Despejados los nubarrones más oscuros de la pandemia, las dinámicas del delito recobran su vigor y las maquinarias mediáticas de la inseguridad, que tan funcionales fueron a la oposición durante los 15 años de gobiernos del Frente Amplio (FA), comienzan a erosionar algunos supuestos de la narrativa oficial. A pesar del fuerte control del aparato de opinión, los homicidios, los robos violentos y los copamientos mantienen su presencia en las pantallas. El aumento de la violencia, las evaluaciones ciudadanas que pasan a ser mayoritariamente negativas y el talante del liderazgo de un ministro que solo hace valer su capital político, que mecánicamente le da la razón a las demandas, que no logra salir del argumento de la «herencia maldita» del FA y que no siempre puede controlar su cinismo («ahora podemos salir con carteras», «en las cárceles uruguayas se violan los derechos humanos»): todos esos factores marcan un fuerte cambio de contexto en las políticas de seguridad luego de los determinantes meses de la pandemia.
Ninguno de esos cambios, sin embargo, parecen reflejarse en la exposición de motivos del proyecto de rendición de cuentas que está a estudio del Parlamento. El gobierno se mantiene firme en la defensa de sus tres objetivos generales: restituir el orden, respaldar a la Policía y aplicar la ley. Pero la realidad del último año se empecina en introducir incertidumbres. En varios espacios sociales la violencia recrudece, distintos sectores de la Policía dudan del respaldo –hasta ahora lo que han conseguido es la reducción del salario real– y la aplicación de la ley no puede disimular su naturaleza selectiva y arbitraria.
El foco en el narcotráfico, la entronización de la política del «operativo» (allanamientos, procedimientos de alto impacto, etcétera) y la ilusión de haber pasado de un modelo policial reactivo a otro preventivo son las razones que se esgrimen en esta rendición de cuentas para explicar el «descenso» de los delitos. El gobierno dibuja las causas que más le convienen y atribuye un resultado que, al menos desde la mitad de 2021, está lejos de ser cierto.
Pero la coyuntura se introduce en el articulado de una rendición de cuentas y ofrece cuatro rasgos principales: el aumento salarial para policías y militares, la creación de un número relevante de cargos policiales en el Ministerio del Interior (MI), la consolidación de la militarización de la seguridad y la asignación de recursos para distintas necesidades del Estado penal. Ni ideas estratégicas, ni planes integrales, ni respuestas elaboradas para afrontar los desafíos de la coyuntura. El gobierno se mantiene en la línea de la vigilancia, la focalización en los eslabones más débiles del delito organizado a nivel territorial, la segregación punitiva y el encierro incapacitante.
Seguridad ciudadana y defensa nacional aparecen juntas en la exposición de motivos de esta rendición de cuentas. El rol de las Fuerzas Armadas en tareas de prevención del delito en zonas próximas a las fronteras es destacado en el proyecto (el punto ameritaría, en otro momento, una evaluación política e institucional). Complementariamente, uno de los artículos de la rendición de cuentas define a la actual Guardia Republicana como una «fuerza intermedia» y cambia su lugar de dependencia funcional: de la órbita del MI pasa a subordinarse a la Dirección de la Policía Nacional.
La militarización de los cuerpos policiales no es una tendencia nueva en Uruguay. La creación de la Guardia Republicana en 2010, la ampliación de sus funciones y su despliegue táctico y operativo por todo el país marcan uno de los cambios policiales más importantes. Su relevancia es un indicador de la concepción de la seguridad que ha predominado, y su desarrollo ha sido paralelo al agravamiento de las situaciones de violencia y al señalamiento de la intensificación de la violencia del Estado en los territorios más vulnerables. Qué planes específicos tiene este gobierno con relación a las competencias de la Guardia Republicana no lo sabemos todavía. Lo cierto es que en esta rendición de cuentas se le quita el control político directo y se la coloca dentro de un espacio de poder policial cada vez más amplio. Con esta iniciativa, la gestión política retrocede en sus pretensiones de mando de las instituciones estratégicas de la seguridad.
Esa voracidad corporativa se refleja en los artículos que permiten que una parte del valor de los bienes recuperados de autores imputados por delitos contra la propiedad se reparta entre los policías que fueron parte del procedimiento o que vehículos incautados en procesos judiciales no vinculados con el narcotráfico queden a disposición del MI. La memoria reprimida de cuando las fuerzas de seguridad se «apropiaban» de bienes y recursos de las personas perseguidas regresa ahora bajo la forma de una racionalización legal. Una Policía que gestiona sus recursos a través del cumplimiento de sus funciones no solo es un gran riesgo institucional, sino que además le quita a la política la posibilidad de decidir destinos más trascendentes para esos activos recuperados. ¿Por qué no pensar esos recursos para apoyar, por ejemplo, las políticas de víctimas en el país?
En el plano policial, el proyecto incluye otras medidas menores, pero reveladoras: originalmente contratados para cumplir funciones de atención al público en comisarías y otras dependencias estratégicas, los llamados becarios pasan a desempeñarse en el MI. Si a esto le sumamos la extraña afirmación del ministro –ratificada en este proyecto de ley– sobre la creación de 100 nuevas unidades policiales (esto parece imposible, salvo que se refloten viejos destacamentos semioperativos o que otras unidades existentes cambien de nombre y pasen a llamarse comisarías), llegamos a un punto decisivo: ha existido una reestructura profunda en la base territorial de la Policía, cuyos alcances deberían poder estudiarse a fondo. Esta reestructura ha de tener impactos en las formas de recibir, procesar y contabilizar las denuncias ciudadanas de los distintos delitos. Pequeños ajustes marginales en estas formas ya son suficientes para explicar los cambios de tendencia registrados en los delitos masivos (hurtos, rapiñas) desde 2020 hasta la fecha.
En cuanto al sistema penitenciario, la prioridad está orientada a gestionar la permanente situación de hacinamiento. La población carcelaria sigue creciendo, y aquí nos enfrentamos a nuevos desafíos interpretativos. ¿Qué explica ese crecimiento? ¿Acaso una Policía más eficiente, como sostiene el gobierno? ¿Puede hablarse de eficacia policial sustantiva cuando la tasa de esclarecimiento de los homicidios baja cada año? ¿No estará incidiendo decisivamente la política criminal restrictiva de los institutos liberatorios que el país ha aplicado en los últimos años? La nueva racionalidad del Código del Proceso Penal, con sus ajustes legales permanentes, ¿no estimula más privación de libertad? Sea lo que fuere, y más allá de la promisoria iniciativa de elevar a rango de dirección nacional a la Oficina de Seguimiento de la Libertad Asistida, la política penitenciaria solo se piensa a partir de la lógica del sistema «depósito».
Por último, esta rendición de cuentas vuelve a hacer ajustes al proceso penal, en este caso, a través de las víctimas y su lugar en el proceso, y de la posibilidad de ampliar los tiempos de interceptaciones y escuchas telefónicas por parte de los jueces. En la órbita de la Fiscalía General de la Nación se crean una fiscalía especializada en lavado de activos, tres fiscalías departamentales de violencia basada en género y una fiscalía penal de estupefacientes en Montevideo. Del mismo modo, se crean algunos cargos más que necesarios para el trabajo de la Unidad de Víctimas y Testigos. En este contexto, el viejo reclamo de generar nuevos juzgados en materia de violencia de género no es contemplado en este proyecto.
Aumentar salarios, crear nuevos cargos policiales y destinar recursos a algunas partes del Estado penal son las prioridades de este gobierno para la seguridad. Luego de convalidarse todos los instrumentos regresivos de la Ley de Urgente Consideración, y en un contexto muy adverso en materia de violencia y criminalidad, el gobierno revela con esta rendición de cuentas la ausencia completa de ideas importantes para gestionar estos fenómenos. Más aún, al tiempo que los ataques a las gestiones del FA no cesan, se produce una extraña apropiación indebida de los logros de gestión de las administraciones pasadas. Las autoridades actuales hablan con naturalidad del Sistema de Gestión de Seguridad Pública, de las metodologías para medir los delitos, de la investigación criminal y las formas de coordinación con las fiscalías, de las políticas de género y del sistema de tobilleras electrónicas, como si todo ello hubiera sido creado por esta administración.
En definitiva, sostener la narrativa de la mejora de la seguridad, ensayar la performance de la empatía ante la victimización violenta, limitarse a acciones de impacto en los territorios más vulnerables y esgrimir como indicador de éxito de una gestión el incremento de la población carcelaria son los recursos que el gobierno utiliza para mantenerse a flote. Mientras la ausencia de estrategia propia es cada vez más evidente, el país redistribuye iniciativa política hacia las corporaciones de la seguridad. Este camino no tiene futuro. Ya lo sabemos. Podrá rendir para sortear una coyuntura, pero, a la larga, cada rédito político de poco alcance supone una renuncia a la propia política. Una renuncia a pensar el problema e implementar soluciones sin el peso condicionante de las instituciones del Estado penal. Este proyecto de rendición de cuentas contiene una narrativa falsa: asigna recursos para controlar algunas demandas, pero claudica políticamente en áreas relevantes. Cuando tomemos plena conciencia de esto, tal vez ya sea demasiado tarde.