Ya era bastante raro pasar de la Ley de Urgente Consideración a los Oscar, cuando de pronto ocurrió. Will Smith se estaba riendo y de repente se levantó de su asiento y a grandes zancadas se dirigió hacia el escenario, donde estaba Chris Rock, para darle vuelta la cara de una cachetada, con un swing que ni Tiger Woods. Luego desanduvo camino, volvió a sentarse y, con el rostro desencajado, se puso a gritar desde la silla, mientras todos a su alrededor se preguntaban qué demonios estaba pasando. El problema era un chiste sobre el rapado que lucía Jada Pinkett Smith, su esposa. Como consecuencia, ahora el mundo entero conoce la palabra alopecia (12 puntos en el Scrabble).
Cuando algo inesperado sucede, la gente tiene una irrefrenable necesidad de situarse. No es posible ir por la vida sin tener una opinión sobre algo que vieron 17 millones de personas.
«El hecho violento de la noche fue el chiste de Chris Rock», dijeron muchos (palabras clave: respeto, enfermedad, los límites del humor, honor). Para este grupo de personas es, si no justificable, por lo menos entendible golpear a los que nos ofenden y, por alguna razón misteriosa, machucar al atrevido es una manera de lavar el honor. Tienen una cajita expansible donde guardan los temas sagrados e intocables, entre los que se encuentra, desde el pasado domingo, la calvicie. De este grupo de personas se reclutan los soldados, dispuestos a morir y matar por los temas que guardan en esa cajita de contenido variable, pero en la que suelen repetirse la familia, la propiedad privada y la tradición (ya sea en forma de patria o de religión). No parece importarles que las entregas de premios en las que un grupo de multimillonarios se reúne a autocelebrarse –para poder ser, si todo va bien, multibillonarios– suelen incorporar la burla de los presentadores como un pequeño antídoto para quitarle un poco de ignominia a esa exhibición impúdica. Los chistes autoconscientes o que airean detalles vergonzosos de las estrellas van dirigidos a removerles un poco el aura y hacer temblar por un minuto (a veces hasta dos) la situación de excepcional privilegio en la que se encuentran. Es una especie de rito aceptado, similar al del carnaval y que ha llegado a su punto más alto con la conducción de Ricky Gervais de los Globos de Oro. El anfitrión es, entonces, el representante de los comunes, quienes son, en última instancia, la fuente de la riqueza y la fama de las celebridades. Gervais, antes de que comenzara la ceremonia, tuiteó que, si le hubieran encomendado conducir los Oscar, él habría comenzado diciendo: «Hola, espero que este espectáculo ayude a levantar el ánimo a la gente común que está mirando desde sus casas. Para un desempleado, por ejemplo, puede resultar consoladora la idea de que ni siquiera teniendo un trabajo su salario alcanzaría para comprar la bolsa de regalos que le dieron a cada uno de los actores. Me complace anunciar que estos son los Oscar más diversos y progresistas de la historia. Cuando miro a la platea, veo gente de todo tipo. Cada grupo demográfico bajo el sol está representado. Salvo los pobres, obviamente. Que se vayan a la mierda».
Para los más literales, sin embargo, el hecho violento de la noche fue el golpe propinado por Smith (palabras clave: WTF, Muhammad Alí, agresión, cine clásico, modelo de conducta). En pocas palabras: no se golpea a la gente y, mucho menos, en uno de los shows más vistos de la tele y cuando se es un ídolo de multitudes. Sobre todo, si se es parte de una industria que pone en sus productos masivos frases como: «Un gran poder conlleva una gran responsabilidad». A la violencia del acto de Smith se le suma el desagrado ante una profunda vulgaridad a la que el recinto del Oscar se creía inmune. Ya no.
Para otro grupo, los dos anteriores son unos ingenuos: el hecho violento de la noche fue el discurso de Smith, de una indignidad vergonzosa y una ruindad sin ambages (palabras clave: masculinidad tóxica, hipocresía, sociopatía, narcisismo). No contento con comportarse como un matón, cinco minutos más tarde Smith se subió al escenario a llenar todo el micrófono de mocos de cocodrilo y ensayar excusas peligrosas, del tipo «el amor nos hace hacer locuras» y «en tu momento más alto aparece el diablo para tentarte». Un discurso autocomplaciente, soberbio, en el que no tuvo empacho en retratarse como un héroe protector, y en el que utilizó sin pestañar a otras personas en su propio beneficio (la familia Williams, retratada en el film por el que lo premiaban). Las palabras de Smith revelaron, además, que no estaba arrepentido, sino levemente preocupado por el daño que su conducta podía significar para su carrera. Una infamia.
Pero otros opinan que el hecho violento de la noche fue la quietud de la Academia al permitir que Smith no solamente permaneciera en el recinto, sino que fuera premiado unos minutos después (palabras clave: doble estándar, cretinos morales, Los Angeles Police Department). La cara de Rock, estupefacto, mirando hacia los costados, parecía clamar «¿no van a hacer nada?». «¡Claro que sí! ¡Darle un premio, la ovación de sus pares y todos los minutos que quiera para hablar por el micrófono!», respondía la Academia, disfrazada de Patricio Estrella.
Pero eso no es nada, dicen otros. El hecho violento de la noche fue la ovación de pie que le ofrecieron sus colegas (palabras clave: casi todas las anteriores). Ni un solo abucheo. Nadie que se quedara con los brazos cruzados en señal de protesta. Era más oneroso condenar a Smith que a Rusia.
Sin embargo, para la Academia, el hecho violento de la noche fue opacar el esfuerzo de la Academia por mejorar el espectáculo y garantizar la paridad de los premios. Tantos técnicos sacrificados en el altar de la agilidad, tanto góspel atlético para acelerar el otrora moroso In Memoriam, tanto trabajo para equilibrar las representaciones a todos los colectivos, borrada de un cachetazo. Porque si estos Oscar buscaban un equilibrio de raza, género e identidad sexual, el hecho violento de la noche fue reafirmar el estereotipo de los negros como brutos incivilizados, de los hombres como seres incapaces de refrenar sus impulsos, de las mujeres como seres indefensos que necesitan protección de un hombre.
Existe otro grupo, todavía: aquellos que afirman que el hecho violento de la noche fue hacernos caer en la cuenta de que ya es imposible distinguir ficción de realidad y ya hay conspiranoicos pasando el video en cámara lenta para probar que Smith no golpea a Rock, que este se dobla una milésima de segundo antes de que la mano abierta de Smith haga contacto con su cara, en una palabra, que estaba todo armado y que a Rock y Smith les pagaron mucho dinero para ayudar al rating de una ceremonia moribunda o que lo que hacían era trabajar al servicio de, pongámosle, una agenda secreta de dominación diseñada por la elite de reptilianos que miraba expectante desde la platea con una vacuna anticovid oculta debajo de la aleta.
Y, así, se fue la noche en el Dolby. Luego, todos se fueron a la fiesta de Vanity Fair, en la que Kathy Hilton bebía champagne con Joan Collins y Kim Kardashian, Kristen Stewart –que se había cambiado de ropa para ponerse un vestido Chanel con bolsillos– charlaba en la barra con Pablo Larraín, las hermanas Haim se sacaban fotos con el hijo de Philip Seymour Hoffman y Bill Murray abrazaba a Sofia Coppola, que había llegado a la fiesta con su padre.
Nadie comentó que el hecho violento de la noche fue sobre el cuerpo del cine.