No está acá para decirme: «Pero qué poca imaginación, usar el nombre de un libro que reúne algunas de mis entrevistas. ¿No se te ocurre nada mejor?». «No, María, fíjate que les quité el plural a los dos términos, te los dejé en singular, para vos sola. Porque fuiste protagonista, y también sobreviviente.»
Y sé que revolea su bufanda de seda para acomodarla antes de irse, murmurando algo mientras se aleja ágil y decidida por los viejos patios de Brecha.
Guardo ese librito de Arca, fechado en 1969, cuando María Esther era para mí un nombre admirado y lejano, el de una mujer que se atrevía a perseguir, para hacerlos hablar y sobre todo para conocerlos, para atrapar aunque fuera un soplo, pero un soplo vital, revelador, a políticos, poetas, boxeadores, prostitutas, músicos, pintores, actrices. Desde el escurridizo e histriónico (mal que le pese) Juan Carlos Onetti hasta un proxeneta (ella escribe, desenfadadamente, cafisho, como debe ser) atrapó esta diabla preguntona. El verbo atrapar no es casual. A la manera de esos eminentes dibujantes que, en un par de trazos, en un sombreado peculiar, capturan un gesto que es una esencia, María traía con sus palabras una silueta en un instante determinado, un soplo de vida único, irrepetible.
Me piden que escriba cómo era trabajar con ella. ¿Y qué puedo decir? Uno no trabajaba con ella. El con se reducía, en el mejor de los casos, a pactar un nombre, un espacio, una fecha de entrega. Y ella andaba a su aire, descubriendo siluetas que de pronto el resto no percibía. Un pai de santo, un taximetrista, un ignoto artista popular. Hay leyendas sobre sus andanzas en barrios «no aconsejables» para una señora esbelta y rubia… pero, aun robada, ella sobrevivía. En los últimos años estaba fascinada con el psicoanálisis, y costaba mucho hacerla entender que las escasas páginas culturales de Brecha no podían darse el lujo de incluir una entrevista por número a un psicoanalista. Igual se las arreglaba cada tanto para meter un gol de media cancha, como la entrevista que le hizo al músico, al parecer de difícil acceso y escasa facilidad de palabra, Abel Carlevaro. Una total y cálida maravilla. Digo entrevista y me parece que me quedo corta, que la denominación es insuficiente. ¿Pregunta/respuesta? ¡Qué va! ¡Cualquiera hace eso! Lo de ella era la pregunta, claro, pero también la provocación, el descolocar al entrevistado, el desarmarlo desde la ingenuidad, el mirarlo desde el afuera hacia el adentro. Muchas de sus entrevistas no son tales, sino verdaderas crónicas de vida, en las que se percibe no solo a la periodista, sino a la fina escritora que también fue.
Así que trabajar con ella no fue tal, sino una gozosa experiencia de aprendizaje (mío, alumna poco aventajada), y sobre todo compartir charlas, discusiones, comidas, chismes, sorprenderse con esa gran y experimentada dama que no dejó de ser nunca la muchachita insolente que ofuscaba a Quijano.
No mucho antes de caer enferma estaba encantada programando un viaje ¡al África! Ay, María… Protagonista, siempre. Sobreviviente, también, de una generación sin duda fermental, pero que supo más de sombras y angustias que de alegría, y en la que ella es como un faro solitario, lleno de brillo, placer de vivir, coraje.
Bueno, eso. No puedo ponerme solemne a propósito de María Esther.
No me lo perdonaría.