Es cómodo cuando te toca comentar un disco de un artista que conocés bien, al que le tenés más o menos calados los piques, que hace música de un género que no te resulta del todo ajeno y del que tenés bien digerida la información contextual. Nada de esto me pasa con esta pieza de casi 33 minutos que conforma Cábala, el disco digital de Santiago Bogacz e Ismael Varela, a quienes pueden encontrar en la web con los curiosos seudónimos de Matador y Señor Faraón (que son originalmente los nombres de sus proyectos solistas). Estos dos músicos, nacidos en los años ochenta, tienen formaciones dispares: Varela es autodidacta y Bogacz tiene una extensa formación como compositor, aquí y en el exterior. Ambos han incursionado en bandas de estilos diversos, resumibles de algún modo con la palabra comodín “fusión”, que suele tener un poco de jazz, otro de rock progresivo y otro de músicas folclóricas y hasta “étnicas” (cantos y ritmos tribales, microtonalismos y cosas así). La historia es más larga, pero, básicamente, han hecho de todo un poco.
En Cábala se juega con armonizaciones de melodías en paralelo, variaciones rítmicas y tímbricas constantes, silencios que son engañosos finales y cambios bruscos de clima generados por medio de ediciones drásticas, como si yo agarrara una cinta de los Who y otra de Mateo y las cortara y pegara para hacer algo nuevo. Nombré ese grupo británico y a ese solista uruguayo porque son dos referencias que creí encontrar en determinados momentos: de los primeros, los viajes de guitarras rasgueadas de Townshend en la ópera rock Tommy, y del segundo, entre otras cosas, cierta forma de recitado casi cantado –en este caso, a dúo, pero Mateo lo usaba a veces, en sus últimos tiempos, con el efecto harmonizer (pariente del más familiar chorus), que produce melodías paralelas como las que mencioné, pero artificialmente perfectas.
La pieza tiene partes distintas, separadas mayormente por bajadas de intensidad, aunque no son claramente separables (por ejemplo, algunas de esas “bajadas” podrían considerarse partes en sí mismas). Si bien la sensación es que se está escuchando una pieza instrumental larguísima, hay abundantes intervenciones vocales, tanto solistas como a dúo, a veces semihabladas, o que evocan sonoridades vocales de Oriente Medio, o, simplemente, en las que la voz se usa como un instrumento más. Hay mucha guitarra acústica, percusiones diversas (además de batería) y, arriba de eso, lo que se les ocurra. La ficha técnica dice apenas que todas las partes instrumentales y vocales son obra de los dos autores.
Una escucha distraída puede dar la idea de una improvisación delirante en que participan varios músicos. Sin embargo, si bien parece bastante probable que la improvisación haya jugado un papel importante en la creación, hay mucho trabajo posterior de arreglos, sobregrabaciones y edición. El resultado puede ser recibido de tantas maneras como escuchas haya; por ejemplo, en este instante estoy reescuchando una parte –en la que suenan varios silbidos– que a mi gata la tiene muy preocupada. Claramente, no es una música new age de esas para sacarse el estrés (que a mí me provocan el efecto contrario). Hay sorpresas permanentes, nada dura demasiado tiempo y, si bien está todo de corrido, también es posible pensar la música como un gran montón de canciones y piezas instrumentales yuxtapuestas o parcialmente superpuestas. Lo que sí hay es mucha libertad. Evidentemente, no se preocuparon por hacer algo que les fuera a dar fama rápida y dinero (ahora oigo una cita entrecortada de una canción que cantaba la Trotsky mezclada con unos chirridos agudos que, curiosamente, no parecen estresar al felino), y, más allá del efecto que me produzca a mí, siempre considero bienvenida cualquier cosa que no tenga otra finalidad que la de hacer música y explorar sin prejuicios algunos de los eternos paisajes de ese bello arte.