Transcurría febrero de 2019. Con un grupo de colegas venimos haciendo una investigación sobre configuraciones de la pobreza urbana con trabajo de campo en dos barrios populares de Montevideo y tres en la ciudad de Rivera.1 En uno de los recorridos junto con Marcelo por Las Tablas, uno de los barrios de Rivera,2 nos comentaron de una familia que estuvo entre quienes primero poblaron el lugar y se dedicaban a la venta de «yuyos». Nos dirigimos hacia el lugar, interesados por el engarce entre conocimientos y prácticas tradicionales con la subsistencia económica.
Allí nos recibieron dos mujeres, hijas de Carmen, la dueña de casa, quienes nos hicieron pasar para que conociéramos a su madre. Atravesamos un pasillo angosto y desembocamos en un living de pequeñas proporciones donde estaba ella. Una de las hijas le habló cerca del oído, le dijo que estábamos haciendo un trabajo sobre el barrio. Ella accedió a conversar, me aproximé, la saludé. Habíamos llegado de improviso, así que acordamos volver con más tiempo. En nuestra segunda visita, esta vez con Camilo, hablamos largo y tendido. Carmen nos contó de su propia labor como bagayera y yuyera, y de la pericia que requiere reconocer cada planta y sus usos medicinales.
Carmen tenía 62 años. Estaba sentada en una silla de ruedas, con los ojos tapados con un paño húmedo. Contó que quedó ciega a causa de un tumor cerebral que, además, le ocasionaba intensos dolores de cabeza. La inseguridad para desplazarse que le provocó la ceguera, junto con otras dolencias, hicieron que comenzara a usar silla de ruedas. También tenía epilepsia. Nos dijo que el tumor es producto de los golpes que ha sufrido en los ataques de epilepsia a lo largo de su vida. «De ahí me vino», explicó.
Carmen nació en la ciudad de Paysandú, pero fue a la escuela en Merinos, un pueblo del departamento. Eran diez hermanos. Su madre y su padre trabajaban en estancias, donde ella y sus hermanos se criaron. No fue una infancia memorable, «pasé mucho trabajo», recordó. Su padre era alcohólico, por lo cual aportaba poco y eso fue razón suficiente para que los niños debieran sostener la economía del hogar, pues su mamá «solita no podía». Ella salía junto con dos hermanos a pedir comida y ropa. También salía con su madre tirando un carro de mano para recolectar, y luego vender, cartón y papel. Algunos trabajos informales tienen larga data.
A los 15 años se casó y a los 16 tuvo su primer hijo. Poco después se mudó a Rivera, donde vivía la familia de su marido. Carmen insistió con que su vida no fue fácil, pasó necesidad y mucho trabajo, perdió dos hijos, crio seis y tuvo que soportar a un marido «muy parrandero», que se perdía durante meses. En los últimos años, su autonomía se redujo de forma significativa. Estaba al cuidado de sus hijas y nietas, y prácticamente no salía de su casa. Eso le provocaba una gran angustia.
Intenté animarla invitándola a participar de una reunión que realizaríamos con un grupo de vecinas y vecinos para intercambiar sobre temas del barrio. Me parecía valioso contar con su presencia. Sería a escasos metros de su casa, en el salón comunal. Carmen quería ir, pero manifestó algunos reparos, pues ¿cómo iba a hacer para llegar? Hacía tanto que no salía… Lógicamente, sentía miedo. Nos ofrecimos para ir a buscarla y acompañarla de regreso y aceptó. Una semana más tarde, el día de la reunión, fui nuevamente a su encuentro mientras Marcelo permanecía en el salón comunal recibiendo a la gente. Ella estaba lista y sonriente, una mezcla de alegría y nervios. La hija condujo la silla desde el interior de la casa hasta la vereda, donde me pasó la posta. No era la primera vez que maniobraba una silla de ruedas, con lo cual creía saber cómo sería. Sin embargo, no tuve en cuenta el esfuerzo adicional que requiere el desplazamiento sobre balastro, el estado y tipo de silla de ruedas de Carmen y su peso, cosas que me tomaron por sorpresa apenas di los primeros pasos. En efecto, el estado de la calle provocaba que la marcha fuese irregular y lenta y la silla era todo menos ergonómica, como esas que se usan en los hospitales, donde el cuerpo de la persona queda hundido.
Con empeño logramos llegar hasta el salón, donde se nos presentaron nuevas barreras: los escalones, que, aunque pocos y de escasa altura, eran suficientes para impedir su ingreso. Allí el trabajo fue mancomunado junto con algunas de las personas que ya se encontraban en el lugar. De igual modo, luego de la actividad, la salida también fue difícil y debieron intervenir varios. Carmen se tomaba de los apoyabrazos con fuerza porque temía caerse. Se encontraba expuesta, a pesar de que intentábamos tranquilizarla. Al final, la peripecia valió la pena, pues en la reunión se reencontró con vecinas y vecinos que hacía mucho que no veía y que celebraron su presencia.
La experiencia con Carmen propició un conjunto de aprendizajes que entrelazan condiciones de vida en barrios populares y dependencia, y que hacen emerger algunos dilemas. En primer lugar, nos permiten interrogar la presencia en el espacio público y la participación en ámbitos de discusión colectiva en tanto modos emblemáticos de la construcción ciudadana y política. La lógica de la asamblea, de la movilización, de la organización social, barrial, sindical o la participación en actividades culturales –incluso de algunas dinámicas de investigación, como este caso refleja– requieren determinadas facultades corporales que damos por supuestas y que no solemos problematizar. O si las problematizamos, no sabemos cómo resolver.
En otras palabras, la participación social da por supuesto un sujeto (según en qué ámbito nos encontremos, participarán más adultos que jóvenes y más varones que mujeres o viceversa), pero también da por supuesto un tipo de cuerpo: el cuerpo capaz. Y, por supuesto, permítaseme la redundancia, supone determinada racionalidad: queda en el tintero hablar de la participación social, cultural y política de personas con «discapacidad intelectual».
La contracara de este sujeto político corporalmente capaz es la exclusión de quienes no cumplen con el «imperativo normal», como ha señalado la investigadora Melania Moscoso.3 La historia de Carmen, aquí apenas esbozada, da cuenta de una trayectoria de vulneración de derechos, una vida de gran sacrificio y necesidades, tal como ella lo relató. Pero si a esto le añadimos la dependencia física, que apareció en su adultez, el panorama se oscurece. Pero se oscurece, antes que por la dependencia en sí, por las condiciones materiales y sociales bajo las cuales acontece.
Durante el trabajo de campo de esa investigación etnográfica, conocimos a varias personas con distintos tipos de discapacidad y variados grados de dependencia. Algunas eran producto de accidentes de trabajo en condiciones sumamente precarias, otras devinieron de enfermedades y otras eran de nacimiento, o «congénitas», como dicen los médicos. Pero, más allá del origen de sus discapacidades, compartían algunas experiencias: la reclusión en el hogar y la presencia de una figura femenina que se encargaba de la asistencia personal necesaria. Si hasta hace no tanto tiempo la reclusión de las personas con discapacidad de sectores medios y acomodados se vinculaba al estigma social y al desprestigio familiar, en contextos de precariedad se asocia, sobre todo, a la falta de recursos y a las barreras materiales. Donde hay hambre, no queda espacio para la vergüenza.
La dimensión de clase ocupa un lugar sustantivo en lo que a la dependencia atañe, una cuestión que políticas como el Sistema Nacional Integrado de Cuidados apenas y de forma parcial comienzan a atender. Se podría considerar que, con el apoyo necesario, las personas podrían participar de distintas actividades y tener mayor presencia en el espacio público. De hecho, es una tarea frecuente entre asistentes personales acompañar a niñas/os con discapacidad a los centros educativos. Sin embargo, cabe pensar que la mera presencia de una asistente no alcanza cuando hay subjetividades engrosadas en la exclusión social y económica de años. Además, el escaso tiempo que las asistentes pasan junto a las personas asistidas en general se dedica a actividades básicas de aseo y alimentación. Sería importante, en este sentido, visibilizar cómo se tienden los vínculos entre asistentes personales y destinatarias/os de esta política que pertenecen a distintos sectores sociales e, incluso, estudiar cómo se instruye a las y los asistentes personales en dimensionar las implicancias de que la persona asistida es un sujeto político. Pero no todas las personas que lo necesitan cuentan con asistentes personales. Carmen, como dijimos, estaba al cuidado de su familia.
¿Cómo se construye la autonomía y la participación ciudadana de las personas con dependencia que viven en barrios populares de todo el país? Los distintos programas, por ejemplo, juveniles o laborales, ¿cómo consideran las condiciones concretas de las distintas personas y cómo buscan mecanismos para propiciar su presencia? ¿Qué valor se le da a la participación plural y qué recursos se destinan para ello? En un momento de desmantelamiento de políticas sociales y de distanciamiento del Estado de los más desfavorecidos, es de esperarse que en estos casos la precariedad se profundice, la participación se fragmente y colectivamente lo sigamos ignorando, porque lo que no irrumpe en el espacio público en general pasa desapercibido.
Por último, no quiero dejar de referirme al aprendizaje etnográfico. Con frecuencia, nuestra experiencia previa nos impulsa a tomar decisiones en el campo y a asumir ciertos riesgos. En este caso, tomé como un asunto personal y político que Carmen hiciera parte del intercambio con vecinas y vecinos, pero desconocía la dificultad que implicaba y, sobre todo, la inseguridad que a ella le provocó. Fue el haber tenido que disponer mi cuerpo –también junto con los vecinos y mis compañeros de equipo, cuando sola era imposible– para hacer el trabajo que otras personas hacen en su cotidiano lo que me permitió entender las vacilaciones de Carmen y sus temores. Sentir la fricción de la silla sobre el suelo vibrando a través de mi cuerpo y el suyo, reconocer la fuerza que hace falta para desplazamientos incluso mínimos, la importancia de contar con las herramientas adecuadas y lo hostil que puede revelarse el entorno le pusieron carne y sensación a la reflexión política.
1. La investigación fue coordinada por Marcelo Rossal e integramos el equipo Antía Arguiñarena, Gonzalo Gutiérrez, Camilo Zino y quien suscribe.
2. El nombre del barrio ha sido modificado para preservar a las y los interlocutores.
3. Melania Moscoso, «La “normalidad” y sus territorios liberados», Dilemata, Año 1, N.º 1, 2009, págs. 57-70.