Aunque el inicio del año ha sido particularmente violento, el hecho que sin dudas ha conmocionado de forma especial a la opinión pública es la muerte por la espalda de Florencia Cabrera, empleada de un supermercado del barrio La Blanqueada, durante un atraco en el que también resultó gravemente herido José Enrique Sánchez, el guardia de seguridad del lugar. El asesino, Christian Pastorino, se suicidó, como se sabe, días más tarde al verse rodeado por la policía.
Se ha dicho que no hay que hacer política con un suceso de estas características. Política menor o política partidaria, debe entenderse. Sin embargo, se trata de un hecho eminentemente político. Y mucho peor que someterlo a la política de baja estofa sería sustraerlo por completo del ámbito que le es natural, como si se tratara de una mera desgracia provocada por la ira de los elementos o alguna otra fuerza cósmica.
Porque Florencia Cabrera no volvió a su casa no porque el agua o la tierra la tragaran. No la mató una máquina o un árbol. No murió por la acción ciega, irreflexiva e implacable de la naturaleza o por azar, sino por la acción de los seres humanos. Y todo cuanto atañe a la acción de los seres humanos cuando no están en la intimidad de su hogar –y a veces también cuando están allí– es por definición un asunto político.
Se ha dicho que le ocurrió una desgracia, que no tuvo suerte. No tener suerte es que a uno le toque una enfermedad grave en la lotería genética. Sufrir una desgracia es que a uno lo parta un rayo. Hablar de su muerte como si hubiera sido una mera desgracia no solamente es equivocado desde un punto de vista conceptual, sino que también es inconveniente desde un punto de vista político, en el sentido más amplio de la palabra.
Porque si el asesino es tratado como una fuerza natural, como si fuera un cáncer, o una plaga de langostas, o un tornado, o un terremoto, entonces la solución al problema sería estrictamente técnica. Un cáncer se extirpa, una plaga se aniquila, un tornado o un terremoto, fenómenos difíciles de anticipar, pueden ser minimizados hasta cierto punto en sus efectos. Todos esos son asuntos técnicos, no políticos.
Es muy comprensible que haya reticencia a ver como un agente moral a un individuo que mató a sangre fría a una trabajadora cuando huía del lugar del atraco, que además intentó matar en el piso al agente de seguridad, que ya había sido reducido y por lo tanto no representaba una amenaza, que dos meses antes había matado a su pareja, que llevaba a su hijo de seis meses en brazos, de cuatro disparos en el comedor de su propia casa, y que se sospecha había matado a una tercera persona, además de otros delitos. No es insólito que muchos tengan reservas al respecto y que prefieran ver al responsable de estos actos más bien como algo parecido a una enfermedad tropical, un enjambre de insectos o una catástrofe natural: algo que, en definitiva, debe ser neutralizado o, por lo menos, mitigado en sus efectos deletéreos.
Esta perspectiva es bastante común en personas cuya sensibilidad política está más bien inclinada hacia la derecha. Pero ver al asesino de ese modo, para el caso, no es esencialmente distinto que verlo como una especie de autómata, alguien completamente condicionado por las circunstancias que rodearon su vida, una perspectiva con la que se sienten cómodas muchas personas cuya sensibilidad política está más bien inclinada hacia la izquierda.
En efecto, la idea de que una persona está condenada por las circunstancias sociales, culturales o económicas de su existencia a ser lo que es, equivale a considerarlo esencialmente como un dispositivo mecánico. Y lo que toca, también en este caso, es tratarlo como a una entidad movida por un impulso irreflexivo.
Uno no tiene que ser un determinista estricto, bien es cierto, para admitir que seguramente haya factores genéticos, sociales o culturales que afectan las conductas de los individuos. Pero el castigo penal opera en los intersticios: allí donde la conducta no está plenamente determinada por esos factores, porque, si todo lo determinaran, el castigo no tendría sentido: sería una pura venganza irracional; o peor: un completo absurdo. El castigo y la atribución de agencia moral son dos caras de una misma moneda. No se castiga a un animal violento –un perro desbocado, pongamos por caso–; se lo sacrifica. El castigo solamente tiene sentido cuando se aplica a agentes que reconocemos como esencialmente similares a nosotros en nuestras motivaciones y en nuestra capacidad reflexiva.
Esto, más o menos, es lo que Protágoras le dijo a Sócrates, según puede leerse en el diálogo platónico que lleva el nombre del primero de esos dos ilustres filósofos de la Antigüedad. Protágoras recorrió el mundo griego enseñando que la virtud puede ser adquirida, o sea, que las personas pueden ser moralmente reformadas, algo de lo que inicialmente Sócrates no estaba muy seguro. Protágoras le dice: “reflexionar, Sócrates, acerca del valor que tiene castigar a los malhechores (…) te hará ver que los hombres creen que es posible adquirir la virtud. Porque nadie castiga a los malhechores con la atención puesta en el hecho de que (…) hayan delinquido, excepto quien ejerza irracionalmente la venganza, como una bestia. El que intenta castigar en forma racional aplica el castigo no a causa del crimen cometido, pues no conseguiría que lo que fue dejase de ser, sino con vistas al futuro. Para que no obren mal de nuevo ni éste mismo ni otros. (…) Y si lo hace con esta intención, es porque piensa que la virtud es enseñable”.
Es verdad que, en los hechos, prácticamente no aplicamos el castigo penal con la intención que señala Protágoras. A veces lo que pasa por castigo penal es simplemente una venganza institucionalizada, una forma más o menos aséptica de revancha. Otras veces es sólo una solución técnica, un mecanismo para neutralizar o incapacitar al delincuente, análogo a la respuesta que puede suscitar la aparición en un organismo de un tumor canceroso. También funciona en los hechos –o así se pretende, al menos– como un mecanismo para infundir el miedo en los potenciales delincuentes, como un instrumento de disuasión.
Sin embargo, Protágoras no parece estar del todo equivocado. Ninguna de esas tres cosas parece constituir propiamente un castigo: ni la venganza, ni la incapacitación, ni la disuasión. Parece razonable suponer que el castigo propiamente dicho sólo puede estar motivado en el ideal de reforma moral. Esto es consistente con una cosa que de hecho hacemos: distinguir entre el castigo de aquellos que son declarados imputables –y por lo tanto, podríamos decir, moralmente reformables– y el tratamiento diferente que reciben aquellos declarados inimputables –y por lo tanto, podríamos decir, no reformables–.
La génesis del delito es un fenómeno complejo que estamos muy lejos de entender. Si alguien le dice que sabe por qué ocurren los delitos, no le crea: muy probablemente no sepa de lo que habla. En cualquier caso, el motivo por el que debe existir el castigo penal, al menos en el sentido de Protágoras, no es para combatir el delito, sino para que no exista impunidad. Mediante el castigo se le comunica al delincuente el repudio que la comunidad siente por sus actos. Aquí es donde, quizás, quede más claro por qué el asunto del castigo es un asunto político. Lo que trasmite o debería trasmitir el castigo es lo que queremos ser –lo que aspiramos a ser–, no necesariamente lo que somos. Aspiramos a que las mujeres no sean asesinadas de cuatro disparos en el comedor de sus casas, ni de ninguna otra manera ni en ninguna otra parte. Y así por delante.
Por ello el castigo tampoco puede ser brutal, como desgraciadamente suele ser el caso. Porque, si a través del castigo pretendemos comunicar una censura moral e iniciar algún tipo de diálogo con el delincuente, no puede tomar la forma de una mera venganza canalizada institucionalmente, a riesgo de que el mensaje no sólo no se entienda sino que resulte negado a través del propio acto que intenta afirmarlo.
O elegimos profundizar el modelo de exclusión penitenciaria, buscando incapacitar por períodos más largos, lo que supondría construir unas cuantas cárceles más de las existentes, porque con las actuales no va a ser suficiente, o quizá podría considerarse la posibilidad de cambiar de modelo. Se podría empezar a probar, tentativamente, otras modalidades de castigo (prisión en suspenso, trabajos comunitarios, etcétera) con los criminales menos peligrosos. En cualquier caso, a los más peligrosos sería deseable que la policía los atrapara antes de que se convirtieran en asesinos múltiples, porque si no va a ser muy difícil convencer a la gente de que, no ya el socialismo ni nada de eso, sino la mera convivencia pacífica es preferible a la barbarie.