A Pablo Iglesias lo acompaña el olor a azufre. Lo acompaña también la reputación de marcar la cancha, para propios y extraños, allí donde decida actuar: sea en los primeros planos de la escena política, sea en los medios de comunicación. En España, decir «cosas de izquierda», cumpliendo con aquella exigencia que Michele Apicella, el alter ego de Nanni Moretti, le gritara a un amnésico exdirigente comunista italiano en la película Aprile, le ha valido ser acosado como pocos por sus adversarios. Se ganó esa animosidad cuando se puso al frente del intento de constituir una alternativa de izquierda a partir de Podemos, un partido surgido de una de las vertientes del movimiento de las plazas del 15-M, que se metió como una cuña en la escena política de la península.1 Y se la sigue ganando ahora, desde la trinchera mediática a la que ha regresado desde que, hace algo más de un año, se retirara de la política partidaria. Para la derecha española, este profesor de ciencias políticas egresado de la Universidad Complutense de Madrid es poco menos que la encarnación del diablo.
No solo para la española, a decir verdad. «Cuidado: Gramsci desembarca próximamente en Uruguay.» Así anunció, el 10 de junio, el semanario colorado Correo de los Viernes la llegada a Montevideo del «confeso marxista», «radical» y «defensor del chavismo» Iglesias. En esa nota, el periódico fundado por Julio María Sanguinetti exhortaba al Frente Amplio (FA), que invitó al español a Uruguay vía la Fundación Liber Seregni, a «explicar el alcance de su vínculo» con el exsecretario general de Podemos y deducía, en todo caso, que la existencia de tales relaciones evidenciaba la radicalización de la coalición uruguaya desde que perdió el gobierno, en 2019. «Ahora traen de visita al representante más rancio y ortodoxo de la izquierda que encontraron en Europa.» Para ayudarlos a recuperar la «hegemonía cultural». Un poema.
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Que lo comparen a Gramsci a Iglesias le hace cierta gracia («Cómo quisiera estar a su altura», dijo a Brecha). Pero hay una cosa cierta: el cuco italiano del Correo de los Viernes es uno de los referentes ideológicos centrales de Podemos desde sus inicios y en particular de su exlíder. En una intervención bien reciente en su pódcast La base, Iglesias dijo que un día se tatuará en la frente una frase del pensador muerto en 1937 en una cárcel de la Italia fascista: «La realidad está definida con palabras». «Por lo tanto» -añadió- «el que controla las palabras controla la realidad. […] Si no controlas el relato, tu olor a cadáver político será cada vez más insoportable. En casi todas partes, los dueños de las grandes empresas, de los bancos y de los fondos buitre ponen mucho dinero en una industria en general no muy rentable: la de los medios de comunicación». Y remataba su presentación con esta frase: «Este es un programa patrocinado por el club de lectura de Antonio Gramsci».
A fines de enero, ocho meses después de que dejara sus cargos políticos y diez meses después de que abandonara el gobierno de coalición español, del que era vicepresidente, Iglesias volvió a uno de sus primeros amores: los medios, en los que se iniciara con bastante resonancia apenas comenzada la década pasada, en las muy inteligentes tertulias de Fort Apache y La tuerka, y en sus largas entrevistas de Otra vuelta de tuerka. Lo hizo con el mencionado pódcast, cuyo primer programa consagró a desmenuzar el poder mediático: sus actores, sus tramas, su influencia. Allí ha abordado también temas sobre los que no podía hablar con libertad cuando estaba en el gobierno y sobre los que Podemos tiene posturas bien distintas a las que defiende el Partido Socialista, dominante en el Ejecutivo español: la pertenencia a la OTAN, la guerra en Ucrania, las alianzas internacionales, en general, y con Estados Unidos, en particular, el papel del Estado, la regulación de los alquileres, los límites de las reformas. «No es solo que me sienta más libre regresando a los medios. Eso es así. Pero pienso fundamentalmente que los medios son un lugar central de la creación de conciencia. Lo han sido siempre y ahora más que nunca. Están entre los principales actores políticos de nuestra época. Lo que puedes hacer desde el gobierno es realmente muy pero muy poquito. A partir de los medios trabajas a mucho más largo plazo. Analizarlos es básico, usarlos más aún», dijo a Brecha.
A Montevideo Iglesias vino precisamente a hablar de medios de comunicación, de relatos, de construcción de hegemonías, de batalla cultural. De eso charló mano a mano con sus interlocutores del FA, en distintos talleres y en una charla pública que dio en el teatro El Galpón el jueves 16. De eso también conversó con Brecha.
—El de los medios no es un terreno en el que las izquierdas hayan trabajado particularmente. Más bien lo han desdeñado y se mueven como a reculones, con cola de paja.
—Absolutamente. Hay una convicción, incluso en sectores de la progresía, de que cuando uno se mete con la prensa está atacando la libertad de expresión. ¿Qué garantía de libertad de expresión hay cuando los medios son propiedad de bancos, grandes empresas o multimillonarios? Es insostenible que un periodista pueda escribir algo que cuestione a la empresa propietaria de un medio. Eso es lo que, en realidad, ataca la libertad de expresión, la libertad de los periodistas: que puedan tener dueños. Es muy importante decirlo, porque lo que se afirma en general –insisto: hay gente que se define como progresista que también lo piensa– es que la mejor regulación de los medios es la que no se hace, lo que equivale a aceptar que se produzcan situaciones oligopólicas o monopólicas en la propiedad de los medios. Para desgracia nuestra, perfectamente se puede decir que la derecha es más gramsciana que la izquierda. En España la Iglesia católica nunca ha dejado de buscar la hegemonía; por ejemplo, a partir del sistema educativo, de toda una red de escuelas privadas y escuelas concertadas financiadas por dinero público. Tiene también una televisión y una radio de las más escuchadas, la COPE. En la Iglesia son gramscianos: trabajan sobre los aparatos culturales. Los sindicatos podrían haberse planteado tener un canal, una radio. Pero no lo hacen.
Escribía en una nota reciente [en CTXT, 14-VI-22] que hacer política es reforzarse uno y debilitar a su enemigo, y que en las democracias mediatizadas eso tiene que ver con los instrumentos ideológicos de que dispongas para determinar la agenda. Tanto si gobiernas como si no lo haces, esos instrumentos deben llenar de contenido tu relato. Pero muy raramente la izquierda determina la agenda. Le cuesta hacerlo porque juega en los marcos del adversario.
—En esa nota de CTXT que evocabas y aquí, en Montevideo, hablaste de una entrevista que le hicieron a la portavoz del nuevo gobierno chileno, la comunista Camila Vallejo. Decías que en sus respuestas se veía la autolimitación de la izquierda en eso de marcar la agenda.
—Primero que nada: entre Chile y España hay paralelismos que tienen que ver con procesos de transición de la dictadura a la democracia enormemente limitados. Un politólogo polaco poco sospechoso de ser izquierdista comentó que lo más sorprendente de la transición española es que las elites económicas han permanecido intocables e intocadas. Es un elemento que también se produce en Chile. Gonzalo Winter, coordinador de la bancada del Frente Amplio chileno, nos decía en La base que el pacto de la transición en su país consistió básicamente en que la izquierda renunciaba al socialismo y la derecha renunciaba a asesinar a los militantes de izquierda. Es un análisis muy lúcido y, a la vez, tremendo. El espíritu con el que la Concertación gobernó Chile tiene que ver con esto, con una actitud de resignación, con un «no se puede» y con considerar imposible implementar cambios que no estén pactados con la derecha. Esa es la dinámica que ha existido igualmente en España hasta la llegada de Unidas Podemos al gobierno. Que hoy en España haya, por primera vez, un Ejecutivo con una agenda abiertamente posneoliberal, por lo menos en parte de uno de sus componentes, es algo muy interesante. Lo mismo en Chile.
Respecto a la entrevista a Vallejo, lo que me sorprendió fue su enorme habilidad para abordar los marcos malos y su ambigüedad al responder a la pregunta fácil sobre la agenda propia. Me explico: cuando le preguntaron sobre los problemas que debe enfrentar ahora el gobierno (la situación en la Araucanía, la inseguridad, el asesinato por la Policía de la periodista Francisca Sandoval), se la notó muy sólida, pero cuando el periódico –que, además, es un medio amigo: El Siglo, el semanario del Partido Comunista, su propio partido– le preguntó si el gobierno mantenía una agenda de superación del neoliberalismo, respondió muy vagamente que se van a desmercantilizar los derechos sociales en el marco de un proceso gradualista. Me sorprendió mucho. ¡Era el momento para definir los temas de agenda, para declinar todo eso!: qué significa desmercantilizar, qué implicaciones tiene esa desmercantilización para el sistema sanitario, para los servicios públicos.
—¿Cómo explicás esa ambigüedad?
—Porque el problema es que el adversario ha impuesto la agenda y los temas de conversación, y tú estás a la defensiva. Por eso esa falta de precisión en los objetivos propios. No porque no se tenga conciencia de cuáles son, sino porque el que tiene la iniciativa es el otro. A los pocos días de haber escrito el artículo, me llamó Giorgio Jackson [secretario general de la presidencia de Chile] para decirme que podía ser que yo tuviera razón en este punto. «Ahora vamos a ir por la reforma fiscal», me dijo. Y está muy bueno. Es un enorme tema ese. Una reforma fiscal es también un campo de batalla semántico y cultural, en el que se juegan ideas, valores. La izquierda tiene que imponer también ahí su propio marco. No puede aceptar el concepto de presión fiscal y sí hablar de justicia fiscal, insistir en que reformar el sistema fiscal en el sentido progresista es la base de la democracia, la base para que el Estado tenga dinero suficiente para financiar los servicios públicos. Es una materia sumamente importante. Y ya me puedo imaginar lo que va a ser la derecha mediática chilena atacando al gobierno de Gabriel Boric cuando anuncie su reforma. Esto tiene que ver con las condiciones en que se da el combate político. El terreno del combate político es siempre el terreno mediático. En ese artículo en CTXT ironizaba sobre qué tiene que hacer un inversor extranjero si llega a Chile y quiere conversar con alguien de la oposición: no tiene que ir a ver al dirigente del partido tal o cual, sino a los Edwards, los dueños del diario El Mercurio.
Y esto está relacionado igualmente con otro asunto no menos importante. Muchos sectores están convencidos de que hay una traslación inmediata en términos electorales de los avances sociales que se hayan podido lograr desde el gobierno. No es así, no funciona así. Si la conversación política está dominada por la derecha mediática, estas cosas se olvidan. Jackson me decía que una de las primeras medidas del gobierno de Boric fue aumentar el salario mínimo, y no poco. Sin embargo, a los dos días la noticia había desaparecido de los medios y, como por arte de magia, habían aparecido otras, desfavorables para el gobierno, que los medios jerarquizaron en la conversación y lograron imponer. No basta decir: los medios mienten, los medios manipulan. Es cierto que mienten y manipulan, pero, más que quejarse, hay que contraatacar, y eso no se puede hacer desde la agenda del otro. Tampoco, creo yo, se puede marcar la agenda desde la búsqueda desesperada del consenso. Quien dice que la política es el arte del consenso no ha entendido la historia. La política está definida por el conflicto. Todas las reformas sociales han sido arrancadas, todas, y hasta la propia democracia liberal es producto de choques sociales. Ni que decir de las leyes laborales, que son consecuencia de la lucha de clases en un momento dado.
—Hablabas de salir de los marcos de lo que el adversario afirma. Respecto a la guerra en Ucrania, La base comenzó teniendo posiciones bien diferenciadas respecto del discurso dominante en los gobiernos y los medios occidentales. Pero, pasado el tiempo, ese ángulo se fue moderando y ya no hubo tanta diferenciación; por ejemplo, en relación con las afirmaciones sobre la masacre de Bucha, sobre la cual las versiones de unos y otros difieren por completo, y sobre la cual los rusos han expuesto datos que, por lo menos, deberían ser verificados.
—Puede ser. Hemos sido muy críticos con la postura occidental, pero para ser críticos teníamos que demostrar que no íbamos a aceptar la propaganda, viniera de donde viniera. En el caso de Bucha, tenemos la obligación de creerles a los profesionales de la prensa que están en el terreno dando su versión.
—¿No se les puede vender gato por liebre también a ellos, aunque sean puramente sinceros? Hay muchos ejemplos de periodistas honestos que compraron versiones estadounidenses, como aquella sobre la existencia de gigantescos cementerios clandestinos en Rumania después de la caída de Nicolae Ceaușescu, y decían que habían visto esas tumbas.
—Por supuesto que esas cosas sucedieron y pueden suceder. Pero en el tema de la guerra de Ucrania nosotros partimos de la base de que el agresor es Rusia. Lo cual no quiere decir que esto disculpe a la OTAN, a Estados Unidos ni a la Unión Europea. Quisimos hacer algo que nos diera autoridad. En Ucrania hay en el terreno periodistas españoles a quienes conocemos personalmente y en quienes tenemos confianza. Tenemos la obligación de preguntarles y transmitir su versión. Si no lo hacemos, estamos perdiendo legitimidad para reivindicar nuestra independencia. Del mismo modo que hemos criticado lo que no ha sido periodismo sino propaganda occidental, afirmamos que lo de RT y los medios rusos es propaganda prorrusa. Amigos nuestros que colaboraban con esos medios terminaron diciendo: «Yo no puedo estar en esto» y se fueron. Incluso, hicimos un programa especial desde Rusia, sobre cómo se veía la guerra desde allí.
—Sí, pero lo que se decía en ese programa también podría haber aparecido en un medio occidental mainstream.
—Es verdad. Pero también lo es que nadie en España ha llegado tan lejos a la hora de marcar distancia con las posiciones dominantes. Lo ha reconocido gente que no comparte lo que pensamos. Creo que hemos ganado prestigio diciendo que contamos las cosas con la información disponible. Al mismo tiempo, nos hemos pronunciado –en La base, en Podemos– contra el envío de armas a Ucrania en medio de un debate en la izquierda, en el que Podemos ha quedado prácticamente solo en relación con sus socios en el espacio de la confluencia. En Comú Podem [los aliados en Cataluña], Yolanda Díaz [ministra de Trabajo, comunista, que sustituyó a Iglesias en la vicepresidencia y encabeza un intento de coaligar a todas las fuerzas a la izquierda del Partido Socialista Obrero Español en una plataforma llamada Sumar] se ha manifestado a favor del envío de armas, e Izquierda Unida se ha mantenido en una posición ambigua. Muchos intelectuales amigos también. Nosotros quedamos en la misma posición que el papa, de defensa de la paz y la diplomacia. Creo que fue una posición muy valiente, de poner pie en pared en un contexto enormemente difícil, en el que se ha criminalizado a Podemos y a los poquitos medios que han dicho que comparar la guerra de Ucrania con la guerra civil española es una tomadura de pelo inaceptable. No es fácil respirar en medio del fuego amigo, cuando las posiciones del adversario son multiplicadas por sectores teóricamente afines.
Cuando pa’ Chile me voy
El pódcast La base le dedicó dos de sus más recientes programas a Chile: uno a la reforma constitucional en marcha y otro a la estructura oligopólica de los medios de comunicación y su papel político. Pablo Iglesias también entrevistó a Gabriel Boric un mes antes de que asumiera la presidencia. Chile atrae particularmente al exlíder de Podemos, que desde hace unos meses sigue con asiduidad los análisis sobre los medios trasandinos de la plataforma Ojo del medio, animada por el periodista Marcos Ortiz.
Desde 1973, Chile «es una herida fundante de la noción que tiene la izquierda de sí misma y una caja de herramientas para pensar la política», escribió Iglesias. Y se explayó: «Para alguien que arrastra el dolor de la memoria histórica española, Chile significa Winnipeg, el barco que trasladó a más de 2 mil refugiados republicanos al país andino en 1939. Algunos de sus descendientes son hoy cuadros de la izquierda chilena. Chile, para cualquier militante de la izquierda, de cualquier lugar del mundo, significa también el intento fallido de construir una sociedad socialista desde la legalidad de una república liberal aparentemente consolidada. Chile representa, precisamente por ello, una herida histórica en la izquierda del lado occidental de la Guerra Fría: la del fracaso de la vía pacífica al socialismo. Chile se convirtió en el principio de realidad de la política al constatar que la derecha se hace fascismo cuando se amenazan los privilegios de los de arriba. Chile significó la realidad de la geopolítica con la “democracia” estadounidense organizando golpes de Estado contra una democracia. […] Chile significó también en el imaginario de las izquierdas, en especial tras la caída del Muro y el agotamiento político-militar de las experiencias guerrilleras, el principio del “no se puede” de la política». Y encarnaría ahora una nueva esperanza de la mano de Boric, al que el español se ilusiona con ver –junto con el ya electo Gustavo Petro en Colombia y el probablemente otra vez presidente brasileño Luis Inácio Lula da Silva– como parte de un tridente que encabezaría una nueva marea progresista en América del Sur. Cree que el nuevo oleaje podría inclinar a esa marea algo más a la izquierda que en el pasado reciente. Se ilusiona con eso.
OTAN no
—A fines de mes tendrá lugar en Madrid la cumbre de la OTAN. ¿Cómo se parará Podemos ante esto, visto que el presidente del gobierno, el socialista Pedro Sánchez, no solo será el anfitrión de la cumbre, sino que ha destacado por su atlantismo? ¿Habrá alguna contracumbre?
—Los ministros de Unidas Podemos no irán a la cumbre. Todos lo han dejado claro, así como han dejado claro su posicionamiento crítico. En cuanto a si habrá alguna protesta, la impresión que tengo es que lo que se organice va a tener una dimensión muy modesta, muy lejana a aquellas multitudinarias manifestaciones anti-OTAN del pasado, lo que habla de la posición de reflujo que tienen los movimientos sociales actualmente. Podemos tiene mucha presión para hacer algo. Pero hoy es un partido de gobierno: podrá acompañar las movilizaciones de la sociedad civil, pero no sustituir a la sociedad civil. Por otra parte, el reforzamiento de la OTAN, su nueva legitimidad en Europa, es otra de las consecuencias nefastas de la invasión rusa.
De Game of Thrones a La ciudad es nuestra
En 2014, el mismo año en que surgía Podemos, Pablo Iglesias coordinó un libro titulado Ganar o morir. Lecciones políticas de Juego de tronos, en el que, a partir de los artefactos de la serie, un conjunto de investigadores, que en su mayoría estarían luego entre los cuadros iniciales del partido morado (de Íñigo Errejón a Juan Carlos Monedero, pasando por Clara Serra, Luis Alegre y Santiago Alba Rico), intenta desentrañar el momento político que estaban viviendo. «Como en Juego de tronos, nosotros mismos enfrentamos una situación de una complejidad política incomparable y especialmente sentimos la imperiosa urgencia de hacer algo para cambiar este desastre, y empezar a hacerlo ya», escribió Iglesias en la presentación del libro. El hombre es un devorador de series y, como buen gramsciano, piensa que esos productos audiovisuales pueden ser determinantes en la batalla cultural. En uno de los últimos programas de La base, Iglesias se dio el gusto de entrevistar a David Simon, el periodista estadounidense que, primero con The Wire (2002) y este año con La ciudad es nuestra, pinta la realidad de una ciudad de Baltimore presa de la violencia policial, el racismo, la corrupción y la marginación social. En una reciente nota en CTXT (2-VI-22), describió a Simon como «una suerte de Bertolt Brecht de las series»: «Con una estética que huye de los personajes shakesperianos, explora el poder como conjunto de relaciones sociales. […] En las historias de Simon no solo aparecen dramas personales, sino que las grandes instituciones sociales (la prensa, el Estado, la ciudad y sus geografías étnicas de desigualdad, el sistema educativo, las finanzas) interactúan dialécticamente con los conflictos (el racismo, el acceso a la vivienda, el fascismo, la prostitución, la guerra, la violencia policial, las drogas)». Y sostiene que productos como este son materiales de «formación política y sociológica ineludible» y de una «tremenda potencialidad subversiva en el mundo de hoy».
Detrás de una pelota
Tras su disertación del jueves 16 en El Galpón, Pablo Iglesias respondió a preguntas y comentarios de cuatro invitados. Una de las panelistas, la bióloga Verónica Piñeiro, vicepresidenta del Frente Amplio, pareció cuestionarle su excesivo acento en los medios como escenarios de acción política. «Los medios y las redes, si bien son importantes, no son los lugares en los que la izquierda y las personas que no tienen recursos han construido prioritariamente el poder y han mejorado su correlación de fuerzas», dijo Piñeiro, que hasta hace un tiempo fue representante de las bases montevideanas en la dirección de la coalición. «Capaz que esto suena un poco anticuado y premoderno, pero quienes no tienen recursos solo construyen poder a través de la organización», añadió. Y se preguntó si el verdadero «triunfo de la derecha» no ha consistido en llevar la pelea al terreno en que es más fuerte, precisamente el de los medios.
Iglesias reconoció la «excelencia» de la pregunta, pero le respondió: «El problema es que el terreno del combate político rara vez se puede elegir. […] Claro que los espacios de reflexión son importantes, claro que la organización política es crucial, claro que un tipo de militancia que diseñe estrategias de dirección política de largo plazo y que no se asfixie en la inmediatez de la red social es algo necesario, pero los terrenos que definen lo que piensan millones de personas son ineludibles». Y contó que una reunión del Comité Central del Partido Comunista Italiano (PCI) de los años setenta, época de oro de Enrico Berlinguer, fue levantada porque a la misma hora había un partido de la selección. «Compagni, lo que tiene en vilo al proletariado italiano no puede ser desconocido por el partido del proletariado italiano, así que vayamos a ver a la selección», les habría dicho el secretario general a los camaradas de la dirección del PCI. «Nuestra tarea es disputar el relato sobre temas que nos vienen impuestos por el adversario», porque ellos tienen más poder, comentó Iglesias. Y contó que los programas más vistos de La base no son los más «originales», sino aquellos en los que se tocan temas que están allí, en el aire, a partir de un relato alternativo.