Amalia González falleció hace dos meses. Le decían Chacha y tuvo tres hijos. El más chico se llamó Luis Eduardo, quien, dentro y fuera de casa, era conocido como Chiqui. La última vez que lo vieron con vida fue en la Navidad de 1974, cuando tenía 22 años. Poco más de diez días antes, un par de personas vestidas de civil fueron a buscar a Luis Eduardo a la casa de Amalia. Su madre les dijo que se había casado y ya no vivía con ella. Entonces los visitantes le pidieron la nueva dirección del joven; Amalia no se las dio, la pasearon por el barrio, la amenazaron, pero ella volvió a negarles el dato. Cuando la regresaron a su casa, un oficial revolvió sus cosas y encontró la tarjeta de casamiento de Luis Eduardo con la dirección buscada. Esto pasó a las 2 de la mañana. Tres horas después, volvieron a golpear la puerta de Amalia: «Cayeron los pájaros», le dijo un uniformado. Se refería a su hijo y a su nuera, Elena, embarazada de cuatro meses. Los llevaron al Regimiento de Caballería Mecanizada N.º 6 en Las Piedras. Otra detenida fue testigo del estado de Luis Eduardo en aquel 25 de diciembre. Antes de que el año terminara, falleció. Cuarenta y siete años después, su cuerpo continúa desaparecido.
¿Qué significaba la palabra desaparecido en el Uruguay de mediados de los setenta? Con modificaciones narrativas, historias como la de Amalia brotaban por decenas: una casa es visitada por desconocidos, que con tono in crescendo solicitan el paradero de tal, que cuando lo encuentran se quedan con lo suyo, lo encierran, torturan y desaparecen. Pero las familias no usaban la palabra desaparecido; para ellas, sus hijos estaban incomunicados. En un momento, empezaron a comprender el rol que estaban ocupando: ser familiar de un desaparecido. Se trata de convivir las 24 horas con los mínimos indicios de esperanza y las permanentes tentaciones de desesperanza. Las madres, quienes esencialmente han sostenido estas décadas de lucha, terminaron de orientarse y entender lo que les estaba sucediendo cuando vieron que había más como ellas. Las que buscaban a sus hijos desaparecidos en Argentina se sumaron a la causa. Las casas de Luz y Violeta, donde empezaron a juntarse y a sentirse colectivo, deberían ser hoy sitios de memoria, ser reconocibles al común que quiera preguntarse por aquellos años. Junto a ellas, dos, María Esther e Irma, empujaron a que más se sumaran. Entonces aparecen nombres de madres, con diferentes letras, pero con historias similares. Tan similares, en lo concreto de la ausencia, también a las historias que cargaban las madres de desaparecidos en territorio uruguayo. «Nuestra marcha fue un despertar de fuerza, incertidumbre, lágrimas, búsqueda, comprobaciones; un afirmar los pies, un levantar cabezas, un mirar hacia afuera y extender las manos, un abrazarnos para ser más fuertes. A tientas y en soledad empezó nuestra búsqueda; los queríamos con vida, como se los habían llevado. Nos fuimos juntando y elaborando reclamos. ¿Dónde están?», dice una madre, en uno de los varios testimonios anónimos citados en el libro A todos ellos, que arman un collage histórico del camino iniciado tras las desapariciones.
En su trabajo sobre las Madres de Plaza de Mayo,1 el investigador Ulises Gorini afirma que «la mayoría de los familiares –incluidas muchas madres– no sobrepasó la búsqueda individual del desaparecido: fue realmente una minoría la que se decidió a dar a esa búsqueda una dimensión social y política. Aceptación del “castigo” impuesto por la dictadura, impotencia para encarar una auténtica lucha por la aparición del hijo, imposibilidad de trasponer el límite del sistema y del rol asignado a los individuos en este sistema, negación, depresión, enfermedad, muerte y suicidio fueron en realidad las respuestas predominantes». Con matices, la situación en Uruguay no fue distinta y es comprensible: hasta en este tipo de luchas, desarrollo de una plataforma de reclamos y elaboración de identidad, siempre las organizaciones sociales están integradas por menos gente que la que defienden. Muchas madres no han podido colectivizar su dolor y, desde la consolidación definitiva del grupo en 1983, otras no pudieron continuar activas por los permanentes reveses que la impunidad les fue regalando; de las que persistieron en la militancia, solo nos quedan cuatro con vida: Alba, María, Milka y Ramona. Nonagenarias, aún militan, aún se manifiestan, todavía reclaman y saben bien que no les queda mucho, pero que otras generaciones ya muestran frutos de lo que ellas y las suyas sembraron, que tendrán cara e impacto de política pública o de simple pero indestructible estorbo, porque las madres y los familiares han sido lo contrario a la desaparición, han sido una presencia molesta. Estas generaciones que toman el testimonio hacen de eslabones en la cadena que plantea Marcelo Viñar para comprender cómo se construye la humanidad del individuo. Su teoría es que, ante las preguntas universales –¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿para qué estoy?, etcétera–, se precisan cinco generaciones de individuos para que las respuestas tengan solidez: quien se interroga, dos escalones de ascendencia –abuelos, padres– y dos de descendencia –hijos, nietos– (véase «Los hilos sueltos del dolor», Brecha, 20-V-16). Si las preguntas que se hicieron quienes sufrieron las atrocidades del terrorismo de Estado intentan ser respondidas por sus nietos a través de nuevas interpelaciones, el mecanismo funciona y el sentido crítico no deja de reanimarse. Hoy son ellos y mañana serán otros. Ese es el marco familiar que puede dársele a la idea, pero también está el político. La izquierda uruguaya puede renovar y modificar lineamientos, según contextos, según perspectivas o lo que fuere, pero no puede nunca correrse del compromiso por memoria, verdad y justicia ante la causa de los desaparecidos. El terrorismo de Estado fue transversal, les causó daño a ciudadanos con grandes diferencias ideológicas entre sí y nadie debería sacar la bandera de mayor víctima, pero basta con leer las fichas personales para comprobar que los desaparecidos fueron todos militantes de izquierda. Allí hay un asunto específico y tiene que ver directamente con la identidad del Frente Amplio, consolidada durante la resistencia. Por lo tanto, en la lista de garantías de apego y respeto a su historia, la cuestión de los desaparecidos y el acompañamiento incondicional a las madres debería ocupar el primer lugar de quienes se jacten de frenteamplistas.
La campaña para derogar la ley de caducidad, a través del mítico voto verde, fue particularmente dura. Comenzó en diciembre de 1986, al día siguiente de aprobada la norma en el Parlamento, y finalizó en abril de 1989, con la derrota en las urnas. Las madres se cansaron mucho por el trajín que representó buscar apoyos casa a casa, en todo el país, por las tramoyas de la Corte Electoral para certificar las firmas y por el golpe del resultado en el referéndum. Pero, a su vez, siempre rescataron que, durante ese recorrido por el país, pudieron contarle su historia a gente que no la conocía y que el ejercicio de encuentro con decenas de miles de personas, cara a cara, significó un hecho casi pedagógico en términos de derechos humanos. El referéndum de 1989 le dio una herida de muerte a la organización, que a pasos cortos pudo reincorporarse, y mucho se debe a esa concepción educativa, como una responsabilidad a tomar, de considerar la verdad como un derecho humano irrenunciable.
1. La rebelión de las madres. Historia de las Madres de Plaza de Mayo. Tomo I (1976-1983), de Ulises Gorini. Norma, Buenos Aires, 2006.