«Aumentando el valor de reventa», repetía mi amigo cuando alguna torpeza agregaba rayas en una carrocería ya machucada. Éramos jóvenes, pelotudos e irrelevantes. Todo lo que no es Luis Lacalle Pou en la actualidad. Sin embargo, el presidente exhibe la adrenalina del manejo riesgoso, incluso después de haber chocado con estruendo el auto de su familia política. En cada «explicación astesiana» abraza sin complejos la eficiencia del anzuelo: una vez clavado, siempre sale lastimando, no importa si avanza o retrocede. Tramita los asuntos públicos con aire torero: provocación, amague, desplante, desangre y búsqueda de la estocada. ¿Tiene algún sentido comentar las morisquetas del presidente? Creo que sí. Más allá de su apariencia bufona, la política convertida en un juego lacerante es el sistema de gobierno de las derechas que vienen a revolucionar lo existente sin entretenerse con sentimentalismos republicanos.
1.
Lacalle Pou es el síntoma uruguayo de esa política que para muchas personas representa una oferta atractiva en medio de los malestares contemporáneos. «Alto nivel de disponibilidad al fascismo», dice Eric Sadin, citando a Adorno, para describir la subjetividad que sacude la segunda y la tercera décadas del siglo XXI. ¿Exagera? Ojalá hubiera una interpretación más liviana para explicar la vitalidad del trumpismo pos-Trump, de las derechas asociadas a Macri, Piñera y Uribe, o el bolsonarismo que vota, chatea odio y asalta. Algo real se expresa cuando esos políticos lacerantes canalizan las incertidumbres, las frustraciones y las rabias que crecen en la vida maltratada. Esa constatación incómoda señala un lugar para pensar la pedagogía política del actual gobierno.
2.
Si Lacalle Pou es síntoma, Astesiano es signo del avance lumpen sobre la política uruguaya. Aunque no es un fenómeno nacido con este gobierno, ahora parece estar eclosionando. El carácter lumpen de esa forma de la política se revela en una manera particular de relacionarse con lo público. Puede tratarse de personas con mucho o poco poder; lo que las define es que, una vez obtenidas posiciones relevantes, se sienten autorizadas a desligarse de cualquier responsabilidad hacia la colectividad. Será un traficante de favores, un jefe militar recién destituido que ocupa el uniforme y el despacho que ya no le pertenecen para lanzar una proclama antipolítica o un gobernante que miente públicamente sobre asuntos de su responsabilidad institucional. Sus señas de identidad son el sentimiento de propiedad patrimonial sobre los bienes públicos y la aspiración de impunidad. Cultura patriarcal capitalista. ¿Qué hecho político dibuja el signo Astesiano después de monopolizar durante seis meses la agenda pública? Un punto muerto. Hasta allí nos condujeron un presidente que se declara nulo de toda responsabilidad y los repetidores de la versión de un Lázaro de Tormes criollo, bribón menor y sisador irritante sin valor político. Pero ningún malabarismo disimula el carácter político del poder y el ámbito de actividad de Astesiano; el gobierno no puede desaparecerlo de la agenda ni la oposición logra un debate institucional razonable. El sistema político aceleró durante seis meses sobre el asunto Astesiano sin salir del punto muerto: no hubo movimiento, sino ruido, humo, confusión y desorden. Astesiano como hecho político marca la incapacidad del sistema para producir respuestas en las que poder reconocernos como comunidad. La política en punto muerto no produce vacío, sino desorden estructural –como exhiben la Fiscalía y varios ministerios– y, sobre todo, facilita la confusión.
3.
Digo confusión sin suponer confusa a «la gente», porque todas las personas conocemos bien nuestras necesidades de respeto, garantías, estabilidad y una dotación razonable de esperanza.
La confusión es una creación artificial de una sociedad política que desde hace tres años retumba con los ecos de una enemistad de apariencia irreconciliable y motivos opacos. Es un escenario donde la deliberación ciudadana de fondo se sustituye por el cruce de prejuicios, suspicacias e insinuaciones. El debate político se vuelve una ficción.
Para no recargar toda la argumentación sobre el gobierno, usaré como ejemplo el interminable «debate» sobre la seguridad pública. El cambio de roles entre la oposición actual y la anterior en el juego de reprochar fracasos –contabilizando robos y muertes– se explica por la existencia de un consenso punitivo oculto por las disputas electorales. Un hito de ese consenso fue la Ley de Seguridad Ciudadana, de 1996. Es verdad que el Frente Amplio impulsó quiebres a la línea dominante. Fue durante todo su primer gobierno y, en menor medida, con la estrategia por la vida y la convivencia de 2012. Pero antes y después estuvo capturado en un discurso sobre la seguridad destinado a captar el dividendo que prometían las encuestas de opinión pública. Lo demuestra el hecho de que, en los momentos álgidos, lo que aparentaba ser debate fue un monólogo a muchas voces donde competían, por ejemplo, la gestualidad imperiosa de los duros de siempre con el candoroso «antichorro» de izquierda. La confusión que inyecta política empobrece el debate público y, sobre todo, afecta la representación democrática. ¿Por qué pudo el Partido Nacional llevar al Ministerio del Interior y a la Ley de Urgente Consideración (LUC) el mismo programa de seguridad y al mismo ministro que venían de ser derrotados en el plebiscito de 2019? Porque las mayorías que en 2014 y 2019 rechazaron la radicalización punitiva del Estado se quedaron sin voz política.
Poner la confusión como tema para el análisis de un modelo de sociabilidad política permite visibilizar cómo insensiblemente se anula la pluralidad, se redefinen marcos y límites del juego democrático y se apuntalan consensos autoritarios.
4.
Política lacerante, confusión y punto muerto son momentos de la política que tienen efectos significativos cuando se consolida la hegemonía de quienes militan para convertir esa cultura en el estado crónico del sistema. Así sucedió entre los sesenta y los setenta y dio lugar a dos tipos de respuestas: un movimiento de renovación de la política (Frente Amplio) y una estrategia de desafío (movimientos insurgentes). A 50 años del golpe de Estado, es obligatorio recordar que ambas opciones fuimos enfrentadas con idéntica violencia estatal. Antes, la «clase gobernante» dejó de escribir la política con los trazos del antiguo país modelo y se embarcó en la aventura autoritaria. Es verdad que no habitamos la antigua Guerra Fría, pero la violencia estatal es actual en el continente y sus responsables abarcan un arco amplio: Piñera, Duque, Bolsonaro, Ortega, Maduro, Boluarte, Bukele. Uruguay suele aproximarse con paso lento y formas amortiguadas al tono de la época, pero, cuando llega, la cosa va en serio. Antes de que la violencia se convirtiera en el principal recurso de gobierno, hace 50 años, la política democrática abandonó la confianza en la deliberación ciudadana y privilegió la enemistad excluyente. ¿Cuánto de ese talante despunta Lacalle? Por lo pronto, es sistemático su desprecio a un campo político y social que representa, a valores de marzo de 2022, el 48,67 por ciento de la población votante. ¿Imaginan la vida política entre los años veinte y treinta de este siglo como un monólogo del tanto por ciento mayor? ¿Bajo qué marco jurídico y ánimo social sostendrían ese modelo? ¿Sueñan una sociedad que reaccione diciendo «es lo que hay, valor», cuando se usa la seguridad del Estado para influir en la política? Parece una pretensión desmedida para las tradiciones de este país. Sobran razones y no faltan encuestas para imaginar la derrota de ese modelo político. La duda es si será posible hacerlo sin romper el juego que convierte el camino hacia las elecciones en un sinuoso palo enjabonado donde resbalará lo mejor de la política uruguaya.
5.
En filas de la coalición –y aun en el interior del Partido Nacional–, se nota preocupación por la continuidad de esta política, que se basa en la idea de que cuando una parte del Uruguay gana las elecciones la otra pierde la palabra. En reciente bajada de línea estratégica, un incondicional de la coalición dedicó párrafos a fundamentar la necesidad de borrar la marca confrontativa de Lacalle Pou, levantando figuras creíbles en términos de concordia nacional.1 Difícil asunto para una coalición que gira en torno a un presidente que parasita el sentimiento de que somos una sociedad dividida en partes que se niegan mutuamente y no pueden dialogar para lograr un destino común. Ese núcleo venenoso debe romperse para poder recuperar las potencialidades democráticas de pluralidad y diálogo. Para mantener el gobierno, la coalición apelará a su ethos belicoso y querrá recluir la oposición social y política en el rol de antagonista insuficiente. Para salir de ese lugar, la oposición necesita recrear las condiciones anímicas que convergieron entre julio de 2021 y marzo de 2022. Si la LUC fue –y es– la quilla del modelo autoritario, el 27 de marzo contiene un patrimonio de experiencia colectiva para enfrentar la continuidad de ese modelo. ¿Podrán traducirse esos saberes a las condiciones de una campaña electoral? Con trazo grueso, anoto que el tono será clave para definir quién contamine mejor. O la campaña aumenta la opacidad de la política o se vuelve un escenario más abierto para poner en común la búsqueda de respuestas a los dilemas vitales de las personas y la época. El tono de campaña se cuece con los ingredientes que aportan los liderazgos del momento electoral. La coalición no podrá –ni querrá– soltar la marca Lacalle, así que por allí no hay novedad. ¿Cuál puede ser la marca del otro lado? Propongo buscar pistas en las victorias de líderes izquierdistas en países próximos. ¿Hay algo común entre la vejez impetuosa de Lula, la juventud serena de Boric y el reposado Petro? Que los tres construyeron su momento de victoria desde el enfrentamiento al statu quo que representaban sus adversarios. Dibujaron claramente ese estatus político y lo enfrentaron sin metáforas ni abstracciones. No persiguieron un espejismo centrista dibujado desde la otra orilla política, sino que, desafiando, crearon otro centro de gravedad política. Gabriel tomó sobre sí el dolor social provocado por el neoliberalismo de derecha y de centro concertacionista. Gustavo se abanderó con la paz y enfrentó el núcleo racista, patriarcal y clasista de una sociedad subyugada por las violencias. Lula fue implacable contra Bolsonaro, sabiendo que la mitad de la población lo idolatra. Después de ganar negociaron, porque esa es la condición para reconstruir una democracia deliberativa en sociedades caladas por la cultura del enfrentamiento. Pero antes –para convencer, ganar y poder negociar– construyeron un momento político original desafiando desde posiciones de izquierda. ¿Cuáles serán el punto y el tono para desafiar, en uruguayo de izquierda, al statu quo que mortifica y maltrata la vida? Saber definirlo importa para un buen resultado electoral y también, sobre todo, para marcar la tendencia que dominará la cultura política. Como muestran los mapas electorales de esta época, la condición desafiante está abierta a ser cubierta por izquierda o derecha. Y aunque la confusión política permita disfrazar a los progresismos de radicales, es mejor no olvidar que en el único campo donde hay ultras es en la derecha.
1. «Timing y contenido del nuevo programa de la coalición», Búsqueda, 9-III-23.