Contra la corriente - Semanario Brecha

Contra la corriente

Seguridad y política.

No se le puede pedir a un partido político que sea en todo momento un talismán capaz de cambiar la cabeza de eso que se conoce como la opinión pública. Pero sí que haga el intento, y que recurra a sus más ricas vetas ideológicas o de pensamiento (para no hablar de tradiciones, porque ellas pueden tener en ocasiones un tufillo conservador). Sería fatal que las elites políticas, y sobre todo aquellas autodefinidas de izquierda, claudicaran ante la tiranía de las encuestas o del statu quo cultural de esta época. Un sentido común que pide más cárcel, castigo y limpieza, en sintonía con impulsos de aporofobia (a modo de ejemplo, la concepción del ministro de la Suprema Corte de Justicia Jorge Chediak expresada en Búsqueda parece transitar por esa zona al apelar a un “control de la natalidad” en los sectores pobres de un modo más maltusiano que centrado en un enfoque de derechos). Un sentido común liberal que menciona a Orwell cuando la Impositiva pretende cruzar datos fiscales de las clases pudientes, pero que no siente ninguna picazón frente a la posibilidad de que se habilite a la Policía a acceder a las bases de datos del Ministerio de Desarrollo Social, porque a fin de cuentas allí están los “ni ni” causantes de todos los males. Ese mismo que pocas veces reclama a los uniformados o a los fiscales mayor vitalidad para investigar la fuga de capitales o los grandes negociados capaces de dejar, con un clic, patas para arriba a la economía de un país.

Los líderes políticos, más allá de sus obvios intereses, están llamados a la responsabilidad. Deben existir políticas para combatir la violencia –en todas sus formas– y prevenir los delitos, pero ser permeables a proyectos que impulsan cosas como la cadena perpetua, la militarización de la seguridad (los años setenta parecen haberse esfumado) o el incremento del poder de fuego policial es traspasar una frontera peligrosa (porque siempre es posible seguir corriendo la línea). Son extremos que no han logrado abatir la criminalidad en las ciudades americanas, pero a fin de cuentas tampoco la gran corrupción público-privada o el crimen de cuello blanco. No escasean los ejemplos en el mundo para demostrar que las transgresiones que alimentan los vasos sanguíneos por donde operan el narcodelito cotidiano o la narcoviolencia transcurren en un nivel de mayor opacidad, o que hay una distribución de tareas capitalista con jefes multimillonarios –a menudo impunes– y mano de obra marginal. Pero también se sabe que el populismo punitivo no suele dirigir la mira hacia esos sofisticados delitos elaborados a puro uso y abuso de las ingenierías financieras, aunque sus efectos suelen excluir del sistema a los sectores más desprotegidos de la sociedad y por muchos años. No abundan fiscales mediáticos reclamando por mayor flexibilización del secreto bancario o sembrando la alarma pública frente a los grandes casos de lavado.

Sí existen estudios históricos que demuestran que en distintas épocas las mayorías en Uruguay se pronunciaron a favor de la pena de muerte, casi siempre frente a la emergencia de algún “monstruo”. En la modernidad la mano dura vengadora suele dormir en estado latente, como una criatura de barro que espera un soplo para cobrar forma. También el endurecimiento de las penas contra los menores infractores ha sido un reclamo recurrente durante buena parte del siglo XX, condenado al eterno retorno desde 1985 para acá, como demuestra la formidable investigación del sociólogo Gabriel Tenenbaum.1 Pero a pesar de eso las elites políticas supieron debatir y resistir los cantos de sirenas.

No es que la demagogia o los líderes autoproclamados intérpretes de la voz popular no existieran, pero aquellas elites parecían tomarse más en serio su propia libertad de pensamiento. Y si de calcular réditos se trata, los nombres que sobreviven al archivo no son –a veces– los que reprodujeron el pensamiento dominante, sino los que intentaron modificar el sentido común hegemónico, a veces con éxito en la batalla y otras en soledad. Esto era posible cuando la política medía menos los riesgos como espacio para debatir ideas, y no se reducía a un mero aparato reclutador de votos.

RESISTIR EL ARCHIVO. Cada uno podrá buscar el nombre de su preferencia. En las primeras décadas del siglo XX hubo destacadísimos intelectuales y políticos que estuvieron varios pasos adelante, como Pedro Figari, pero más acá en el tiempo también hubo figuras de diversas corrientes de opinión que supieron actuar a contracorriente. En filas batllistas, en los ochenta, penalistas de la brillantez de Adela Reta calmaron las ansiedades de quienes en su mismo partido y fuera de él reclamaban la disminución de la edad de imputabilidad al advertir que la sociedad asistía “entre estupefacta y aterrada al auge de un especial y peligrosísimo tipo de delincuencia” (Pablo Millor dixit). Al igual que ahora, esa ofensiva surgía frente a la modificación del régimen de prisión preventiva (en 1987 un 40 por ciento de los procesamientos había sido sin prisión). Unos años después, con casi nula visibilidad, el frenteamplista Daniel Díaz Maynard2 era uno de los primeros políticos de la posdictadura en dedicar su vida parlamentaria a un asunto que nunca trajo ni traerá votos: las condiciones de las cárceles, en línea con la liberal Constitución uruguaya (que expresamente dice que los penales no están para mortificar, sino para reeducar). Esa misma que ahora Jorge Larrañaga quiere reformar, pues el que alguna vez pretendió ser el líder de un eventual progresismo blanco –y frente al penúltimo intento reformista punitivo acusó a Pedro Bordaberry de especular con el miedo de las personas– ahora promueve que, entre otras cosas, los militares colaboren en la represión de la inseguridad urbana, encabezando una campaña apodada “Vivir sin miedo”.

No es que los políticos no deban transitar por las plazas y escuchar a la gente. Pero otra cosa es convertirse en un partido de la gente, acrítico y calculista, que es consciente de los límites que se cruzan cuando se responde al grito y se trasladan a las leyes las pulsiones emocionales de la sociedad.

Mucho se han comentado las declaraciones del director nacional de Policía, Mario Layera (curioso momento del país en el que las palabras de un policía son las que tienen el más alto poder de fuego político), en una salida que poco huele a improvisación, más allá de posibles aciertos y errores de diagnóstico. No ha quedado claro para qué los policías utilizarían la información ¿personal? sobre determinados sectores sociales, pero además poco se ha reparado en la contradicción intrínseca en el discurso de este eje Policía-Ministerio del Interior. “Todo empieza en las cárceles. Hay una trasmisión de conocimiento permanente con mucha maldad”, alegó Layera. Sin embargo, la ofensiva oficial vuelve a la estrategia de pretender encarcelar a más personas en la fase de procesamiento y no de condena (incluyendo a los reincidentes en delitos contra la propiedad privada). Se asume que las cárceles son una escuela del delito, pero frente a una supuesta baja en los procesamientos con prisión se vuelve a apostar a ellas como antídoto principal. Parece que el perro de nuevo se querría comer la cola.

¿Alguien se va a hacer cargo de esa contradicción? Ya no la oposición, el Frente Amplio, que nació a contracorriente y alguna vez proclamó llegar también para cambiar las estructuras, incluso las del pensamiento, ¿se hará cargo cuando tenga que dar un nuevo giro, porque el último se habrá mostrado ineficaz?

  1. La normalización política de la edad de imputabilidad. Facultad de Ciencias Sociales, Udelar, 2011.
  2. A este diputado, que comenzó su carrera legislativa por la lista 99, se debe la creación por ley de la figura del comisionado parlamentario para las cárceles en 2001, y la ley de habeas data de 1996.

 

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