Todavía conservo la ilusión de que, una vez atravesada la emergencia sanitaria, además de respirar queramos preguntarnos cómo fue posible que tantas personas ejercitadas en un sentido crítico y democrático (así como las instituciones, gobiernos, sindicatos y organizaciones sociales que habitan), en forma unánime, hayamos acatado la distancia, el freno y el encierro. La pandemia trascendió lo sanitario y se convirtió en una interferencia totalizante llamada “nueva normalidad” y sintetizada en un imperativo aterciopelado: “be safe, stay home”. A falta de objetivo diferente a no enfermar ni morir, este tiempo transcurre como una penitencia de larga duración sin señales de un final.
El estado de excepción nos sujeta como un puro ejercicio de poder. Las opciones son: creer o reventar, y obedecer. La pandemia se habita dejando en suspenso todo lo que no se desprenda de ese poder, aunque esa obediencia lesione nervios claves. El desafío es entrar y salir de esa lógica tantas veces como sea posible. Entrar por razones de convivencia social y salir para preservar rasgos vitales tales como el impulso de pensar autónomamente, la capacidad de decir no y, eventualmente, rebelarse. Con la atención puesta en los efectos políticos de la emergencia, anoto algunas señas de estos momentos, como quien camina por la calle hablando solo, para ver si alguien se prende.
SOSPECHOSA UNANIMIDAD. Un antecedente de parálisis y encierro autoimpuesto –también como reacción a un miedo colectivo– tuvo lugar durante la crisis de 2002. Un viernes de invierno, al caer la tarde, decenas de miles de personas se impusieron a sí mismas un toque de queda. Temían la llegada de hordas saqueadoras que avanzaban desde la periferia hacia el centro y la costa de la capital. Nunca ocurrió. Fue un rumor basado en las declaraciones de políticos y policías temerarios, amplificadas por medios de comunicación sin sentido crítico. Simultáneamente, se conocía que un grupo banquero había robado 250 millones de dólares y que el gobierno se endeudaría por otros 133 millones para salvar al sistema financiero. Pero un sector influyente creyó que la amenaza para su patrimonio eran las hordas de pobres.1 ¿Evoco aquel rumor para negar la pandemia y su potencial de daño? No, sólo justifico la invitación a hurgar en lo que habita y habilita el consenso paralizante frente a la pandemia.
El automatismo, las unanimidades y los consensos en torno a las políticas sanitarias parecían impensables a priori y reclaman una categorización básica. Por automatismo me refiero a la rápida aceptación de la orden de quietud y encierro. Con respecto a la unanimidad, busco llevar la atención hacia la aceptación acrítica, por parte de la totalidad de las poblaciones, de un modelo de emergencia sanitaria verdaderamente accesible para muy pocos. El consenso destaca la aceptación sin oposición ni resistencia de una reorganización radical de las condiciones concretas de vida de millones de personas. Estas tres categorías sugieren la existencia de procesos colectivos intangibles pero densos, improbables de captar con el instrumental tradicional ni reducir a interpretaciones cómodas.
A mediados de marzo se redujo a cero la atención de cualquier otro asunto público que no fuera asegurarse de no morir por covid-19. El consenso social ante la emergencia sanitaria cuajó por una intoxicación de miedo, novelería y resignación. La pandemia fue mensaje antes que enfermedad: antes de que el agente patógeno llegara a territorios y cuerpos, se viralizó el pánico a través de un nuevo discurso ordenador de todo intercambio. En el habla formal o casual, resultó imprescindible decir sin vacilar “letalidad”, “contagio”, “velocidad y curva de contagio”, “gotículas”. Todas las decisiones de gobierno, sindicato, Iglesia, empresa y familia pasaron a explicarse en el lenguaje propio de un saber misterioso llamado medicina. Un saber que funciona mediante un lenguaje inaccesible para la mayoría, pero que con la pandemia se presenta y asume colectivamente como un asunto de público conocimiento. En cierto momento, el pulso colectivo parecía latir únicamente en torno a la contabilidad diaria de personas infectadas y muertas. Ese clima produjo condiciones subjetivas para la aceptación de una verdad única acerca de la pandemia y las estrategias para enfrentarla. Una “verdad” que desde el principio de la pandemia careció de los acuerdos suficientes en el campo científico, pero igualmente quedó instalada como consenso global.
Toda unanimidad merece una sospecha de simulación. Es evidente que entre la aceptación formal del encierro y el acatamiento efectivo media una distancia significativa. Como en muchos otros conflictos sociales, la regla y la práctica disienten sin excluirse. Podemos sospechar que el consenso social no refleja un acuerdo, sino la incapacidad emocional, material y política de interpelar a los poderes que deciden. En las mismas sociedades que se acepta e incluso se reclama mayor encierro, las cuarentenas están perforadas por excepciones, rechazos o desacatos. Sea por convicción o por la imposibilidad real de concretarlas, en amplios contextos sociales las cuarentenas transcurren como simulacros, actos de fuerza y violencia, o ambas cosas combinadas. Así ocurre en Uruguay y en la mayoría de los países de las Américas. De manera que cuando llegue la hora de hacer las cuentas, la comunidad científica encontrará dificultades para establecer con claridad qué medidas fueron válidas y cuáles irrelevantes para prevenir el contagio.
Las argumentaciones sanitarias enmascaran que la “nueva normalidad” es una actualización y radicalización del poder de sostener la “normalidad anterior”. Si hay algo nuevo en lanormalidad posterior a marzo es la evidencia de un poder global, ubicuo y que tiende a ser absoluto. La emergencia sanitaria liberó al poder de muchas ataduras, mientras las colectividades celebraban sus desmesuras, aunque estas sofocaran las condiciones básicas para la existencia de una comunidad democrática. Cuando todo está planteado en términos de vida o muerte, el poder que cura y protege tiende naturalmente al absoluto.
Otro rasgo relevante de este poder liberado es su extraordinaria ubicuidad. La pandemia puede ser aprovechada por los gobiernos de cualquier geografía: territorial, ideológica y epidemiológica. Por mencionar casos evidentes, este poder desbordó en arbitrariedad, tanto para “cuidar” a la gente mediante la violencia de Estado (Perú, Argentina, China, India) como para dejar que la enfermedad prospere castigando a los grupos sociales más vulnerables (Brasil, Estados Unidos, Rusia, Nicaragua). La emergencia adquiere un significado político propio, que es fortalecer el poder establecido, con independencia de la estrategia sanitaria. Lo evidente es que las circunstancias derivadas de la pandemia ofrecieron a toda elite gobernante una oportunidad para radicalizar su propia forma de construir poder, debilitar adversarios políticos y restringir el autopoder social.
SILENCIO DE IZQUIERDA Y CASTIGO POR DERECHA. Dos semanas antes de que la emergencia sanitaria se globalizara, en Uruguay se instaló el gobierno de Luis Lacalle Pou. La novedad política es una coalición integrada por partidos que oscilan entre el centro y la derecha extremista, que es una bajada a la uruguaya de la derecha mundial radicalizada, populista y antisistema, patriarcal y cuartelera. Hasta que la emergencia sanitaria reordenó la vida pública y privada, lo urgente para la coalición era desalojar los sentidos instalados por los gobiernos frenteamplistas y ocultar sus intenciones destituyentes de las políticas socialmente más sensibles. Se trata de un acertijo que buscan resolver profundizando la estrategia iniciada en 2015 –clave para su victoria electoral– y que consiste en reescribir el relato de los últimos 15 años, basándose en patologías reales, caricaturas y mentiras, reforzadas con verdades y leyendas de la decadencia progresista en la región.
Es una estrategia de demolición y destierro que parte de escenarios institucionales, pero siempre con formatos orientados a la comunicación, porque su finalidad es demoler la autoridad moral de las políticas de izquierda. De esa misma estrategia, que hace siete meses colocó a la izquierda a la defensiva, ahora pueden obtener un doble propósito: uno es lubricar el pasaje a un discurso de gobierno clasista, cultor de la meritocracia y la lástima social; el otro es profundizar el desarraigo de la izquierda de los territorios sociales y simbólicos donde están sus fortalezas. Así puede consolidarse una izquierda silenciada, que no oponga resistencia intelectual ni militante a una polifonía derechista que aspira a capturar un tiempo histórico presentándose como única fuente de opciones legítimas.
Por su parte, las izquierdas políticas y sociales necesitan tiempo para animarse y aprender cómo se habita el ocaso de la excepcionalidad uruguaya y el sueño de la hegemonía progresista. Deben recrear su subalternidad, olvidar hábitos adquiridos en los años de gobierno y desaprender las clausuras que produce reducir toda disputa a los límites del gobernar. Necesitan romper con el monopolio de los estudios de opinión pública como principal fuente de un saber político que sólo alimenta la épica triste de disputar tajadas del dividendo electoral. Les urge reaprender esta sociedad que el progresismo empujó a ser más exigente, demandante e intolerante con los abusos e injusticias, pero cuya rabia, malestares y frustraciones se escurren con jabonosa facilidad hacia opciones de extrema derecha.
En eso andaban unos y otros cuando la pandemia mandó parar y reordenó el tablero. Fundamenté que las emergencias sanitarias benefician a quienes tienen poder, y Lacalle Pou no se aparta de la regla. La pandemia es una criatura que en marzo parecía cortada a la medida de las necesidades del nuevo presidente y en julio sigue siendo un traje cómodo. Porque afortunadamente la crisis de salud pública todavía carece de materialidad, pero como amenaza sostiene el miedo y recrea los consensos de subordinación a la autoridad política.
Lacalle aprovecha las posibilidades de control social que brinda el Estado uruguayo, y los efectos políticos de la emergencia se producen y reproducen sin contradicción ni debate. Instituye bases de una nueva sociabilidad, que pasa a ser la normalidad uruguaya, y es una radicalización capitalista viabilizada desde los bordes legales. Es imposible evaluar ahora todas las afectaciones que dejará este proceso, pero la más evidente es la restricción consensuada de las libertades, desde el nivel elemental de la circulación, reunión y encuentro entre personas hasta los planos más sofisticados de la economía, la educación e investigación, la producción cultural, etcétera. Desde marzo todo hacer social está subordinado a permiso y protocolo dictados por la autoridad competente en una insensible pero sostenida reorganización regresiva del campo político.
Es claro que la vida real cuestionará el consenso del miedo. Las líneas de fuga al consenso opresivo surgirán desde las necesidades, saberes y astucias de quienes no pueden o no quieren sostener la vida que tienen. Como el trágico “no puedo respirar”de George Floyd, que encendió al mundo al devolvernos la conciencia de las muchas maneras de morir asfixiado que existen, más probables y diferentes que la carencia de un respirador.
Por eso no es una buena oferta sobrevivir abrazadas al be safe, stay home. No. Mejor no te salves ni nos salvemos encerradas y distantes. Mejor salir a encontrarse en alguna carcajada insolente, piadosa y cómplice, que ayude a desprender las costras del miedo y la desconfianza, y sea precursora de algún escándalo nuevo.
1. Disponible en: https://www.laondadigital.uy/LaOnda2/201-300/220/B2.htm