La catarsis inmediata propiciada hoy por veloces soportes comunicativos (Twitter, Whatsapp) no necesariamente arriba al mismo resultado, pero su similar estructura discursiva tal vez ayude a comprender cómo la poesía de Idea Vilariño, convertida ella misma en ícono, produjo un aluvión hasta ahora inédito de ofrendas, réplicas, evocaciones y loas de fans en las redes sociales el 18 de agosto, a un siglo de su nacimiento. Fenómeno mediático que, en virtud de su proverbial rechazo ante lo público, probablemente le hubiera rechinado. Por otra parte, ante la cifra del centenario, es natural que la prensa rioplatense y el sistema cultural todo habiliten la merecida celebración.
Es factible que lo que tantos críticos designan como autenticidad y testimonio de existencia sea el resultado de la univocidad entre la voz de los poemas y el yo autoral que los firma. Pero su hallazgo está en cómo dice y desde dónde lo dice. El locus Vilariño radica en una doble apropiación que la poeta logra, la de accionar cambios significativos en el modo de decirse como mujer «erosionando los códigos comunes generales y los estéticos masculinos»,1 señaló Susana Crelis en un ensayo medular y pionero. Los motivos del amor y la muerte, más una comprometida dialéctica del yo con la polis y sus circunstancias, desembocan en la matriz temática que la uruguaya construyó desde La suplicante (1945) hasta No (1980). Con apenas ocho poemarios publicados, su autoexigencia delimitó que sólo cuatro (Nocturnos, Poemas de amor, Pobre mundo y No) fueran aumentándose en sucesivas ediciones.
Circunscripto a la soledad humana frente a sus propias miserias, el yo desdoblado de su voz acusa juicios que, según se lea, alcanzan a la degradación (moral, política) de orden social: «Si te murieras tú/ y se murieran ellos/ y me muriera yo/ y el perro /qué limpieza».2 Así interpretaron esos versos quienes, aún en plena resistencia antidictatorial, los inscribieron en la fachada lateral del Instituto de Profesores Artigas, siendo durante años respetados por pegatineros y grafiteros en complicidad conmovedora.
En cuanto a la juvenil rebeldía escéptica que la caracterizó –al menos hasta su conversión a la fe revolucionaria experimentada desde la Cuba socialista y registrada en una entrevista3 con Mario Benedetti, amigo y contemporáneo–, su mentor rastreable es Charles Baudelaire (1821-1867). Ese «moralista por la negativa», decía Domingo Bordoli, es uno de los tres únicos poetas que asoman con nombre propio en toda su obra; los otros son Leandro Vilariño –su padre– y Rubén Darío. «A un retrato de Charles Baudelaire» surgió de la célebre fotografía tomada por el artista Étienne Carjat.
En la écfrasis del poema-retrato la precaria condición existencial del poeta maldito francés y la suya propia se yuxtaponen: «También tú/ hijo de perra/ también tú te moriste/ como yo estoy viviendo/ solo solo en el mundo/ sin nada/ abandonado/ a tu pobre armazón/ a tu mentida hechura/ […] Ahí estás solo solo/ hijo de perra/ solo/ pero aún estás pidiendo/ con la mano escondida/ tras la pupila fiera».4 La metonimia (pupila fiera) revela la vigilancia lúcida y para nada autocomplaciente en la que el retratado y la retratista se funden. Miradas que, a un siglo de distancia,5 se asimilan en respectivas actitudes desafiantes. Lo confirma la fotografía de Michel Sima desde la cual Idea mira fijamente a cada lector apenas se abre el volumen de la primera edición de Poesía completa (2002).
LOGOS, ETHOS, PATHOS
La desolación de Nocturnos (1955) y la opacidad erótica y el desamor lacerado e irónico de Poemas de amor (1957) definen, en sucesivas versiones, el estilo por el cual Idea obtuvo un sitio único en el repertorio de la poesía escrita por mujeres en lengua española. Luis Gregorich remite su decantado lirismo al arte de la antigüedad china y a lo dolido de la renacentista Louise Labé. La singulariza el despojamiento: «Poemas descarnados y a menudo sombríos […] regidos por una sencillez (aparentemente) franciscana».6 El tono áspero y franco, acentuado con staccatos que hacen cimbrar sus acerados heptasílabos, es una herramienta con la que compuso una poderosa perspectiva de la condición de género, que, más allá de tales o cuales contenidos, se impone al leerla. Para ello se sirve de un puñado de elementos gramaticales y comparaciones que se detienen un punto antes del juego metafórico. Su laconismo produce una opacidad enfática y, con un léxico ceñido, logra la densidad de lo rotundo. Al leerla se instala una sensación de circuito cerrado en el que un decir minimalista pule sutiles variantes. La gama pronominal (me, mío, tuyo, uno, esta, esa) sustenta lo dialógico, mientras unos pocos y reiterados sustantivos establecen el reinado de la negación: «Podés creer que nada/ le sirve nunca/ a nadie/ para nada».7
En «Por aire sucio» –homónimo del libro de 1951 que cierra la primera etapa de su obra– se ve el inicio de una ascética verbal que controla la proliferación de imágenes y se resguarda de ornamentos. Dirigiéndose a la luna como musa nocturna, una voz imperativa dice: «Apártate la capa de basura/ la de basura sí luna que vuela/ […] la pestaña y la uña artificiales/ el tacón los rellenos las monedas».8 Luego de limpiarla de afeites que la disfrazan y deforman –según la imagen prototípica de la poesía escrita por mujeres– y tras instarla a liberarse de «falsas monedas», vicarias de una moral subordinada a cierto poder opresivo, se hace explícita la exhortación a modo de consigna: «Entrate sola y pura como un clavo/ dolorosamente y a la fuerza/ en rebeldía entregada en ese muro/ glacial donde termina la existencia». Firme emancipación de una poética que calará en la existencia, dando de lleno en el núcleo helado de la nada. Coherente con ello, el famoso dístico con el que cierra toda su obra condensa tal poética: «Inútil decir más./ Nombrar alcanza».9
La austeridad expresiva es holística en su poética. No sólo atañe al logos (la forma que adopta la palabra), sino que sustenta una axiología, un ethos conformado por renunciamientos a lo largo de su trayectoria vital: a la celebración social del mundillo literario, a premios a los que no se presenta o no acepta, a no colaborar en la prensa cuando discrepa con la ética del medio. A esto cabe agregar el pathos, aquello que pone a vibrar al lector en consonancia con lo dicho, el arrebato emocional que, aun asordinado, conmueve. Desde esos elementos claves en la antigua retórica se puede calibrar su arte. Imaginemos que entre los tres forman un triángulo isósceles y que, libro a libro, se pudiera sopesar cuál de los elementos constituye, en cada caso, el ángulo superior de la pirámide y cuáles los ángulos de base. En Nocturnos y Poemas de amor, imbuidos del espíritu existencialista de la posguerra, el pathos ocuparía el ángulo superior del triángulo. Un pathos que se sostiene en la corporalidad de la muerte, contaminando la corporalidad de lo pasional amoroso, pasando a segundo plano cualquier índole metafísica. En Poemas de amor, ese pathos es elegíaco y dialógico en interlocución con la figura masculina interpelada por una voz femenina, cuya meta, antes que nada, es sobrevivir a la separación amorosa.10
Pobre mundo (1966) se inscribe en el pensamiento antimperialista y antioligárquico que se proyecta desde Cuba hacia América Latina. Por tanto, el ethos conforma el ángulo superior de la figura. Aparecen referidos hechos históricos determinantes de la alta tensión de la Guerra Fría: la destitución militar del gobierno de Jacobo Arbenz en Guatemala, la crisis de los misiles en Guantánamo, la victoria cubana ante la invasión de Playa Girón, la guerra de Vietnam; entre los agregados posteriores, la «no muerte» del Che Guevara, la tortura y la represión, el triunfo de la revolución sandinista. La definida postura de la voz poética ante los hechos conforma una orientación política que se presenta como valor ético. Ese ethos hace al perfil de intelectual de izquierda que Vilariño sustentó sin descuidar nunca la calidad estética.
En No (1980) es imposible situar uno de los tres elementos como preponderante. La condensación de la palabra convierte el logos en protagónico. A la vez, juega mucho lo contextual –la publicación coincide con el plebiscito en torno al proyecto de constitución militarista (voto sí o voto no)– produciendo una oscilación sin punto fijo entre lo íntimo y lo político, lo ontológico y lo ideológico, lo social y lo metapoético. Por tanto, para ese libro –su original de 30 poemas recogía textos brevísimos recolectados durante años, que luego se acrecentaría en un total de 58 poemas– lo adecuado sería un triángulo equilátero, en tanto los tres elementos sostienen una tensión interna que los hace equivalentes entre sí. Se alterna la preponderancia de uno u otro elemento según los derroteros de cada lectura.
LA PARADÓJICA TENSIÓN: AFIRMAR/NEGAR; AMAR/MORIR
Un rasgo que amerita ser estudiado es la presencia de lo paradójico en dicotomías y contrasentidos que presentan sus textos. Por ejemplo, ver cómo su poesía alcanza una creciente recepción lectora aun a contramano de la voluntad declarada de la autora: «Escribir poesía es el acto más privado de mi vida, realizado siempre en el colmo de la soledad y el ensimismamiento, realizado para nadie, para nada».11 El borramiento de los destinatarios de su poesía como una internalizada negación comunicativa es lo que sus lectores se encargan de contradecir. Para las implicancias de esa paradoja me remito al pensamiento del filósofo rumano Emil Cioran (1911-1995): «Escribir libros no deja de tener alguna relación con el pecado original. Pues ¿qué es un libro, sino una pérdida de inocencia, un acto de agresión, una repetición de nuestra caída? ¡Publicar sus taras para divertir o exasperar! Una barbaridad para con nuestra intimidad, una profanación, una mancilla. Y una tentación».12 Exiliado en Francia, el autor da a conocer Breviario de la podredumbre en 1949 y Silogismos de la amargura en 1952.
Cuando en 1954 Idea viajó por Europa y recaló en París, es muy probable que el «efecto Cioran» estuviese en boga en los circuitos intelectuales de la posguerra. Calificado como «esteta de la desesperación», él mismo gustaba decir que era un «triste por decreto divino». Así presenta el comportamiento entre obediencia afirmativa y negación ascética: «Hay quienes van de afirmación en afirmación: su vida es una serie de síes… Aplaudiendo a lo real o a lo que les parece tal, consienten en todo y no tienen ningún empacho en decirlo. […] Para otros, acostumbrados a la negación, afirmar exige no solamente una voluntad de obnubilación, sino un esfuerzo contra sí mismo, un sacrificio: ¡cuánto les cuesta el menor sí! ¡Qué apostasía! Saben que un sí no viene nunca solo, que implica otro, toda una serie: ¿cómo se van a arriesgar a él a la ligera? Esto no impide que la seguridad del no les irrite».13
La negación, cada vez más presente en el decir Vilariño ya hacia fines de los cincuenta, puede ser vista a la luz de las palabras del filósofo. La negación en tanto conflicto de identidad de la voz autoral aparece en «Yo», fechado en 1969: «Yo quiero/ yo no quiero/ yo aguanto/ yo me olvido/ yo digo no/ yo niego/ yo digo será inútil/ yo dejo/ yo desisto/ yo quisiera morirme/ yo yo yo/ yo./ ¿Qué es eso?».14 El «yo quiero» se contradice de inmediato: «Yo no quiero». Lo que podría ser un mero juego lógico (afirmación/negación) se percibe como algo inquietante que falta. En efecto, hay una elipsis: ¿qué es lo que se quiere y no se quiere? El objeto directo permanece oculto, amplificando el efecto que se propone. El «yo aguanto» implica un sacrificio que, según Cioran, es un esfuerzo de voluntad contra la tendencia natural del sujeto que aspira a negarse. Hay cierto alivio en «yo me olvido», pero los versos siguientes reniegan doblemente: «Yo digo no/ yo niego». Luego reafirma que, a futuro, nada positivo quedará: «Yo digo será inútil». Al irse despojando («yo dejo») llega al abandono de la voluntad, «yo desisto». Al final surge lo tanático: «Yo quisiera morirme». Cuando el yo reaparece anafórico, se asiste al vaciamiento de su significación, pues ya no se refiere a sí mismo. Es la voz desprendida de quien lo enuncia. Como un eco automático («yo yo yo/ yo»), la interrogación final contiene todas las negaciones: «¿Qué es eso?». El yo es ya una cosa, un eso. En ese vaciamiento de sentido se percibe, inquietante, la errancia identitaria del sujeto autoral.
Según Cioran, la negación es también una forma de liberación: «Negar, no hay nada como eso para emancipar el espíritu».15 Ese espíritu se aprecia en un conocido poema de (des)amor: «Adiós/ no quiero nada./ Adiós adiós. No puedo/ repetir más los gestos/ las palabras./ Adiós./ Ni siquiera tu vida aceptaría./ Menos esa difícil/ sonrisa/ que me muestras».16 La negación no sólo procede en los adverbios (no, ni, menos), sino en cómo se parodia, con sarcasmo, «esa difícil sonrisa» vista como una mueca que delata lo opuesto de lo que su interlocutor pretende mostrar.
La convergencia entre amor y muerte se expone en poemas que ligan el deseo amoroso con la pulsión de muerte. Así sucede en «Canción» cuando escuchamos la sombría voz de Alfredo Zitarrosa introduciendo el poema («Oyendo una voz que canta y que tal vez es la mía») para dar lugar a la encadenada circularidad en la que resuena con intensidad una nostalgia letal: «Quisiera morir/ ahora/ de amor/ para que supieras/ cómo y cuánto te quería./ Quisiera morir/ quisiera/ de amor/ para que supieras».17 Cioran ofrece una analogía que sirve para comprender el alcance de este motivo jánico del amor y la muerte en el universo poético de Vilariño. Dice el filósofo: «La muerte está emparentada por más de un aspecto con el amor: una y otro, forzando el marco de nuestra existencia hasta el punto de hacerlo estallar, nos desintegran y nos fortifican, nos arruinan por el rodeo de la plenitud».18 Es la intensidad de esas «fuerzas», advierte Cioran, lo que conlleva en su propio germen la posibilidad del aniquilamiento: por suicidio, por angustia, por negación. En su vivencia de la negación la poeta es consciente de ese doble filo, liberador y a la vez asfixiante, tal y como se percibe en las imágenes del poema «Decir no», que en la edición original abría el libro No: «Decir no/ decir no/ atarme al mástil/ pero/ deseando que el viento lo voltee/ que la sirena suba y con los dientes/ corte las cuerdas y me arrastre al fondo/ diciendo no no no/ pero siguiéndola».19
La reiterada negación del inicio, así como el triple uso del adverbio en el penúltimo verso («no no no») son negaciones contradichas por las conjunciones adversativas y por sus correspondientes gerundios: «Pero deseando», «pero siguiéndola». De tal manera, las acciones son referidas a partir de una actitud deseante: «Que el viento lo voltee/ que la sirena suba y con los dientes/ corte las cuerdas». El arrastre lleva a un fondo de doble valor: el fondo del mar, el fondo del deseo mismo. Es un dejarse arrastrar por el «canto de perdición» de la sirena, que es, a la vez, la encarnación de un deseo mortal. Acaso sea este, como dice Cioran, el «gran sí [que] es el sí a la muerte, que puede uno proferirlo de varias maneras»,20 incluso desde la más porfiada de las negaciones. He aquí a la sirena como encarnación de lo paradójico en una poesía siempre tentada a negarse a sí misma, así como, con porfiada vitalidad y con ayuda de sus fieles lectores, a existir a su pesar.
1. Crelis Seco, S. Idea Vilariño: poesía e identidad. Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Bellas Artes, México, 1990, pág. 188.
2. Del libro No (1980). Todas las citas pertenecen a la primera edición de: Vilariño, I., Poesía completa, Cal y Canto, Montevideo, 2002, pág. 284.
3. «Idea Vilariño —¿Qué haría yo con mi poesía, con mi visión nihilista y escéptica –más bien que pesimista y angustiada– en medio de una revolución? Tal vez mi actitud más profunda sea un “producto” del sistema, como le explicó Enrique Amorim a Ariel Badano, que criticaba los que llamó mis Nocturnos para suicidas […]. Sin embargo, uno es más que su yo profundo, que su posición metafísica; hay otras cosas que cuentan. El dolor por la tremenda miseria del hombre, el imperativo moral de hacer lo posible por que se derrumbe la estructura clasista para dar paso a una sociedad justa. Aun cuando uno sea coherente con su actitud esencial –hay una sola coherencia posible–, no puede evitar ver el dolor, no puede rehuir el deber moral. Y entonces se pone a compartir la lucha, a ayudar la esperanza.» Benedetti, M., Los poetas comunicantes (Entrevistas), Biblioteca de Marcha, Montevideo, 1972, págs. 262-263.
4. Vilariño, I. Poesía completa, 2002, pág. 257.
5. El poema figura originariamente en la sección «Poetas» de Pobre mundo (1966) y el retrato de Baudelaire es de 1863.
6. Gregorich, L. Introducción en Vilariño, I. Poesía completa, 2002, págs. 7-12.
7. Op. cit., pág. 265.
8. Op. cit., pág. 82.
9. Op. cit., pág. 320.
10. Libro dedicado en su primera versión (1957) a Juan Carlos Onetti, quien en 1954 le dedicó a ella la nouvelle con el significativo título de Los adioses.
11 Benedetti, M., op. cit., págs. 257-258.
12. Cioran, E. La tentación de existir. Traducción de F. Savater. Taurus, Madrid, 1990, pág. 91.
13. Op. cit., pág. 189.
14. Vilariño, I., op. cit., pág. 297.
15. Cioran, E., op. cit., pág. 189.
16. Vilariño, I., op. cit., pág. 180.
17. Op. cit., pág. 166. Puesta en voz de Alfredo Zitarrosa: https://www.youtube.com/watch?v=jcAwlfTm70E.
18. Cioran, E., op. cit., pág. 190.
19. Vilariño, I., op. cit., pág. 272.
20. Cioran, E., op. cit., pág. 190.