Hubo un tiempo en que los bienes de capital eran solo los medios de producción fabricados. El aparejo de pesca rescatado por Robinson Crusoe, el arado de un granjero y el horno de un herrero eran bienes que ayudaban a capturar más peces, producir más alimentos y obtener herramientas de brillante acero. Luego llegó el capitalismo y otorgó a los propietarios del capital dos nuevos poderes: el de obligar a quienes no tienen capital a trabajar por un salario y el de marcar la agenda en las instituciones que formulan las políticas públicas. Hoy, sin embargo, se está emergiendo una nueva forma de capital y se está forjando una nueva clase dominante, quizás, incluso, un nuevo modo de producción.
El comienzo de este cambio fue la televisión abierta. La programación en sí no podía comercializarse, así que se la usó para atraer la atención de los espectadores antes de venderla a los anunciantes. Los patrocinadores de los programas utilizaron su acceso a la atención de la gente para hacer algo audaz: encauzar las emociones (que habían escapado a la mercantilización) a la tarea de profundizar… la mercantilización. La esencia del trabajo del publicista fue encapsulada en una frase de Don Draper, el protagonista ficticio de la serie de televisión Mad Men, ambientada en la industria publicitaria de la década del 60. Al asesorar a su protegida, Peggy, sobre cómo pensar sobre la barra de chocolate Hershey, que su empresa promocionaba, Draper captó el espíritu de la época: «No compras una barra Hershey por un par de onzas de chocolate. La compras para recuperar la sensación de ser amado que conociste cuando tu padre te compró una por haber cortado el césped». La comercialización masiva de la nostalgia a la que alude Draper marcó un punto de inflexión para el capitalismo. Draper señala una mutación fundamental en su ADN. Fabricar con eficiencia cosas que quería la gente ya no era suficiente. Los deseos de la gente eran, en sí mismos, un producto que requería una hábil fabricación.
Tan pronto como los grandes conglomerados se apoderaron del incipiente Internet, decididos a mercantilizarlo, los principios de la publicidad se transformaron en sistemas algorítmicos que permitieron apuntar a tipos específicos de personas, algo que la televisión no podía respaldar. Al principio, los algoritmos (como los usados por Google, Amazon y Netflix) identificaron grupos de usuarios con patrones y preferencias de búsqueda similares y los agruparon con el fin de completar sus búsquedas, sugerirles libros o recomendarles películas. Pero el gran avance se produjo cuando los algoritmos dejaron de ser pasivos. Una vez que pudieron evaluar en tiempo real su propio desempeño, comenzaron a comportarse como agentes, monitoreando y reaccionando a los resultados de sus propias acciones. Fueron afectados por la forma en que afectaban a las personas. Antes de que nos diéramos cuenta, la tarea de insuflar deseos en nuestras almas fue arrebatada a Draper y a Peggy, y entregada a Alexa y a Siri. Quienes se preguntan cuán real es la amenaza que supone la inteligencia artificial para los trabajos de oficina deberían preguntarse: ¿qué es lo que hace exactamente Alexa?
Aparentemente, Alexa es una sirvienta mecánica del hogar a la que podemos mandar para que haga lo que queramos. Le damos órdenes para que apague las luces, pida leche, nos recuerde que llamemos a nuestras madres, etcétera. Por supuesto, Alexa es solo la fachada de una gigantesca red ubicada en una nube de inteligencia artificial a la que millones de usuarios entrenan varios miles de millones de veces por minuto. A medida que hablamos por teléfono o nos movemos y hacemos cosas en la casa, ella aprende nuestras preferencias y hábitos. A medida que nos va conociendo, desarrolla una inquietante habilidad para sorprendernos con buenas recomendaciones e ideas que nos intrigan. Antes de que nos demos cuenta, el sistema ha adquirido poderes sustanciales para guiar nuestras elecciones. En los hechos, para mandarnos para que hagamos lo que quiera.
Con dispositivos o aplicaciones basados en la nube similares a Alexa, que ocupan el papel que una vez ocupó Draper, nos encontramos en la más dialéctica de las regresiones infinitas: entrenamos al algoritmo para que nos entrene para servir a los intereses de sus propietarios. Cuanto más lo hacemos, más rápido aprende el algoritmo cómo ayudarnos a entrenarlo para darnos órdenes. Como resultado, los dueños de este capital de control algorítmico basado en la nube merecen un término nuevo para distinguirlos de los capitalistas tradicionales: nubelistas. Los nubelistas son muy diferentes a los dueños de una firma de publicidad tradicional, cuyos anuncios también podían convencernos de comprar lo que no necesitábamos ni deseábamos. Por glamorosos o inspirados que hayan sido sus empleados, sus empresas de publicidad, como la ficticia Sterling Cooper, de Mad Men, vendían servicios a las corporaciones que intentaban vendernos cosas. En cambio, los nubelistas cuentan con dos nuevos poderes que los diferencian del sector de servicios tradicional.
En primer lugar, los nubelistas pueden obtener grandes beneficios de los fabricantes cuyas cosas nos persuaden de comprar, porque el mismo capital de mando que nos hace querer esas cosas es la base de las plataformas (amazon.com, por ejemplo) donde se hacen esas compras. Es como si Sterling Cooper se hiciera cargo de las tiendas en las que se venden los productos que anuncia. Los nubelistas están convirtiendo a los capitalistas convencionales en una nueva clase vasalla, que, para tener la oportunidad de vendernos cosas, debe rendirles tributo. En segundo lugar, los mismos algoritmos que guían nuestras compras también tienen la capacidad subrepticia de mandarnos directamente a producir nuevo capital de mando para los nubelistas. Hacemos esto cada vez que publicamos fotos en Instagram, escribimos tuits, ofrecemos reseñas de libros de Amazon o simplemente nos movemos por la ciudad de forma que nuestros teléfonos aporten nuevos datos a Google Maps.
No es de extrañar, por tanto, que esté surgiendo una nueva clase dominante, compuesta por los propietarios de una nueva forma de capital, basado en la nube, que nos ordena reproducirlo dentro de su propio reino algorítmico de plataformas digitales, especialmente diseñadas con ese fin y fuera de los mercados laborales o de productos convencionales. El capital está en todas partes, pero el capitalismo está en decadencia. En una era en la que los dueños del capital de mando han obtenido un poder exorbitante sobre todos, incluso sobre los capitalistas tradicionales, esto no es una contradicción.
(Texto publicado originalmente por Project Syndicate. Brecha lo reproduce con base en una traducción de G. Buster para Sin Permiso.)
* Yanis Varoufakis fue ministro de Finanzas de Grecia, puesto del que dimitió por su oposición al acuerdo con la Unión Europea por la deuda griega. Fue el cofundador del Movimiento por la Democracia en Europa (DIEM 25). Es diputado y portavoz de ese grupo en el Parlamento griego y profesor de economía en la Universidad de Atenas.