—¿Por qué te gusta tanto?
—Porque Uruguay me llevó a descubrir a América Latina. Yo era un brasileño común que vivía siempre mirando para adentro, a nuestra propia diversidad, que es enorme. Luego pude viajar por doce países del continente, y ahora sé que somos hermanos, con una misma historia, los pueblos primarios, la colonización, la exploración y el dominio. Descubrirme así fue muy importante, me mejoró mucho como persona. Y Uruguay fue la puerta de eso, a través de mi querido Jorge Drexler, que me llevó ahí retribuyéndome por una versión que hice de su canción “La edad del cielo” que aquí tuvo mucho éxito. Zélia también la grabó, entonces quedó como una canción brasileña. No tiene rostro de versión, la gente la canta sintiendo toda la letra. Gracias a ese descubrimiento que la música me regaló, y la poesía, pude llegar a un país latinoamericano muy singular. Percibí algo que llamo melanco-libertad, un invento, un neologismo, porque pensamos siempre la melancolía como tristeza, pero el silencio de la melancolía es un espacio abierto para las cosas a ser creadas. Y cada uno crea como desea. Entonces conocí un Uruguay deseando poesía, dentro de una melancolía. Eso me encantó, se parece mucho a mí.
—Si Uruguay fue la puerta al continente, ¿qué pasó al entrar?
—Los amigos fueron presentando a amigos. Fue así con la música uruguaya y con la argentina, porque Drexler me introdujo a Kevin Johansen, que a su vez me introdujo a Lisandro Aristimuño. Y un día, grabando un programa en Montevideo, un camarógrafo me preguntó «¿conocés a esta chilena? Creo que te va a gustar», y era Francisca Valenzuela, que a su vez me introdujo a Camila Moreno. Con Kevin también conocí a Andrea Echeverri, una artista increíble. Ella me presentó al panameño Carlos Méndez, y así llegué a Franc Castillejos de Guatemala, lugar que nunca imaginé conocer. Entonces, debo mucho a Uruguay, por este portal, este prisma. La tapa del Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, pasó en mi vida. Comprendí el sentido del prisma: entrar con una luz y salir con un arco iris. Esa fue la sensación de estos años, una pérdida de la noción de límites y fronteras.
—Ese Brasil cerrado en sí mismo al que hacés referencia, ¿se ha modificado en estos últimos tiempos?
—Es un país muy grande, continental. Hablar de Brasil país es como hablar de Europa, con todas sus diferencias. He visto mucho decir «el Brasil» y son muchos “Brasiles”. Y no he visto mucha evolución hacia una apertura. Estamos terminando cuatro años de negación total a los acuerdos del Mercosur, cuatro años en que fuimos muy masacrados y no ningún avance en ese sentido. Creo que ahora vamos a tener de vuelta el abrazo latino, y eso es muy bueno porque un abrazo revela mucho sobre cada uno de quien lo da. Hace como veinte años me flecharon la latinidad, hice algunos proyectos acá, festivales, encuentros, una serie de televisión donde llevé latinos a Brasil y para finalizarla hice tres episodios en Montevideo. Hago mi parte. Hoy la gente sabe que soy aquel brasileño que se interesa por la cultura latina. Ayudó mucho el disco a dúo con Fito Páez. Entonces me llega mucha cosa, es un privilegio, porque realmente hice muy poco. Quedé triste de hacer tan poco y tener tanto destaque, porque eso significa que se ha hecho poco. Pero es difícil, hay muchos “Brasiles”: el Brasil no conoce al Brasil, dice un dicho popular. Hay que equilibrar muchas camadas y dimensiones de las afirmaciones con el Brasil plural.
—¿Cómo nació tu amistad con Zélia?.
—Fue increíble. Yo tenía veinte años e integraba una banda juvenil que se llamaba Enemigos del rey, anarquista. Hacíamos música humorística. Al mismo tiempo empecé a componer mis canciones, muy diferentes de las que escribía para la banda, tenía como otro yo. Escribiendo cosas que pensaba que eran para un futuro. Me presentaba en bares de Río, donde vivo. Uno se llamaba “La torre de Babel”, en Ipanema. Había comprado mi primera guitarra de cuerdas de acero y estaba muy orgulloso. Junté plata y la compré en Nueva York y para mí era la mejor cosa del mundo. Cuando llegué un día al camarín del bar, había una guitarra idéntica a la mía. La miré y dije «¡¿de quién es?!», y en seguida entró la dueña, con los pelos largos hasta la cola, como también los tenía yo. Entonces, los peludos se encontraron, con las guitarras iguales. Era Zélia, con su enorme sonrisa. Cuando la vi, pensé que era un espejo. Ella me mejoró, porque allí estaba una mujer muy seria, con un humor increíble. Seria porque escribe sus poemas maravillosos y tiene un comportamiento, una actitud de defensa de los derechos humanos, de forma cotidiana, como una profesión de fe. Es muy mágico estar cerca de una mujer así, con una voz que me parece de otro planeta, grave pero no pesada. Hay una elevación en sus graves, es divino. Y este concierto es una forma de trasbordar nuestra relación de 30 años, con muchas canciones compartidas, lágrimas y alegrías. Conocemos a nuestras familias. Somos dos amigos que se juntan y en el escenario esto queda muy visible. Es una verdad tan grande que no necesita mucho más.
—Mencionabas los graves en la voz de Zélia. ¿Cómo trabajan el cantar de dos, teniendo en cuenta la cercanía en los registros?
—Nos preparamos para cantar juntos, especialmente en unísono. Estamos grabando de a poco las canciones que forman el concierto. «Un par impar» fue la primera, hecha para la gira, y ahora grabamos una segunda que se llama «Verdade en la fonte», de las primeras que compusimos, hace 25 años, con letra de Zélia. Así ensayamos para a veces ser uno y abrimos muchas voces, incluso porque tenemos un tercer elemento en el escenario: un uruguayo, Miguel Bestard, ex guitarrista de Snake, que está en mi banda hace cinco años. A Zélia y a mí nos gustan cosas como Crosby, Stills, Nash and Young, James Taylor y Joni Mitchell, artistas folk que abrían voces y siempre cantamos juntos así. Entonces pensamos en llamar a una persona más, que tocara bien y cantara bien, y ahí definimos que tenía que ser Miguel, porque tiene unos agudos muy lindos. Entre mis graves y los medios graves muy buenos de Zélia, nos encontramos en un área donde nuestras voces parecen una, tanto que a veces grabamos y hay trechos donde nos cuesta identificarnos. Para los agudos, yo tengo buenos falsetes y Miguel canta bien alto, entonces logramos algunas cosas bastante increíbles. Y tenemos la felicidad de tener a Rodrigo Suricato, como director musical. Todo esto para decir que el concepto del concierto con Zélia es íntimo, pero no es muy silencioso, porque ella también toca muy bien su guitarrita. La idea sonora es de masa, como una banda. Tiene un sonido fuerte, no es un concepto de bossa nova, que la amo, pero este concierto no lo es. Estamos con mucha fuerza, porque el show se estrenó en mayo, después de dejarlo en pausa por la pandemia, entonces fue muy importante estar en el escenario en estos últimos meses de gobierno, luchar con nuestras canciones y percibir que la gran poesía es aquella que gana nuevos y más poderosos sentidos de acuerdo con nuevas realidades. Lo percibo con viejas canciones como «Verdade…», que fue escrita por Zélia para una persona en particular hace muchos años, pero es una canción para el presente, la búsqueda de la verdad en su origen, algo esencial para mi país en este momento. Es muy lindo estar con ella y con este repertorio tan metafórico. Yo también utilizo esa artimaña para escribir, para hacer que los sentidos siempre existan. Canciones que pueden ser hechas ahora y que en el futuro tendrán otros sentidos.
—¿Es un tipo de canción política?
—Creo que sí. La metáfora permite que el oyente construya su propio sentido. Puede ser político, religioso o amoroso, depende del oyente. El verdadero sentido no existe, es una palabra de pluralidad. El opuesto es el significado, lo que está escrito. El significado de una silla está claro, te lo dice el diccionario, pero para definir el sentido habrá un montón de versiones. Ese es el campo de la poesía, lo que está en el escenario y mi relación con Zélia, un espacio invisible de la poesía.
—¿La canción «Feliz caminhar» define sus formas de vivir?
—Claro. Es una canción que me encantó. Ella me mandó la letra y yo salí cantándola. Zélia tiene ritmo en su escritura. Siempre que me pasa un texto intento cantarlo, antes de agarrar la guitarra, percibiendo el ritmo de las palabras. «Deito sua cabeça no meu colo», ahí hay melodía. Es muy lindo, muy tranquilo componer con ella. Este “Feliz caminar” dice el final feliz no importa, pero sí el feliz caminar. Es el sentido de la poesía de Antonio Machado o el caminar de Ulises el griego. La vida es la trayectoria, no la llegada.
—Tú y Zélia se han manifestado a favor de Lula, activamente. ¿Qué es lo más significativo de esta nueva etapa, tras el triunfo?
—Fueron cuatro años de masacre política, social, de violencia y destrucción de políticas públicas. Años de negacionismo, de gente que parecía estar en una película de terror o de humor bizarro, muy triste. Pasamos por un laberinto oscuro que parecía no tener salida. El domingo de la segunda vuelta me tomé el mejor antidepresivo de todos los tiempos, estoy sonriendo, sé que venció la verdad, y ahora empezamos un trabajo muy despacio y que nos va a exigir mucha paciencia porque tenemos que encontrar una manera de abrazar a la gente que nos considera enemigos. La cultura acaba de ser infectada por este virus y la idea es sanar, comprender, abrazar, hacer lo opuesto a dividir. Para que la gente que no votó a Lula perciba que hay un camino. Debemos encontrar maneras de poner espejos para que vean qué fue lo que pasó, como fueron manipulados y cómo nos acusaron a través de tácticas y estrategias antiguas, que permitieron tener a Venom haciendo sus cosas por el mundo.