Aguas turbulentas - Semanario Brecha

Aguas turbulentas

La Cumbre de las Américas y Uruguay ante la actual reconfiguración geopolítica,

La reciente VIII Cumbre de las Américas, celebrada el 14 y 15 de abril en Lima, evidenció de diversas formas los actuales movimientos de reconfiguración de los escenarios regional y mundial. Ciertamente, fue una de las cumbres más sosas de los últimos años en cuanto a las discusiones plenarias, con apenas una declaración sobre corrupción como tema más o menos novedoso, y marcada por la ausencia de los presidentes de Estados Unidos y Venezuela, habituales animadores de estas instancias. Cumbres anteriores fueron signadas por hechos de mayor notoriedad, como el rechazo al Alca, el primer intento de reincorporar a Cuba al ámbito hemisférico, o cuando Hugo Chávez le obsequió un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina a Barack Obama. Sin embargo, las particulares circunstancias que atraviesan América Latina y el sistema internacional lograron de todos modos condimentar este encuentro, a través de una serie de cuestiones que generaron polémicas antes, durante y después.

TRES EPISODIOS. Se destacan en particular tres hechos, cuyas repercusiones aún resuenan en toda la región: que el anfitrión no invitara al presidente venezolano, Nicolás Maduro, la decisión de varios países sudamericanos de suspender su membresía de la Unasur, y las presiones ejercidas por la delegación estadounidense sobre otras latinoamericanas para que se sumaran a la decisión de varias potencias occidentales de expulsar diplomáticos rusos como respuesta al ataque a un ex espía ruso en Londres.

Estos tres aspectos pueden ser considerados expresiones de los actuales cambios y ajustes que se dan en los ámbitos continental y mundial. El aislamiento de Venezuela responde al cambio de ciclo en la política latinoamericana: la “contraola” de derecha que marca el final de lo que en términos de política comparada fue denominado “el giro a la izquierda latinoamericano” (2003-2015). A su vez, la crisis de la Unasur tiene su correlato, en términos de relaciones internacionales, en este mismo cambio de ciclo en el continente: el retorno a los procesos de integración liberalizadores y el alineamiento panamericanista, junto con el fin del denominado regionalismo “poshegemónico” o “posneoliberal” que había permitido a la región ganar esferas de autonomía frente a Estados Unidos. Tal regionalismo había dado lugar en las últimas décadas al surgimiento de la Unasur, el Alba y la Celac, así como a la ampliación del Mercosur, hoy todos ellos procesos en crisis.

En la reconfiguración del escenario mundial, la iniciativa estadounidense con relación a Rusia responde a cambios en el sistema internacional. A partir de la alianza de Rusia y China, éste parece estar evolucionando nuevamente hacia un sistema bipolar, en el que las potencias orientales convergen y desafían abiertamente a Occidente, luego de más de dos décadas caracterizadas por la alternancia entre un modelo unipolar (con Estados Unidos como única potencia) y uno multipolar (con la Unión Europea y distintas potencias emergentes disputándose roles como posibles polos secundarios).

En este contexto, resulta especialmente interesante observar la reacción de la política exterior uruguaya con relación a los tres episodios, asumiendo con firmeza posicionamientos autónomos, sin ceder a las presiones de la principal potencia mundial ni al alineamiento acrítico tras ella de la mayoría de los países de la región. Por el contrario, en los tres casos Uruguay reivindica legados del regionalismo poshegemónico. Ciertamente, Uruguay no lo hace con la altisonancia de los países del Alba, que asumen posiciones más confrontadoras, sino manteniendo actitudes conciliadoras con toda la región, pero procurando no ceder en derechos y esferas de autonomía alcanzadas por la región en las últimas décadas.

LA AUSENCIA DE VENEZUELA. El primero de los episodios mencionados fue la decisión del ex presidente peruano Pedro Pablo Kuczynski de no invitar a Maduro a la cumbre, respaldada por los 14 países del llamado Grupo de Lima, que rechazó la convocatoria a elecciones presidenciales por parte del gobierno venezolano. El argumento del gobierno peruano era que Venezuela estaba incumpliendo el orden democrático constitucional, condición prevista para participar en la cumbre desde su tercera edición (Quebec, 2001). En aquella ocasión se aprobó una cláusula democrática, en línea con la Carta Democrática Interamericana, adoptada por la Oea poco después.

Frente a esta situación, el presidente Tabaré Vázquez tuvo la iniciativa de enviar a Kuczynski (poco antes de su renuncia a la presidencia) una carta pidiéndole que reintegrara a Venezuela a la cumbre, argumentando que su decisión excede las disposiciones de la cláusula democrática de la cumbre y no coincide con “la declaratoria de América Latina y el Caribe como zona de paz acordada por la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños”.1 El hecho resulta significativo en sí mismo, al inscribirse en una posición, sostenida por Uruguay en los últimos años, de mantener el diálogo con Venezuela, evitando la práctica de condena sistemática adoptada por otros países de la región. La prolongada tentativa uruguaya por hallar una solución a la disputa sobre la presidencia pro témpore del Mercosur, luego de que la entregara a mediados de 2016, es el mejor ejemplo de ello. Pero en este caso, además de la coherencia con el posicionamiento respecto a la crisis venezolana, en la carta de Vázquez cabe destacar también la reivindicación de la Celac y de la noción de “zona de paz” (bien común regional heredado del regionalismo poshegemónico y el rechazo colectivo a la instalación de nuevas bases estadounidenses en Colombia), todo esto justamente en el contexto de un evento que destila panamericanismo.

LA CRISIS DE LA UNASUR. La decisión de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú de suspender su membresía en la Unasur comenzó a gestarse durante la Cumbre de las Américas, aunque recién fue divulgada por los servicios diplomáticos brasileños una semana después. Al hacerse pública, el canciller Rodolfo Nin Novoa lamentó la decisión, trasmitió preocupación y reconoció que el tema ya se había manejado durante la cumbre, pero aclaró: “Nosotros no habíamos participado porque dijimos que había que fortalecer a la Unasur y cambiar lo que haya que cambiar, pero no abandonarla así de esa manera”.2 En ese sentido, el canciller uruguayo propuso abandonar la práctica de las decisiones por consenso, suplantándolas, por ejemplo, por mayorías especiales. Justamente, la práctica del consenso era la que había permitido a países como Paraguay paralizar al bloque durante el último año y medio.

Esta decisión profundiza el aislamiento del país de Maduro, ya que la Unasur era el ámbito regional alternativo a la Oea desde el cual, durante los últimos años, se intentó mediar en la crisis venezolana y se avalaron elecciones que aquel país no permitía que fueran observadas por la Oea. Sin embargo, debe admitirse que la crisis de la Unasur es anterior y estructural, es decir, abarca más cuestiones que el acorralamiento de Venezuela. Se remonta por lo menos al realineamiento panamericanista de Argentina y Brasil con Estados Unidos y al abandono de la búsqueda de autonomía de la región. Su muerte definitiva puede significar también el fin del sueño liderado por Brasil de construir a Sudamérica como una región autónoma, por fuera del “patio trasero” caribeño y mesoamericano. En este sentido, la apuesta del gobierno uruguayo por fortalecer a la Unasur puede interpretarse como una intención de mantener a Sudamérica como un horizonte de construcción regional, que permita mantenerse fuera de la influencia estadounidense, no necesariamente por vocación antimperialista, sino principalmente por vocación autonomista.

La negativa a expulsar diplomáticos rusos y la “impertinencia” yanqui. Finalmente, el planteo de Estados Unidos, hecho a varios países latinoamericanos, de sumarse a la política de expulsión de diplomáticos rusos adoptada por las potencias occidentales fue explicitado en la cumbre durante los encuentros bilaterales. La semana siguiente a la reunión, Nin calificó el planteo de “impertinente”. Agregó que “Uruguay desechó de plano esta posibilidad” y reivindicó que el nuestro “es un país soberano que fija por sí mismo su política de relacionamiento con el resto del mundo”.3 Hay dos elementos relevantes: la reivindicación soberanista de autonomía para la política exterior uruguaya y el rechazo a cualquier injerencia; y la búsqueda por fortalecer los vínculos con las potencias asiáticas, Rusia en este caso.

Es destacable el firme posicionamiento del canciller, utilizando un fuerte adjetivo para calificar el planteo estadounidense. Sin embargo, esta firmeza no debería sorprender, si se consideran otros antecedentes recientes en los que Nin reaccionó a intentos de injerencia, como los pedidos de explicaciones a la embajadora estadounidense Kelly Keiderling luego que publicara una nota en El País pidiéndole firmeza a Uruguay ante Corea del Norte (en abril de 2017, coincidiendo con la asunción de Uruguay a la presidencia rotativa del Consejo de Seguridad de la Onu); o la convocatoria a la embajadora israelí, Nina Ben-Ami, luego de que twiteara un mensaje expresando su sorpresa por la posición uruguaya frente al anuncio de Estados Unidos –en diciembre de 2017– de que mudaría a Jerusalén su embajada en Israel.

Las declaraciones de Nin generaron la inmediata reacción del embajador de Rusia en Uruguay, Nikolay Sofinskiy, quien expresó su acuerdo con la postura uruguaya: “No tuvimos ninguna consulta sobre ese tema porque no es el modo en que nosotros nos comportarnos. Es la decisión absolutamente soberana de nuestros socios uruguayos, y no tenemos ninguna vinculación en este tipo de cosas”.4 En este marco, debe resaltarse la importancia que para Uruguay tienen las relaciones con Rusia, no sólo en lo político, sino también en lo comercial: si bien en la actualidad no es un mercado de la importancia de China o Estados Unidos, sí es un valioso destino de exportaciones agroindustriales con importante valor agregado.

Se puede concluir que frente a estos tres episodios emerge una misma posición de Uruguay: defensa de su derecho soberano a decidir su política exterior, búsqueda de autonomía para su inserción internacional, e intentos por mantener los restos que quedan del regionalismo poshegemónico, una vez que el giro a la izquierda latinoamericano ya parece ser sólo un recuerdo.

*    Coordinador del Observatorio de Política Exterior Uruguaya de la Facultad de Ciencias Sociales de la Udelar.

  1. La República, 22-III-18.
  2. Montevideo Portal, 21-IV-18.
  3. Búsqueda, 19-IV-18.
  4. Montevideo Portal, 24-IV-18.

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