor incluso por el comentarista de fútbol”. No era el fútbol, sino la idea de que ahí había una multitud y de que ella conversaba con la multitud, porque, a través de la radio, formaba parte del conjunto de la comunidad. Hoy, con más tiempo para permitirse retomar ese viejo vínculo, vuelve a escuchar la radio y, desde ese relato, marca cómo la ruptura de la incomunicación es un elemento positivo central frente al encierro. En este sentido, el confinamiento de hoy es necesariamente distinto, por la multiplicidad de vías de comunicación.
Cristina también sintió esa “suerte” que tenemos hoy en cuanto a la variedad de mecanismos de comunicación. Recordó el despliegue creativo que se tejió en aquel encierro que resistió junto con sus compañeras. Pero también ve un tejido continuado entre esa resistencia y “la de las ollas populares, la de los gurises jóvenes que están en mil cosas, ayudando a los veteranos”, y está segura de que “la gente que ama la vida, ama a los demás y quiere una sociedad más justa y un mundo más lindo busca respuestas colectivas más allá de que esté sola”.
DANDO LA PUNTADA DE UNA ABUELA QUE NO HABLÓ. “Otros esperan que resistas, que les ayude tu alegría, que les ayude tu canción entre sus canciones”, canta Paco Ibáñez en “Palabras para Julia”, como cantaban en el penal de Punta de Rieles las mujeres que entrevistamos. Eso fue y sigue siendo la música para muchas: una parte de una resistencia que empezó y no para más.
Durante las entrevistas aparecieron los conceptos de terrorismo, encierro, confinamiento y guerra. Lo difícil que fue, y continúa siendo, narrar y escuchar la experiencia de las mujeres en ellos. Hace unos días, Antonia, a quien todos conocen como la Gallega, se puso a tejer unas lanas a la espera del frío y se acordó de su abuela en España y de cómo la recordaba en la cárcel cuando tenía que pasar largas horas de espera. Lo que recuerda de su abuela es el silencio sobre la guerra civil española: “Una abuela que no habló. No se comprendía en aquella época por qué no hablaba. Sus nueras decían que no quería”. Antonia recuerda los silencios gestionados de la abuela y de ella, en un tiempo lejano y tal vez también en la actualidad: “En aquella época [la dictadura] lo hice mío. El no hablar y el procurar que no te ganaran espacios indeseables a través de esa puntada que dabas en el aire, ¿no? Al final, estás tejiendo y estás dando la puntada”.
Los operadores de la impunidad hicieron tanto por imponer el silencio y, sobre todo, el olvido que la única forma de contestarles fue irrumpir en ese silencio y tomar la palabra para contar lo que no querían que fuera contado. Pero el silencio no es sólo la imposibilidad de hablar: el silencio también se administra, desde el silencio también se resiste. La administración del silencio es una estrategia para no revivir hechos extremadamente dolorosos, para no autovulnerarnos si sabemos que vamos a hablar al aire, que no nos van a escuchar o no nos van a creer. Ni las jóvenes abusadas sexualmente ni las ex presas políticas “demoran” en hablar: administran su voz ante una justicia patriarcal y una sociedad que prefiere no saber del tema.
Quedan ahora las preguntas o los desafíos sobre cómo trazarnos condiciones de escucha que nos permitan narrar lo que a veces resulta inenarrable, esas experiencias vividas durante el terrorismo de Estado, que vuelven, como una cicatriz que sanar colectivamente y un acto de resistencia, todos los 20 de mayo. Queda pendiente el desafío de ampliar las voces de las mujeres, construir genealogías propias de resistencia, saber que debemos tomar la palabra, pero también saber que, como ese proceso implica desafiar un orden de género que nos prefiere calladas, deberemos hacerlo en colectivo, recuperando puntadas y desobediencias que no pudieron encerrar ni confinar.
* Ana Laura de Giorgi y María Olivera son parte del proyecto Sujetas Sujetadas. Mujeres y Memoria en el Terrorismo de Estado, de la Udelar.
1. Este texto fue publicado en 1990 y representa un hito en los relatos sobre la peripecia carcelaria elaborados por las mujeres, porque se realiza con una voz feminista.