A propósito de la coyuntura actual - Semanario Brecha

A propósito de la coyuntura actual

Hacer una evaluación política racional de la coyuntura actual se ha vuelto una auténtica rareza. Entre las homilías catastrofistas que emanan de los sectores más involuntariamente religiosos del ecologismo (estamos al borde del Juicio Final) y las fantasmagorías de una izquierda desorientada (somos los contemporáneos de «luchas» ejemplares, de «movimientos de masas» imparables y del «colapso» de un capitalismo liberal asolado por la crisis), cualquier orientación racional se desvanece y una especie de caos mental, ya sea voluntarista o derrotista, prevalece por todas partes. Me gustaría adelantar aquí algunas consideraciones, tanto empíricas como prescriptivas.

A una escala casi planetaria, desde hace ya algunos años, sin dudas desde lo que se llamó la primavera árabe, estamos en un mundo en el que abundan las luchas, o, más precisamente, las movilizaciones y las concentraciones de masas. Propongo que la coyuntura general está marcada, subjetivamente, por lo que yo denominaría movimientismo, es decir, la convicción ampliamente compartida de que las grandes concentraciones populares lograrán indudablemente un cambio en la situación. Vemos cómo esto ocurre de Hong Kong a Argelia, de Irán a Francia, de Egipto a California, de Mali a Brasil, de India a Polonia, así como en muchos otros lugares y países.

Todos estos movimientos, sin excepción, parecen poseer tres características:

1. Son compuestos en su origen social, en el pretexto de su revuelta y en sus convicciones políticas espontáneas. Este aspecto polimorfo también arroja luz sobre su número. No son agrupaciones de trabajadores, ni manifestaciones del movimiento estudiantil, ni revueltas de comerciantes aplastados por los impuestos, ni protestas feministas, ni profecías ecológicas, ni disidencias regionales o nacionales, ni marchas de los que se denominan migrantes y yo llamo proletarios nómadas. Es un poco de todo eso, bajo la batuta puramente táctica de una tendencia dominante, o de varias, según el lugar y las circunstancias.

2. De este estado de cosas se desprende que la unidad de estos movimientos es –y no puede ser de otra manera, dado el estado actual de ideologías y organizaciones– de tipo estrictamente negativo. Huelga decir que esta negación se refiere a realidades dispares. Uno puede rebelarse contra las acciones del gobierno chino en Hong Kong, contra la apropiación del poder por camarillas militares en Argelia, contra el dominio de la jerarquía religiosa en Irán, contra el despotismo personal en Egipto, contra la reacción nacionalista y racista en California, contra las acciones del Ejército francés en Mali, contra el neofascismo en Brasil, contra la persecución de los musulmanes en India, contra la estigmatización retrógrada del aborto y las sexualidades no convencionales en Polonia, etcétera.

Pero nada más –en particular, nada que equivalga a una contrapropuesta de alcance general– está presente en estos movimientos. Al fin y al cabo, a falta de algo parecido a una propuesta política común que rompa claramente con las limitaciones del capitalismo contemporáneo, el movimiento termina dirigiendo su unidad negativa contra un nombre propio, generalmente el del jefe de Estado. Se va del grito «Mubarak debe irse» al de «Fuera el fascista Bolsonaro», pasando por «Modi racista, vete», «Abajo Trump» y «Bouteflika, retírate». Sin olvidar, por supuesto, las invectivas, las intimaciones a renunciar y los ataques personales contra nuestro propio objetivo natural aquí, en Francia, que no es otro que el pequeño Macron. Propongo, entonces, que todos estos movimientos, todas estas luchas, son, en última instancia, fuerismos. Existe el deseo de que el líder en cuestión se vaya, sin tener siquiera la menor idea de qué va a reemplazarlo ni del procedimiento por el cual, suponiendo que de hecho el tipo se vaya, uno puede asegurarse de que la situación realmente cambie.

En suma, la negación, que unifica, no es portadora de ninguna afirmación, ninguna voluntad creadora, ninguna concepción activa del análisis de situaciones y de lo que puede o debe ser una política de nuevo tipo. En ausencia de ella, el movimiento termina –y esta es la señal de su final– con esa forma definitiva de su unidad, a saber, la de levantarse contra la represión policial de la que ha sido víctima, contra la violencia policial que ha sido obligado a confrontar. En otras palabras, la negación de su negación por las autoridades. Estoy directamente familiarizado con esto desde mayo del 68, cuando, en ausencia de enunciados comunes, al menos al comienzo del movimiento, uno gritaba en las calles: «CRS = SS».1 Felizmente, esto fue seguido en aquel momento –pasada la primacía de la revuelta negativa– por cosas más interesantes, al precio, por supuesto, de un enfrentamiento entre concepciones políticas opuestas, entre enunciados distintos.

3. Hoy, a la larga, el movimientismo planetario sólo da como resultado el mantenimiento reforzado de los poderes fácticos o los cambios cosméticos, que pueden resultar peores que aquello contra lo que uno se rebeló en primer lugar. Mubarak se fue, pero Al Sisi, que lo reemplazó, es otra versión, quizás peor, del poder militar. Al final, el control de China sobre Hong Kong se ha reforzado, con la imposición de leyes más acordes a las que prevalecen en Beijing y el arresto masivo de militantes. La camarilla religiosa en Irán está intacta. Los reaccionarios más activos, como Modi y Bolsonaro, y la rosca clerical polaca se encuentran muy bien, muchas gracias. Y el pequeño Macron, con un 43 por ciento de aprobación, goza hoy de una salud electoral mucho mejor, no sólo en comparación con el comienzo de nuestras luchas y movimientos, sino incluso en contraste con sus predecesores, quienes, se trate del muy reaccionario Sarkozy o del lobo con piel de socialista Hollande, apenas alcanzaban, a esta altura de su mandato presidencial, el 20 por ciento del apoyo.

Me viene a la mente una comparación histórica. En los años comprendidos entre 1847 y 1850, se produjeron, en gran parte de Europa, grandes movimientos de trabajadores y de estudiantes, grandes levantamientos de masas contra el orden despótico establecido tras la restauración de 1815 y astutamente consolidado tras la revolución francesa, de 1830. Más allá de una ferviente negación, a falta de una idea firme de lo que podría representar una política esencialmente diferente, el furor de las revoluciones de 1848 sólo sirvió para introducir una nueva secuencia regresiva. En particular, el resultado en Francia fue el interminable reinado de un representante típico del capitalismo emergente, Napoleón III, también conocido, según Víctor Hugo, como Napoleón el Pequeño.

Sin embargo, en 1848, Marx y Engels, que habían participado en los levantamientos en Alemania, extrajeron las lecciones de todo este asunto, tanto en textos de análisis histórico –como el panfleto titulado Las luchas de clases en Francia– como en ese manual, al fin afirmativo, que describió lo que debería ser una política completamente nueva, cuyo título es Manifiesto del Partido Comunista. Es en torno a esta construcción afirmativa –que lleva el «manifiesto» de un Partido que no existe, pero debe existir– que comienza, a largo plazo, otra historia de la política. Marx reincidió 23 años después, al extraer lecciones de un admirable intento que, a pesar de su heroica postura defensiva, una vez más careció de la organización efectiva de su unidad afirmativa, a saber, la Comuna de París.

No hace falta decir que nuestras circunstancias son muy diferentes, claro está. Pero pienso que hoy todo gira en torno a la necesidad de que nuestras consignas negativas y nuestras acciones defensivas sean finalmente subordinadas a una visión clara y sintética de nuestros propios objetivos. Y estoy convencido de que, para lograrlo, debemos recordar, en todo caso, aquello que Marx declaró como el núcleo de su pensamiento. Un núcleo que, por supuesto, es a su vez negativo, pero a una escala tal que sólo puede apoyarse en una afirmación grandiosa. Me refiero a la consigna de abolir la propiedad privada.

Mirados de cerca, eslóganes como «Defender nuestras libertades» y «Detener la violencia policial» son, estrictamente hablando, conservadores. El primero implica que disfrutamos, en el actual statu quo, de verdaderas libertades comunes que deben ser defendidas, cuando nuestro problema central debería ser, en cambio, que sin igualdad la libertad no es más que un señuelo. ¿Cómo podría la proletaria nómada privada de papeles legales, cuya llegada aquí no es más que una epopeya cruel, llamarse a sí misma libre en el mismo sentido que la multimillonaria que detenta el poder real, dueña de un jet privado y de su piloto, protegida por la fachada electoral de sus apoderados en el Estado? ¿Y cómo podrían los revolucionarios coherentes imaginar –si es que en verdad albergan el deseo afirmativo y racional de un mundo diferente– que la Policía del poder puede ser amigable, cortés y pacífica? Una Policía que diga a los rebeldes, algunos de ellos enmascarados y armados: «¿El Palacio del Elíseo? Sí, claro, la gran puerta al fondo por la calle de la derecha». ¿En serio?

Sería mejor volver al meollo de la cuestión: la propiedad. El lema general unificador puede inmediatamente ser: «Colectivización de todo el proceso de producción». Su correlato intermedio negativo, de alcance inmediato, «La abolición de todas las privatizaciones decididas por el Estado desde 1986». En cuanto a un buen eslogan, puramente táctico, que dé trabajo a los dominados por el afán de negación, podría ser el siguiente: instalémonos en las oficinas de un departamento muy importante del Ministerio de Economía y Finanzas llamado Comisión de Participaciones y Transferencias». Hagámoslo con pleno conocimiento de que este nombre esotérico, «participaciones y transferencias», no es más que la máscara transparente de la Comisión de Privatización, creada en 1986. Y que la gente sepa que estaremos apostados en esta comisión de privatización hasta la desaparición de toda forma de propiedad privada en lo que concierne a todo aquello que, de una u otra forma, pueda considerarse un bien común.

Simplemente popularizando estos objetivos, tanto estratégicos como tácticos, abriremos otra época, que siga a la de las «luchas», los «movimientos» y las «protestas», cuya dialéctica negativa está en proceso de agotarse a sí misma y agotarnos a nosotros. Seremos los pioneros de un nuevo comunismo de masas, cuyo «espectro», para hablar como Marx, recorrería no sólo Francia y Europa, sino el mundo entero.

1. Se refiere a las Compañías Republicanas de Seguridad (CRS), cuerpo policial antidisturbios francés, y a las Schutzstaffel (SS), fuerzas paramilitares de la Alemania nazi (N. del E.).

(Publicado originalmente en francés en Quartier Général y en inglés en Verso Books. Traducción al español de Brecha.)

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