En otro tiempo, festejar el aniversario de los partidos políticos era como cumplir años. Resultaba difícil deslindar la historia política de las biografías personales. La intensidad de las trayectorias de vida era parte del vértigo de la época. En ese tiempo nació el Frente Amplio (FA) y muchos jóvenes comenzaban su vida política votándolo por primera vez, en 1971.
El medio centenario del FA representa más tiempo que los 50 años transcurridos desde su fundación. De más lejos vienen las tradiciones y las historias de los partidos y los grupos que lo constituyeron, así como las miles de peripecias familiares y personales que marcaron la identidad de aquellas generaciones que acompañaron con entusiasmo militante la declaración constitutiva del 5 de febrero, el multitudinario acto del 26 de marzo y la candidatura a la presidencia de la república de Liber Seregni.
Aquel acontecimiento, que sintetizó años de lucha en la construcción de la unidad de la izquierda, tuvo características históricas que repercutieron en la estructura político-institucional del país y que también explican las razones de la vigencia del FA en el presente. Su nacimiento transformó definitivamente el sistema bipartidista, a la vez que amplió la democracia política en un sentido más pluralista. La misma configuración que adoptó la alianza política tuvo un efecto ejemplar, al combinar el carácter de coalición política con el de movimiento abierto a lo social y popular, en un momento histórico de crisis del Uruguay liberal, cuando importantes sectores de la población se autonomizaban de los partidos tradicionales y buscaban una alternativa programática antiautoritaria y transformadora del capitalismo y de la dependencia del país.
Los primeros aniversarios del FA no fueron fáciles. Su propio nacimiento fue percibido por la derecha como una amenaza para la conservación del poder. Por eso mismo cambiaron el discurso de la tolerancia por el del anticomunismo bajo un gobierno «pachequista», que buscaba la reelección a través de una campaña electoral que apostaba a la violencia y al miedo de la población mediante una propaganda que asociaba al FA con la invasión de tanques rusos y el Muro de Berlín, la confiscación de la propiedad privada y la apropiación de los hijos por el Estado. Recordemos que la misma dictadura brasileña estuvo decidida a invadir Uruguay por la frontera norte en el caso de un triunfo electoral frenteamplista.
El año 1972 fue el más sangriento de la democracia uruguaya predictadura: la brutalización de la política y la violencia estatal en el «combate a la subversión» se legalizó a través de las mayorías parlamentarias que hicieron de las medidas prontas de seguridad, la suspensión de garantías individuales, la congelación de salarios, el estado de guerra interno y la ley de seguridad instrumentos permanentes del gobierno. Las movilizaciones por reivindicaciones salariales y en defensa de las libertades, y el desempeño parlamentario en diversas interpelaciones y proyectos de ley reafirmaron otras características constitutivas de la identidad del FA como fuerza pacificadora y defensora de las conquistas sociales, los derechos humanos y las garantías individuales.
Su segundo aniversario, en 1973, fue en plena crisis institucional del mes de febrero, cuando los mandos militares desobedecieron al presidente Juan María Bordaberry y casi llegaron al enfrentamiento entre sus distintas armas, para luego proclamar, en los comunicados 4 y 7, que «no serían el brazo armado de intereses económicos ni oligárquicos». Las intensas movilizaciones populares y sindicales, el «alerta frenteamplista» entre febrero y junio de 1973, el «apoyo crítico» a aquellos comunicados y la sobreestimación por algunos sectores de izquierda de las tendencias «peruanistas» en la interna militar no fueron suficientes para impedir que los sectores de derecha, civiles y militares, lograran el acuerdo de Boiso Lanza para mantener en su cargo al presidente e institucionalizar en el Consejo de Seguridad Nacional de Uruguay el protagonismo político permanente de las Fuerzas Armadas. Dicho pacto puso proa al golpe de Estado del 27 de junio de 1973, ejecutado por el propio presidente constitucional con el apoyo de los militares, que instaló una dictadura cívico-militar por casi 12 años.
La dictadura fue una prueba de fuego para un FA que estaba aún en proceso de formación, convertido, además, en uno de los objetivos de la represión del régimen. La militancia frenteamplista se integró a la huelga general en facultades, barrios y parroquias, y en la ocupación de los lugares de trabajo, cumpliendo con la convocatoria de la Convención Nacional de Trabajadores en respuesta al golpe de Estado. Levantada la huelga después de 15 días, sin haber podido revertir la situación de facto, las autoridades del FA pasaron a funcionar en la clandestinidad bajo la presidencia de Juan José Crottogini. La forja de la identidad frenteamplista integró entonces otro de sus principios esenciales: el antiautoritarismo.
El general Seregni fue encarcelado el 9 de julio, y su conducta se transformó en un símbolo ético de la resistencia antidictatorial. Su liderazgo y su lucidez en las duras condiciones de la prisión política posibilitaron la supervivencia del frenteamplismo a través de su directiva de «votar en blanco», en ocasión de las elecciones internas de 1982. Lejos de cultivar el odio durante su encierro, recuperó la libertad con una propuesta de pacificación y entendimiento para el restablecimiento de la democracia en el país. El FA, perseguido y aislado durante más de una década, se transformó en un interlocutor político válido durante el proceso de transición, aun con las limitaciones que dicho proceso pactado finalmente demostró, sobre todo en materia de verdad y justicia.
El resultado de este proceso histórico ya en la etapa democrática permitió la transformación del FA en alternativa de gobierno a partir de conquistar, primero, la Intendencia de Montevideo y, luego, los tres gobiernos nacionales consecutivos. Aún hoy, luego de su derrota en las últimas elecciones, el FA constituye por sí solo la fuerza mayoritaria en el país. Estos 50 años se suceden entre dos siglos, casi por partes iguales. El siglo XX corto, que comenzó con la Primera Guerra Mundial y la revolución rusa, y concluyó con la «implosión del socialismo real», la globalización del capitalismo y el «fin de las utopías». Y este siglo de la «era digital», la posmodernidad cultural, la robotización y el problema del empleo, y de los cambios en la subjetividad de las personas dentro de un sistema capitalista que ha devenido un modo de vida, condicionando nuestras formas de pensar, sentir y consumir hasta incidir sobre nuestros cuerpos y nuestros deseos.
En el cruce de estos dos siglos se mezclan lógicas diferentes que exigen también distintas respuestas de lo político. Hay una agenda programática del FA que viene del siglo XX, que tiene que ver con problemas estructurales y culturales del país que permanecen, que no pudieron resolverse definitivamente bajo los gobiernos de izquierda. En ese marco, hay también problemas internos heredados: la famosa autocrítica pendiente; el recambio de los liderazgos históricos; la elección de nuevas autoridades y la superación de los personalismos y las lógicas sectoriales en un clima fraternal, y la adopción de formas organizativas más adecuadas para articular la fragmentación de grupos y mantener el nexo fluido entre la dirección, los partidos, la bancada y la militancia. A esta lista de pendientes podríamos agregar el diálogo directo con la sociedad, especialmente con el interior del país, y la recreación de vínculos con la sociedad civil; la ampliación de las alianzas para la recomposición de un proyecto cultural que entusiasme y contribuya a rehacer el vínculo entre intelectuales y política, y la continuidad de la lucha contra la impunidad, por verdad y justicia.
También el siglo XXI plantea otro tipo de agenda, que condicionará las formas de hacer política y los estilos de liderazgos: problemas vinculados al pluralismo mayor de la sociedad y los desafíos para elaborar y representar un proyecto político en la diversidad; la transformación de la democracia en una «democracia de minorías gobernantes» y, por tanto, la necesidad de planificar una estrategia de crecimiento político y electoral en torno a un proyecto menos hegemónico y más articulador de la suma de voces; los desafíos de una política comunicacional con nuevos instrumentos y su democratización; la emergencia de la pandemia y la biopolítica, así como la crisis económica, social y productiva resultado de la profunda reestructura en curso del capitalismo mundial.
No se podría entender la vigencia del proyecto de izquierdas en Uruguay ni la densidad política y cultural del FA sin esta acumulación histórica de medio siglo que, si bien no contiene las respuestas sobre el futuro, sí contiene los principios, la experiencia y el dolor suficientes para seguir buscándolas y lograr el objetivo final de una sociedad más democrática, igualitaria y solidaria.