El presidente Tabaré Vázquez ha expresado reiteradamente que las elecciones no se ganan en tres meses de campaña, sino por lo actuado en los cinco años. Ese concepto fue recordado por el exministro del Interior y actual senador Eduardo Bonomi, en la entrevista de Brecha publicada en la edición anterior. El Frente Amplio (FA) no ha hecho un análisis de la derrota electoral que lo llevó a perder el gobierno nacional después de tres períodos consecutivos en los que, además, contó con mayoría parlamentaria. El calendario electoral, con las departamentales y municipales de mayo, parece ser una razón suficiente (al menos para la mayoría de la coalición de centroizquierda) para postergar el debate sobre lo ocurrido.
Si se toma como válido el razonamiento de Vázquez, la discusión en el Frente debería enfocarse en cuál fue el comportamiento del gobierno y del FA. Del primero, porque sus decisiones inciden directamente en la vida de los uruguayos y no vale, para justificar la mirada crítica de gran parte de la población, limitarse a sostener que el problema es de comunicación porque no se trasladan bien los logros. Es necesario también preguntarse sobre sus acciones. Del partido, porque le corresponde construir el relato de lo que hace el gobierno, así como seguir trazando la hoja de ruta ante los desafíos que surgen de la realidad, además de velar por el cumplimiento del programa con el que se comprometieron. Pero la tarea esencial de la fuerza política es dar la batalla política, cultural e ideológica contra un pensamiento hegemónico que durante más de un siglo se ha transformado en sentido común para la gente y que es el contrapeso de toda intención de cambio profundo. Siempre que la intención sea, realmente, transformadora.
DE CINCO EN CINCO. Toda elección nacional se transforma en una consulta popular sobre la gestión de quienes administran el país. En términos generales, esa lectura que efectúa la población al votar, lo primero que tiene en cuenta es cómo vive su cotidianidad y cuál sería su perspectiva vital si continuaran los mismos gobernantes. Por eso, tiene sentido que la gestión del gobierno debería estar en la primera línea de análisis del partido. La lógica electoral y el camino recorrido llevaron a que el discurso del Frente se atrincherara en la defensa de lo realizado durante las tres administraciones. Esa cerrada muralla defensiva no permitió percibir las zonas de descontento en el electorado. Las nacionales de octubre de 2019 fueron la demostración de que algo distinto ocurría con los uruguayos y que había cosas que escapaban a la dirigencia frenteamplista.
Desde 2005 hubo varias transformaciones estructurales progresistas. Se resolvieron legalmente inequidades y discriminaciones con una nueva agenda de derechos, que sacaron (en parte) a las mujeres del ostracismo de una sociedad patriarcal y permitieron reconocer la diversidad sexual como un componente ineludible de la comunidad. Pero la vida demostró que esa nueva agenda no alcanzaba para volver a convencer a todas las voluntades y que la economía sigue siendo un factor determinante.
En su primer gobierno, Vázquez tuvo varias iniciativas que implicaron cambios sustanciales respecto al período anterior. A saber: el Panes, las reformas del sistema de salud y del sistema tributario, la convocatoria a los consejos de salarios, las leyes de negociación colectiva, las normas que aseguraron los fueros sindicales, el ingreso a los cuarteles para buscar restos de los detenidos desaparecidos, entre otras medidas. El segundo gobierno, el de José Mujica, tuvo como signo, a grandes rasgos, la ampliación de derechos, la legalización de la marihuana, la despenalización del aborto y un intento fallido de gravar la concentración de la tierra. En esos diez años, la economía creció con buenos guarismos con base en los altos precios de los commodities, especialmente los vinculados a la agricultura y la pecuaria. Los precios fueron tan buenos que los “términos de intercambio” (es decir a cuánto se compran los productos industrializados que vienen del mundo desarrollado y a cuánto se venden los bienes de producción nativos) invirtieron la tendencia del pasado y fueron favorables a Uruguay (y también a los demás países latinoamericanos), lo que permitió que hubiera un excedente, que el Estado recaudó a través de impuestos para la financiación de las políticas públicas y sociales. Eso posibilitó reducir la pobreza al 8 por ciento (al arranque era de 34 por ciento), el aumento del salario real y las pasividades, y la universalización de los servicios públicos, aunque no disminuyó drásticamente la desigualdad social.
Pero esa bonanza comenzó a decaer en 2014: los precios internacionales de nuestros productos bajaron, se produjo una desaceleración de la economía y el viento comenzó a soplar de proa. El gobierno saliente reaccionó con un ajuste fiscal (llamado oficialmente “consolidación fiscal”) en la ley presupuestal, se desindexaron los salarios bajo el mote de “aumentos nominales”, aunque se fijó un momento posterior para ajustarlos si la diferencia entre los aumentos de sueldos y la inflación era muy notoria. Los ingresos de los trabajadores ya no crecieron al mismo ritmo de años anteriores. Una demostración del declive en ese aspecto fue (aunque el dato se conoció este año) que el índice medio de salarios estuvo, en 2019, por primera vez en 15 años por debajo de la inflación; por tanto, no hubo, en general, en esos 12 meses, un incremento real de la remuneración de los trabajadores. La inversión pública y privada bajó, se perdieron 55 mil puestos de trabajo (en los años anteriores se habían creado 300 mil nuevos) y muchas fábricas emblemáticas cerraron (Fanapel, Pili, entre otras). La desaceleración se sintió en el interior del país y allí comenzó a generarse una actitud crítica hacia el gobierno. La buena noticia para este fue la concreción de la inversión de Upm (principal bandera de los gobernantes), la segunda planta de la transnacional finlandesa. Sin embargo, los efectos más notorios en materia de empleo y crecimiento del Pbi (a la pastera se debe agregar la construcción del Ferrocarril Central para el traslado de la producción al puerto de Montevideo) serán visibles cuando el FA ya no esté en el gobierno. Un fenómeno concomitante con la instalación de Upm y la negociación que la precedió fue el cuestionamiento a las renuncias fiscales y exoneraciones a la transnacional. Hubo críticas por izquierda y también de sectores sociales y políticos que conformaban el arco de oposición a la derecha de la administración progresista. Estos cuestionamientos se extendieron a toda la política de renuncia fiscal, ensayada como forma de fomentar la inversión privada y la extranjera directa. Incluso, el Fmi, en la revisión que hace de las economías de sus miembros (Uruguay lo es), sostuvo este mes que “un análisis de costo-beneficio podría ayudar a racionalizar las exenciones, particularmente aquellas que benefician a los grupos de mayores ingresos, aquellas que ya han logrado los resultados deseados o aquellas que no han sido tan efectivas”.
FACTOR INSEGURIDAD. Otro frente de insatisfacciones para el FA fue la cuestión de la seguridad y el combate a la delincuencia. Al asumir su segundo gobierno, Vázquez prometió que para 2020 bajaría en un 30 por ciento el número de rapiñas. Nada de eso ocurrió y, además, los delitos asociados a la inseguridad aumentaron. Por lo cual, la inseguridad pasó a ser un tema de preocupación permanente de la población, con la convicción de que el gobierno no ha podido resolver ese problema.
La remontada electoral de noviembre, en la que el FA perdió la presidencia por poco más de 30 mil votos, ha servido para cierto conformismo en filas de la coalición de centroizquierda. Pero en la evaluación no se tiene en cuenta la modificación del escenario que se dio entre octubre y el balotaje. Los electores progresistas vieron en la coalición multicolor y en la afirmación de Cabildo Abierto como el tercer partido político en Uruguay un riesgo muy grande para la democracia y la posibilidad de una restauración conservadora. Es más, lo ocurrido en noviembre sirvió para que se hablara de las dificultades de la campaña hacia octubre, de las insuficiencias de la candidatura, de la modorra de los militantes frenteamplistas, de las desprolijidades (que las hubo) en la elección de la candidata a la vicepresidencia, como explicación de la derrota. Pero nunca se evaluó la última gestión del gobierno y cómo esta mostraba los signos de agotamiento del modelo progresista, que cabalgó sobre una matriz productiva predeterminada, basada, a grandes rasgos, en el agronegocio, sin diversificar la producción.
El FA hizo una buena administración del viento de cola, pero no tuvo más que respuestas defensivas cuando ese viento viró y se colocó de proa. Por eso, justamente, el último período de gobierno debe entrar en el análisis de la derrota electoral.