Si bien el movimiento cultural independiente comienza a gestarse en Uruguay en la posguerra con la creación de numerosas instituciones, como la Federación Uruguaya de Teatros Independientes en 1947, el Cine Club en 1948, el Club de Teatro, El Galpón y el Cine Universitario en 1949 y se expande en los años cincuenta con la fundación de Cinemateca en 1952, La Máscara y el Club de Grabado de Montevideo (CGM) en 1953 y el Teatro Circular en 1954, es en la década del 60, finalmente, cuando asistimos al apogeo de este movimiento. Surgen la Feria Nacional de Libros y Grabados en 1960, la editorial Banda Oriental en 1961 y el Núcleo Música Nueva en 1966, por citar algunas de las instituciones más conocidas. En esta década conflictiva y entusiástica, revolucionaria y represiva como pocas, toma cuerpo en Uruguay una potente e ilusionada visión de la cultura como agente transformador, capaz de traspasar todas las capas sociales. Su centralidad en la vida del país se percibe en estos modelos de gestión y de acción programática, pero también en nuevas formas expresivas. En el campo de las artes, la expresión gráfica es la gran protagonista, a través del grabado, el afiche y la ilustración –boom editorial mediante– y en un concepto ampliado de la gráfica que incluye al grafo y al grafismo como gesto individual. Para entender las implicancias del golpe de Estado de 1973 en ese complejo entramado histórico no se debe perder de vista la riqueza de los logros alcanzados entonces por el movimiento cultural independiente (y su posterior y relativo derrumbe). A riesgo de caer en burdas simplificaciones, pero buscando evitar la mirada «fotográfica», nos proponemos abordar el tema considerando dos grandes ejes, el eje temporal y el eje espacial, poniendo la mira en el grabado artístico.
Hubo, y suena a perogrullada, pero vale decirlo, un antes, un durante y un después del golpe de Estado. Las consecuencias solo pueden entenderse a través de una mirada muy larga y comprensiva. Y también hubo, por supuesto, un antes, un durante y un después en la historia de la gráfica artística popular en Latinoamérica. Quiero decir que esas dos líneas temporales –la crisis política de Uruguay y la situación del grabado como fenómeno continental– se juntan, se chocan, se entrecruzan, no tienen una trayectoria recta ni en paralelo, sino que se anudan y se desanudan permanentemente.
El grabado como instrumento de activismo social conoce su génesis latinoamericana en la figura del mexicano José Guadalupe Posada (1852-1913), famoso por sus representaciones de calacas –calaveras–, quien, a su vez, tuvo una gran influencia en la formación del Taller de Gráfica Popular de México. Fundado en 1937 por Leopoldo Méndez, entre otros, este taller pone a la xilografía –grabado en madera– al servicio de las causas revolucionarias. Además de sus miembros mexicanos, atrajo a muchos grabadores extranjeros. En este campo de la estampa no corren los conceptos de centro y periferia respecto a las metrópolis europeas, pues en ambos continentes se parte de tradiciones y usos simbólicos muy distintos.
Ese modelo del grabado con fines de cambio social del Taller de Gráfica Popular de México se adaptó, vía Leopoldo Méndez, a los clubes de grabado de Porte Alegre y de la ciudad brasilera de Bagé. Cuando Leonilda González, Susana Turiansky y Nicolás Cholo Loureiro –también viajó con ellos Octavio Toto Podestá– recorren el sur de Brasil a inicios de los cincuenta, se ponen en contacto con estos clubes para fundar, en 1953, el CGM. Las dos primeras décadas del CGM, en las que Leonilda González está al frente, la primacía del grabado en madera será apabullante y alcanzará cumbres creativas en las figuras de la propia Leonilda, Gladys Afamado, Carlos Fossatti, Miguel Bresciano, Ruisdael Suárez, Rimer Cardillo, por citar solo algunos. En este esquema, en el que el grabado ha de cumplir funciones pedagógicas, en el que se busca «formar» al público con las entregas mensuales y los almanaques, el arte abstracto –tan importante en la escena de la plástica– no hizo mella en el CGM hasta bien entrada la década del 90. Pero no solo en el grabado se da el fenómeno de la preocupación por los temas sociales en el arte basado en la figuración y en esa especie de abordaje representacional e instrumental del arte. Dejando de lado la importante renovación del afiche –Carlos Palleiro, Horacio Añón, Ayax Barnes y el grupo de la imprenta As, entre otros–, que no podremos abordar aquí por simples motivos de espacio, surge desde mediados de 1965 y hasta poco después del golpe el fenómeno gráfico conocido como el Dibujazo –el mote se lo dio la crítica de arte María Luisa Torrens–, que se sirve del lápiz y de la tinta, del rapidógrafo y del papel, herramientas poco costosas, para abordar la experimentación formal conjugada con la crítica social y política –un ejemplo de esto aparece en los trabajos de Eugenio Darnet sobre la guerra de Vietnam– o atacar el sistema de vida burgués con una figuración descarnada, como en los casos de Eduardo Fornasari, Hugo Alíes, Domingo Ferreira y Nelson Avdalov. Es interesante destacar, por tanto, que el grabado, con su capacidad de reproductibilidad técnica –el CGM llegó a realizar tiradas de 4 mil grabados originales por mes– y su larga tradición contestataria, no tiene el monopolio de la denuncia social.
El antes en el ambiente político estuvo pautado por las medidas prontas de seguridad que toma el gobierno de Pacheco Areco en el 68. La represión ya estaba en la calle. El gobierno encarceló a disidentes políticos, empleó la tortura durante los interrogatorios y reprimió brutalmente manifestaciones públicas. No me afilio a la teoría de los dos demonios, de que los militares tomaron el poder para detener a la guerrilla, que, sabemos, en 1973 estaba totalmente controlada. Pero hay que señalar sí que el clima social era de tremenda rispidez. Surgen en ese contexto, emblemáticas, Las novias revolucionarias (1968) de Leonilda: representan el desigual enfrentamiento de una sociedad civil desarmada contra la violencia militar que la acorrala y frustra en pleno trance nupcial, vale decir, en el momento de mayor compromiso afectivo e ilusionadas promesas de vida.
La estampa gráfica durante la dictadura tuvo en el CGM un trascendente rol de resistencia cultural, contribuyó como ninguna otra institución de arte –la Escuela de Bellas Artes estuvo cerrada e intervenida antes, incluso, del golpe– a la formación de artistas y conquistó espacio para la reflexión en medio de la grisura y la represión generalizada. Luego de algunos episodios de censura como el del almanaque del año 1974, titulado «Canción con todos» –contenía letras de canciones populares–, que es confiscado y sus ilustradores, detenidos y llevados a declarar en la comisaría, el CGM se reorganiza ante el desmembramiento de sus integrantes y la pérdida de socios y va en busca de nuevas estrategias de supervivencia. Las tensiones existentes entre la realidad del exilio y la del insilio en Uruguay han quedado crudamente consignadas en la correspondencia entre Leonilda y Oscar Ferrando, de reciente revisión (el tema ameritará seguramente una nota aparte). El grabado en madera deja su sitial ante otras técnicas como la serigrafía, que ahora intenta captar el talento de esa generación de creadores surgida con el Dibujazo, o, mejor dicho, con aquellos de sus exponentes que no tuvieron que dejar el país.
Esos tres tiempos (antes, durante y después del primer cimbronazo del golpe) se viven de manera diferente dependiendo del otro gran eje: el espacial. Porque, si bien el represivo Plan Cóndor fue internacional y casi omnipresente en su afán de control y represión ciudadana, lo cierto es que los uruguayos vivieron la dictadura de modo distinto en Montevideo, en el interior y en el exterior del país, esto último nutrido por la fuga de creadores –debido a varios motivos, también económicos–, en lo que hemos dado en llamar la diáspora del grabado uruguayo.
En 1945 Antonio Frasconi se fue becado a Estados Unidos y es el primero de los grandes artistas gráficos uruguayos que se van repartiendo por el mundo: Luis Camnitzer, Naúl Ojeda, Rimer Cardillo, Ana Tiscornia, Marco Maggi, que se inició como ilustrador de portadas del Club del Libro de Sarandí, los cinco en Estados Unidos; Carlos Palleiro, Anhelo Hernández y la misma Leonilda en México; Claudio Silveira Silva en España, Pepe Viñoles, Juan Cano y Carlos Capelán en Suecia y Eugenio Darnet en Francia, a donde también habían ido a parar Carlos Fossatti y Jorge Carrozzino. Por qué nos referimos a una diáspora y no simplemente a un exilio: porque buena parte de su producción se mantuvo relacionada con Uruguay, con la denuncia política en los casos de Fasconi –la serie de Los desaparecidos es de 1981–, Luis Camnitzer y Anhelo Hernández, que hicieron grabados sobre la tortura…, Naúl Ojeda, que no dejó de evocar en sus maderas los paisajes uruguayos, y Rimer Cardillo, que continuó trabajando sobre la fauna y la flora autóctonas de Uruguay, etcétera. Es decir, más allá del exilio político organizado como de las actividades promovidas por Amnistía Internacional, esta gran producción permanece indefectiblemente ligada al terruño (y un ejemplo integrador del adentro y del afuera será la multitudinaria Muestra por las Libertades organizada por el CGM en el 84).
¿Y mientras en el interior del país qué acontece? En Piriápolis, José Luis Tola Invernizzi edita la imprescindible carpeta de grabados en metal Monigotes para mis hijos en 1977, teniendo a sus propios hijos presos por la dictadura. Claudio Silveira Silva, natural de Durazno y de destacada trayectoria local en el grabado, se ve obligado a emigrar en 1974. El grupo de grabado Toledo Chico, muy activo en Montevideo y en La Paz desde su fundación, en 1963, hasta inicios de los años setenta, con la participación de Eduardo Amestoy, Juan Capagorry, Jorge Nelson, Ramón Carballal, Raúl López Cortés y Joaquín Aroztegui, entre otros, comienza a desmembrarse tras la muerte de Jorge Nelson y el clima asfixiante en 1973.
Y hay otros actores que participan de un modo más o menos lateral en este fenómeno de la gráfica y que no hemos considerado lo suficiente aquí, como las acciones de Teresa Vila y su serie de litografías de Las veredas de la Patria Chica de 1971, activismo singular y pionero, al igual que el Arte Correo de Clemente Padín, cuyo primer encuentro latinoamericano se propone en 1974 en la montevideana Galería U, dirigida por Enrique Gómez. La importancia de Enrique Gómez en el Dibujazo – llegó a exponer dibujos de Ernesto Vila sacados de la prisión– solo es comparable a la relevancia que tuvo Nancy Bacelo en la difusión del grabado a partir de su capitanía en la Feria de Libros y Grabados.
Resumiendo, ese triple o séxtuple abordaje que sería necesario para entender el significado de la gráfica artística a los 50 años del golpe, lo que aconteció antes, durante y después en Montevideo, en el interior y en el exterior del país, arroja una realidad compleja y un balance negativo. Y aquí es donde comienzo a disentir con algunos de mis colegas críticos y amigos. No se trata de negar los logros de la resistencia cultural en la dictadura. En absoluto. Pero el golpe de Estado y el proceso de la dictadura cívico-militar fueron nefastos. Porque a fuerza de persecuciones, represión y desapariciones rompieron el entramado social en el que se sustentaba una conciencia de lo colectivo y se garantizaba una vida, un sustento, no solo económico, sino también económico y anímico, para muchos artistas, artesanos, artistas gráficos e intelectuales que se formaron en el auge del movimiento cultural independiente. Nunca este movimiento llegó a recuperarse o a alcanzar los niveles de compromiso y participación ciudadana previos, ni la reapertura democrática llegó a reconquistar con intensidad sostenida el «anhelo de la utopía».
Ciertamente, ulteriores factores externos –que confluyen todos hacia 1989–, como la caída del muro de Berlín, el Consenso de Washington y el ingreso de lleno en la era digital, vinieron a asestar el golpe de gracia –valga esta expresión sin ánimo de ironía– sobre estos modos de pensar el arte, y en particular el grabado, en tanto instrumento de transformación social… Pero la dictadura, y no me refiero solo a los militares, sino sobre todo a los civiles que cobijaron y alentaron esa ruptura del tejido social, buscó y en parte consiguió cegar esa mirada sobre lo colectivo en la que el grabado y las artes gráficas, repito, fundaban su razón de ser. Pienso que todavía no hemos sabido restañar esas heridas infligidas al cuerpo social y el impacto que esto tiene sobre la historia de la estampa, como en otros muchos campos de la vida cultural del país, ha tomado un derrotero incierto, de gran fragilidad.