Violencia narco y Estado: Comparaciones riesgosas - Semanario Brecha
Violencia narco y Estado

Comparaciones riesgosas

En el último tramo de su gestión, el gobierno apuesta a reinterpretar el problema de los homicidios. De aquella centralidad que tenían la guerra narco y los ajustes de cuentas, ahora el énfasis se quiere poner en la convivencia social y en la violencia difusa que se acciona en nosotros en cualquier momento. De la focalización a la inespecificidad, este nuevo relato pretende difuminar las aristas más incómodas del fenómeno del narcotráfico. Habrá que seguir con atención este movimiento discursivo y evaluar qué impacto tendrá en las conversaciones públicas sobre la seguridad, aunque es difícil que logre romper con el predominio que tienen las violencias territoriales y todo el repertorio de medidas de mano dura que, a la larga, sustentan la existencia de varios actores políticos. Sobreactuar el problema del narcotráfico es decisivo para sostener algo de visibilidad política. En esta línea, cuando se aborda la realidad uruguaya nunca faltan las comparaciones con las dramáticas circunstancias que se viven en Rosario (Argentina), pues allí desde hace una década hay desatada una guerra narco que ha hecho estallar las tasas de homicidios. Para calibrar lo que pasa en nuestro país en materia de violencia letal lo más común es afirmar que el fenómeno tiene alcance regional, y el ejemplo más recurrente al que se apela es el de Rosario.

Pero esta clase de comparaciones tiene sus riesgos. Quienes vuelcan miradas más agudas sobre la realidad regional saben que el problema de Rosario es bien singular en el contexto argentino. Sus tasas de homicidios están muy por encima del promedio nacional y de los centros urbanos más grandes. Si alguna perspectiva uruguaya se siente cómoda al percibir cierta afinidad en los procesos, pues en Rosario la evolución de los homicidios ha tenido una tendencia parecida a la nuestra y cerca del 80 por ciento de los asesinatos se explica por los conflictos entre bandas criminales, eso es producto de desconocer las dinámicas y las razones que llevaron a la ciudad santafesina al calvario actual.

Vale la pena acercarse al último libro de Marcelo Saín, Ciudad de pobres corazones. Estado, crimen y violencia narco en Rosario.1 Doctor en Ciencias Sociales, profesor e investigador en la Universidad Nacional de Quilmes, diputado provincial (2011-2015), Saín ocupó, además, varios cargos de gestión en el área de la seguridad –el último como ministro de Seguridad de la provincia de Santa Fe– que le acarrearon toda clase de conflictos. Alcanza con darle una mirada superficial a su libro para entender que no podía salir indemne de esa experiencia de gestión. Saín fundamenta su análisis en la idea de que Rosario es un caso único de gobierno criminal (habla de la «anomalía rosarina»), ya que los altos niveles de violencia letal se explican tanto por la violencia criminal en sí (prácticas estructurantes y legitimantes de la actividad delictiva) como por las componendas estatales y la existencia de una «institucionalidad política mafiosa». Desde siempre, el Estado y el narcotráfico se han imbricado y determinado mutuamente. Pero según Saín, en el contexto de diversificación y expansión del mercado de drogas y de complejización de las dinámicas criminales, la violencia en Rosario se explica por dos fenómenos: en primer lugar, por el quiebre de la regulación ilegal del narco por parte de la Policía y, en segundo término, por la fragmentación criminal derivada de la proliferación de grupos delictivos rústicos. En determinado momento, Rosario se quedó sin potestad estatal y sin un gobierno criminal dominante.

Para poder llegar a estas conclusiones, es fundamental el análisis sistemático de algunas fuentes. En este caso, la información que proviene de las causas judiciales es decisiva. Mientras por aquí algunos fuerzan categorías para intentar clasificar los homicidios (y creen que con eso hacen ciencia) o exploran realidades ocultas mediante encuestas en redes sociales, Saín se interna en el laberinto de las fuentes judiciales para llegar a entender la magnitud organizativa del comercio minorista de drogas, para determinar el grado de involucramiento entre la Policía y los grupos más poderosos (Los Monos y el clan de Alvarado), y para reflexionar sobre los sentidos en los usos de la violencia. Aun con limitaciones importantes, ciertas investigaciones judiciales en Argentina han sido especialmente reveladoras y, por lo tanto, se han transformado en fuentes de información para el análisis social.

Además de señalar la importancia de los circuitos de lavado e inversión del dinero del narcotráfico y del consumo de los sectores alto y medio alto, y de advertir que solo se habla de la violencia que ocurre en las periferias urbanas, recordando el contexto social determinante en que se produce esta violencia, Saín desarrolla una perspectiva teórica que parte de una profusa bibliografía latinoamericana. Esta literatura entiende el crimen organizado y la violencia criminal a partir de la configuración político-institucional del Estado. Casi como una sentencia general, se parte de la base de que el crimen organizado tiene que operar con algún grado de protección estatal formal.

En rigor, el crimen organizado es un sistema de relaciones sociopolíticas perdurables. Nace y se reproduce sobre economías ocultas, y las organizaciones más pequeñas se fundan sobre redes familiares o de cercanía, en las que predominan lazos de confianza y de lealtad. Cuando los mercados se fragmentan, la violencia se vuelve sistemática –violencia constructiva, se la llama– y a través de ella se expanden y consolidan las propias tramas criminales. Una violencia que sirve para imponer, para controlar y para generar influencia política, y que en ningún caso logra terminar luego del encarcelamiento de los líderes o los referentes. Una vez más, la cárcel lejos está de ser una barrera eficaz contra la violencia y el delito.

En toda la región, el factor crucial es la interacción entre los grupos criminales organizados y los agentes estatales. Al fin y al cabo, la «reacción» o el tratamiento estatal de la violencia narco es el factor determinante de materialidad, sostenibilidad, visibilidad u ocultamiento. El Estado regula el crimen (de manera legal o ilegal), y cuando ello ocurre es más infrecuente la violencia criminal visible o permanente. Un Estado fuerte también puede dar protección al crimen organizado. En definitiva, hay violencia cuando el Estado no puede reprimir o proteger. La literatura muestra también que hay reformas políticas de la Policía bien intencionadas que provocan una ruptura en la regulación y en las redes de protección por parte del Estado, o producen una mayor fragmentación de los mercados, y eso trae como consecuencia el aumento de la violencia.

Saín recupera tres ideas fundamentales que tienen amplia circulación en los debates regionales. En primer lugar, la violencia y los mercados ilegales no están asociados automáticamente. Hay dinámicas que pasan inadvertidas y que tienen un alto poder de determinación. Y hay violencias territoriales visibles que desatan conversaciones intensas y que operan como formas de encubrimiento político (la discusión sobre los allanamientos nocturnos podría caer en esta situación). En segundo lugar, la criminalidad y el narcotráfico no son siempre productos de la debilidad o la ausencia del Estado. Por último, los actores criminales pueden generar caos o destrucción, pero también pueden producir un orden y un conjunto de reglas que se imponen, y eso ocurre a pesar de la presencia del Estado –y muchas veces gracias a su propia regulación.

Sobre la base de un doble pacto (político-policial y policial-criminal), lo que ocurrió en Rosario fue un quiebre de la regulación estatal, y todo lo que de allí se derivó es explicado por Saín con mucha precisión a lo largo del libro. A la luz de estas evidencias, ¿alguien puede sostener la comparación entre Rosario y Montevideo? ¿Hay puntos de contacto entre lo que ocurre en nuestra capital y lo que sabemos de la ciudad santafesina? Más allá de la expansión del narcotráfico y de compartir una suerte de corredor estratégico para la circulación de bienes ilegales, ¿qué otros argumentos pueden esgrimirse para sostener una comparación? Si seguimos con atención los argumentos de Saín, no hay buenas razones para asimilar un caso al otro. La realidad uruguaya es muy distinta. Sin embargo, ¿alcanza con semejante verificación? ¿Qué explica el proceso uruguayo?

Una vez más, nuestra realidad nos confronta. A partir del año 2012, la tasa de homicidios tuvo un quiebre y un proceso ascendente que llega hasta el día de hoy. Ese quiebre fue paralelo a procesos de reestructura organizativa de la Policía y a la introducción de un nuevo modelo de gestión. ¿Se rompió un pacto de regulación? Los esfuerzos de focalizar políticas sociales y mejorar la respuesta policial mediante la lógica de los operativos tampoco sirvieron para controlar la violencia. Si nos quedamos solo con la idea de que la violencia es producto de los grupos familiares que devienen en bandas criminales, y que la impunidad en los homicidios tiene lugar solo por la dificultad de acceso a esos mundos cerrados en sí mismos, nos perderemos una cantidad relevante de claves. Imbricaciones, regulaciones, dejar hacer, operativos selectivos, formas de estar en un territorio, etcétera, son asuntos que deben ser estudiados en profundidad. El libro de Saín ofrece muchas pistas analíticas para iniciar un trabajo de interpretación sobre lo que nos viene pasando desde hace mucho tiempo.

1. Marcelo Saín, Ciudad de pobres corazones. Estado, crimen y violencia narco en Rosario, Prohistoria Ediciones, Rosario, 2023.

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