Cualquiera que se fije en esa suerte de Tinder que es la campaña electoral verá que lo que más se ofrece son candidatos de “centro”. En la necesidad de captar el voto de una población que parece estar sumergida en una anorgasmia colectiva, se obtura cualquier posición antagónica en términos ideológicos. Sin antagonismo, no hay política, escribió Carl Schmitt. Sin antagonismo, tampoco hay lugar para la pasión, y la pasión debe ser una de las cualidades del hacer político, dice Max Weber. Al posicionarse contra la burocratización extrema de lo político, de alguna manera, Max se pronunciaba tácitamente contra la neutralización de los antagonismos. Evocando a Carl, se puede decir que, en lugar de emerger pasiones, emergen leyes, decretos, ordenanzas y reglamentos. Hay, pues, en esta materia, un acuerdo indirecto entre ambos pensadores alemanes.
La política, entre otras tantas cosas, tiene que ver con personas en condiciones de unir sabiamente ambas cosas: convencimientos y pasiones, razón y entusiasmo. ¿Hay razón y entusiasmo suficientes en la ultraderecha como para querer entrarles a Novick o a Manini? ¿Lacalle Pou genera un kamasutra dialéctico cuando agarra el micrófono? ¿Sartori y Alonso pueden considerarse manifestaciones de una parafilia después de haberlos visto buscar voluntarios dispuestos a reunir cinco votos a cambio de un sorteo de motos, televisores y electrodomésticos? ¿Martínez, Cosse, Andrade o Bergara logran atraernos con algún acto libidinal?
A propósito de este último cuarteto, vale recordar el ensayo ¿Qué empieza y qué termina?, en el que el colectivo Entre diferencia el empuje pulsional de los movimientos de avanzada de Argentina y de Uruguay: “El kirchnerismo creció poniendo al sujeto popular en el centro, expresado en actos callejeros, en una identidad radicalizada y movilizada, que cantaba, bailaba, se enojaba, cogía, lloraba, les dejaba de hablar a sus amigos de derecha. El cuerpo kirchnerista está alegre, alerta, crispado. (…) En Uruguay, mientras tanto, no hubo insurrección contra la crisis, porque allí estaba el FA para canalizar el descontento. No hubo reivindicación de los 60, porque era necesario aprender las lecciones del pasado, ni se desafió la narración del establishment sobre los pactos de 1985 y 2002, porque había que respetar las instituciones. Argentina sirvió así para transformar la desmovilización, la desideologización y la integración al establishment en virtudes, en parte por medio de la narración sobre el excepcionalismo uruguayo, como si la corrupción, el personalismo y la derrota fueran inherentes a la movilización, la pasión y el antagonismo. Acá seguimos teniendo progresismo porque no se cometieron esos pecados”. Y porque ya no se canta y tampoco se baila. Y, sobre todo, porque nos hemos vuelto como el nombre de aquel bar célebre de un sketch de Capusotto: “Acá sí que no se coge”.
Si stalkeamos a quienes aspiran al trono del Estado, vemos que no hay identidades producidas desde el discurso ni reivindicación de la diferencia. Parecen invocar una masa votante constituida por sujetos carentes de palabra y, por lo tanto, de su condición de actores políticos. Esto supone el creciente desdibujamiento de cualquier fuerza que apele, desde lo partidario, a una expresión política inclusiva y democrática. Y, claro, así el match no llega.