Cada cierto tiempo el presidente de la república expele algún acto fallido que arrastra trazos de un pensamiento basal nunca amable, destilado de hostilidad difusa y amenazante. El registro más reciente se llama carancheo. Cada vez que el presidente destila esos humores, levanta regocijo entre los propios y escándalo entre los ajenos. Tiroteo de trincheras. Grieta. El presidente habita y produce grietas aunque guste decirse ecuánime, ecuménico y hasta un poco iluminado. Algo de todo eso hay en la afirmación de que si fracasa el modelo de libertad responsable que impone, fracasará la humanidad. Sus ocurrencias no deberían sorprender ni provocar pataletas ni chistes, sino debates serios sobre la población ideológica de la deep web presidencial. Los marcos de referencia del presidente de la república no son secretos de Estado ni asuntos privados que deban resguardarse del escrutinio público. El episodio del carancheo exhibe nuevamente trazos de cierta confusión democrática a propósito de cómo debe él apreciar y reaccionar ante la disidencia. Ya en setiembre de 2019 el Luis Lacalle Pou candidato ilustró a un auditorio convocado por el Comité Central Israelita con una abrumadora recategorización democrática. Afirmó que si el Frente Amplio (FA) ganaba una cuarta elección consecutiva, Uruguay pasaría a ser una dictadura.1 Semejante disparate provocó más incredulidad que reacciones frente a lo evidente. Aquel liderazgo que se pretendía conciliador estaba alimentando una campaña electoral en términos de cruzada libertadora para desterrar al FA y así salvar la democracia. ¿Es asombroso que el Lacalle Pou presidente galvanice la coalición y gobierne azuzando aquella emocionalidad antifrenteamplista tan exitosa? ¿Es extraño que el Lacalle Pou líder de nuevas normalidades quiera acorralar a la disidencia dentro de la disyuntiva libertad responsable o Estado policial? Claro que no. Lo que sorprende es que la oposición política no se aburra de sorprenderse.
Para no desorientar la adrenalina es bueno recordar que no es la primera vez que, en momentos críticos, la presidencia de Uruguay es ejercida como un juego prepotente y tosco de aprendizaje de brujería. Lo relevante es que semejante temperamento gobernante coincide con la crisis sanitaria, la radicalización de las crisis sociales y el avance de formas degradadas de convivencia política en el contexto de la nueva normalidad. Es una combinación que se proyecta como una amenaza suficientemente concreta como para emplazar al presidente a un cambio de actitud, convocando y articulando otras capacidades colectivas más allá de su círculo de incondicionales. ¿O es que su sensibilidad e imaginación política se agotan en el juego de cambiar la palabra muertes por la expresión casos evitables? Unas u otros refieren a personas, familias y comunidades atravesadas por pérdidas, dolor, angustia y miedo. El número de personas involucradas es tan grande que el presidente debería asumir que sus dichos resonarán como un eco de agravio y desamparo entre quienes ya fueron afectados y quienes lo serán en el futuro. ¿No le importa causar ese dolor agregado? ¿Qué valor político y cultural le asigna a la competencia adolescente de medir virilidades con quienes discrepan? Puede mantenerse firme creyendo que actúa según su leal saber y entender –como a cierta casta política le gusta argumentar– y agregar varonilmente que se hará cargo de las consecuencias. Sería una respuesta irrelevante para impulsar una respuesta creativa a la emergencia sanitaria que se apoyara en las energías colectivas y no en los miedos.
La sociedad uruguaya contiene las acumulaciones históricas necesarias para implementar colectivamente estrategias apoyadas en saberes y destrezas, redes y entramados, experiencias y tradiciones de solidaridad enlazadas con intervenciones de Estado. En Uruguay hay capacidades y recursos materiales, anímicos, de experiencia práctica e intelectuales para afrontar incluso esa categoría compleja definida como muertes evitables. Estas siempre son consecuencia de una suma de vulnerabilidades individuales, programáticas y sociales, que admiten intervenciones preventivas. Ese conocimiento es parte del patrimonio nacional. Lo conocen los batllismos, los wilsonismos y las izquierdas, el campo científico, el sindicalismo, la organizaciones sociales, las organizaciones religiosas. Los múltiples entramados solidarios saben de eso porque es su razón de ser y hacer cotidiano. ¿Como se explica la negativa sistemática y ahora soez a dialogar con representaciones de tantos saberes? Uruguay no es un desierto ético transitado por individualidades responsables o irresponsables, como el presidente parece imaginar. ¿El presidente prefiere llevar hasta el final su propio modelo por exceso de confianza? Quien confía no rehúye debatir. ¿El presidente no quiere confrontar el escrutinio inevitable de cuánta injusticia y violencia contiene el país que van construyendo? Antes o después ocurrirá, y cuanto más tarde ocurra, peores serán las consecuencias en todos los aspectos. ¿El presidente elige priorizar la demolición y el destierro de todo aquello que represente la experiencia colectiva de progresismo y por eso estrangula el diálogo democrático entre diferentes? A todos nos convendría que echara una mirada a Chile, Colombia, Ecuador, Brasil, Venezuela, Nicaragua, entre tantas variedades de democracias devenidas regímenes de maltrato y violencia abierta.
El presidente está equivocado si cree que va a resolver los desafíos políticos que le esperan y nos esperan a todas con ingenio verbal y cacareando: ¡ahí van los caranchos! El diálogo, el debate y el cambio de opinión son sustantivos a la democracia. Se le atribuye a algún dirigente del Partido Nacional (me viene a la memoria Eduardo Víctor Haedo, pero tal vez me engañe) la afirmación de que ir a hablar con Luis Alberto de Herrera suponía llevarle las ideas propias y volverse con las de él. Si el presidente heredó esa noción de la política y el liderazgo, no diré que le queda grande el antepasado, pero sí que lo excede la época. El presidente de la república tiene toda la legitimidad que le otorga el sistema democrático para desempeñar su función, así como otras tenemos el derecho a disentir de sus opciones y su estrategia de gobernabilidad en la nueva normalidad. Hay quienes gustan de cultivar conformidades basadas en la idea de que cada sociedad tiene el gobierno que desea y merece. Otra opción es pensar que el resultado de cada tiempo histórico se define en la confrontación de quienes ejercen el poder y quienes los fiscalizan, los controlan, se les oponen y los enfrentan. Entre la mansedumbre fatalista y decir que no, creo que, de nuevo, lo mejor es reaprender a decir que no de manera que se entienda.
1. «¿Y si no se van qué?», La Diaria, 14-IX-19.