Del «Uruguay feliz» a la dictadura - Semanario Brecha
Estancamiento, inflación y crisis

Del «Uruguay feliz» a la dictadura

Los 20 años previos al golpe de Estado coinciden con el desencanto del «Uruguay feliz», cuando el país comenzó a percibirse de forma mucho menos autocomplaciente, criticando su presente y mostrando un fuerte escepticismo respecto a su futuro. La propia viabilidad del país en tanto tal comienza a ser una pregunta en los ensayos de época.

Colas para comprar leche. Plaza Budapest, en la calle Monte Caseros, en Montevideo, 1972. ARCHIVO CHELLE

Lo que para los contemporáneos constituía una crisis orgánica, o crisis estructural, para los economistas, que estaban comenzando a consolidarse como campo profesional, fue una fase del estancamiento económico generalizado que vivió el Uruguay entre 1955 y 1974. El fenómeno de la estanflación –estancamiento productivo más alta inflación– era el drama principal de las economías del Cono Sur y ocasionaba acalorados debates entre los economistas. Quienes se identificaban con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) o con el desarrollismo en Chile, Argentina y Brasil propusieron interpretaciones teóricas y aplicaciones prácticas contra este fenómeno, al que explicaban en función de las relaciones comerciales asimétricas en lo externo y por una inadecuada estructura productiva en lo interno. Esta explicación estaba en clara oposición a las recomendaciones monetaristas del Fondo Monetario Internacional (FMI). Y dichas ideas y propuestas también circulaban en Uruguay con gran intensidad.

Para el caso uruguayo, el estancamiento generalizado refiere al estancamiento en la producción material más relevante de la época: la producción ganadera a nivel primario estaba estancada desde 1914, mientras que el crecimiento de la producción industrial se detuvo en torno a 1957. A este problema productivo se le agregaban fuertes desequilibrios macroeconómicos: una inflación que llegó hasta el 136 por ciento a mediados de los sesenta y que se volvió un rasgo estructural de la economía uruguaya, altos niveles de déficit fiscal, déficit en la balanza de pagos, acelerado crecimiento del endeudamiento externo, fuga de capitales y, por si fuera poco, crisis bancarias.

Ante este panorama económico y social, en el país se ensayaron distintas respuestas de política económica, cuyos resultados de corto plazo no lograron mitigar la situación crítica. Sobre estos intentos, más o menos frustrados, de salida del estancamiento desde fines de los cincuenta hasta el comienzo de la dictadura es que trata este artículo. No se trata de una historia lineal en la que los fracasos se acumulan inevitablemente hasta el golpe de Estado, sino que se trata de esbozar algunas controversias, conflictos y tensiones que estuvieron presentes en aquel entonces.

LA «VUELTA AL CAMPO» Y LA REFORMA CAMBIARIA Y MONETARIA

En 1958 el Partido Nacional, en alianza con el movimiento ruralista que lideraba Benito Nardone, ganó las elecciones nacionales por primera vez en el siglo XX y puso fin a casi un siglo de predominio del Partido Colorado. Su triunfo se asentó en el descontento originado por la crisis económica y, especialmente, en el apoyo de los sectores agropecuarios, en particular exportadores y ganaderos.

El nuevo gobierno instauró un importante cambio en el rumbo de la política económica, que buscaba acabar con el dirigismo económico precedente. Para ello, apostó a la apertura de la economía y a liberalizar las corrientes comerciales y financieras. De ese modo se modificaban significativamente las reglas del juego económico vigentes, y, mientras se promovía una estrategia económica de «vuelta al campo», se renegaba del modelo económico que desde los años treinta, y en particular desde la segunda posguerra, procuró promover el desarrollo industrial del país y favorecer a los sectores urbanos.

El principal instrumento propuesto fue la Ley de Reforma Cambiaria y Monetaria, aprobada en diciembre de 1959, propuesta por el entonces ministro de Hacienda, Juan Eduardo Azzini, e impulsada con el beneplácito del FMI, que a partir de entonces se convertiría en un actor relevante en el derrotero económico del país por las coincidencias con las políticas de ajuste que promovía en la región.

En su faceta cambiaria –la más controvertida de la ley– la reforma buscó solucionar los desequilibrios externos, y para ello declaró la libertad de importaciones, desmanteló parcialmente la protección a la industria nacional y puso fin al sistema de cambios múltiples y al monopolio del control de divisas por parte del Banco de la República Oriental del Uruguay (BROU). Como contrapartida estableció un mercado de cambios libre y un tipo de cambio único que iba a regirse por el libre juego de la oferta y la demanda.

La liberalización del comercio exterior y del mercado cambiario instaurada por la reforma, aplicada sobre una economía estancada y carente de oportunidades de inversión, no logró estimular las exportaciones ni reducir las importaciones, por lo que no mejoró el desequilibrio exterior del país. Pero, además, una de sus principales consecuencias con el correr de los años, y especialmente desde el segundo lustro de los años sesenta, fue la apertura del campo para la especulación financiera y, particularmente, en el mercado cambiario.

Es que a los exportadores les interesaba la suba del tipo de cambio porque así obtenían mayores beneficios en pesos, y en ese ambiente especulativo los ganaderos retenían las exportaciones, esperando e incluso intentando inducir una devaluación. En tanto, los importadores e industriales importaban más de lo necesario, contando con que una futura caída del valor del peso produjera un alza en los precios. Ambas prácticas eran posibles porque los bancos privados adelantaban los fondos necesarios para financiar estas actividades. Las expectativas de devaluación también condujeron a la banca privada a comprar para sí moneda extranjera y a prestar a sus clientes para que la compraran, lo que posibilitaba la especulación futura con los movimientos cambiarios. La acción conjunta de esos poderosos intereses coincidentes empujaba incesantemente a la devaluación. Fue así que, luego de la de 1959, se sucedieron una en 1964, dos en 1965 y otras en 1966 y 1967.

Estas devaluaciones favorecían a los sectores mencionados y a su vez intensificaban el proceso inflacionario, porque la suba del tipo de cambio aumentaba los costos de la producción y por esa vía se elevaba el costo de vida. Las gremiales de trabajadores, por ende, solicitaban aumentos salariales y de ese modo se volvía a presionar el alza de los precios. Fue así que la inflación se constituyó en un rasgo característico de la época y, desde 1963, se volvió «explosiva».

Asimismo, ante la presencia de tales desequilibrios internos y externos, se apeló en reiteradas oportunidades a los préstamos del FMI, y con ellos llegaban los lineamientos políticos a aplicar. Si bien las sucesivas cartas de intención firmadas con el organismo presentaron énfasis distintos, en líneas generales promovían una mayor apertura de la economía para resolver el desequilibrio externo, y la contracción del crédito bancario, la eliminación del déficit fiscal y el retroceso de los salarios reales para atender el problema inflacionario.

Con ese telón de fondo, todos los grupos sociales con poder de negociación y presión adoptaron su propia conducta en la disputa por la distribución del ingreso. Los comportamientos derivados de dicha puja se tradujeron en devaluaciones, incrementos salariales y suba de precios. A partir de entonces, la crisis se agravó de forma permanente durante todo período.

Espera para abastecimiento de querosén en Montevideo en la década de los 60. CDF, FOTÓGRAFOS DEL DIARIO EL POPULAR

ENTRE LA CIDE Y EL IMPULSO LIBERALIZADOR

El segundo colegiado blanco intentó adoptar una política económica distinta de la orientación liberal y aperturista de 1959. Dicho gobierno ya no presentaba una vinculación tan marcada con el campo, sino que se sustentó predominantemente en sectores urbanos allegados a la banca y al comercio. Para evitar acordar con el FMI, se hicieron modificaciones en el mercado cambiario y se buscó desestimular las importaciones.

Respecto a las políticas públicas, los sesenta oscilaron entre dos grandes proyectos enfrentados. Por un lado, un impulso liberalizador que coincidía en gran medida con las recomendaciones del FMI y, por el otro, una propuesta desarrollista, influenciada por las ideas de la CEPAL y bajo el auspicio de Alianza para el Progreso. Esta última se materializó mediante la creación de la Comisión de Inversiones y Desarrollo Económico (CIDE).

Surgida en 1960, tomó un verdadero impulso a partir de 1962 con el triunfo de la Unión Blanca y Democrática. Bajo la conducción técnica de Enrique Iglesias, la CIDE constituyó, entre 1960 y 1967, el auge del desarrollismo en Uruguay. Más de 300 técnicos nacionales a los que se sumaban más de 100 expertos, varios de ellos extranjeros, efectuaron un conjunto amplio de diagnósticos sobre los problemas del país y una batería de propuestas para su resolución.

Además, la CIDE elaboró un conjunto de propuestas de cambio estructural profundo: una reforma agraria acompañada de modernización de los emprendimientos rurales, cambios en la industria energética (electricidad y petróleo), reforma del Estado, aumento del gasto educativo y la creación de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto (OPP) y del Banco Central del Uruguay (BCU).

Lo cierto es que la crisis económica continuó agudizándose. Los años comprendidos entre 1963 y 1967 se caracterizaron por una incontrolable especulación, y la moneda extranjera fue el principal medio sobre el cual presionar. La banca nacional y extranjera fue la principal protagonista del proceso, porque la disponibilidad de recursos le aseguraba los medios para presionar sobre precios y tipos de cambio, pero no fue la única ni operó aisladamente. El capital extranjero vinculado al comercio exportador también hizo su parte y el empresariado nacional desarrolló amplias vinculaciones con la banca –lo que Vivian Trías denominó la constelación del latifundio–. En ese contexto, y mientras el BROU iba debilitándose, la actividad bancaria y parabancaria privada tuvo una gran expansión, desproporcionada en relación con el medio. De este modo, el capital financiero se constituyó en un nuevo actor social clave, junto con los tres principales: ganaderos, industriales y asalariados urbanos.

Las maniobras especulativas y las inversiones riesgosas llevadas adelante por los bancos desembocaron en la crisis de 1965, desencadenada con la quiebra del Banco Transatlántico en abril, pero que tuvo su antesala con otras quiebras durante el primer lustro de los sesenta y posteriores coletazos hasta 1971. Es que el sistema bancario operaba bajo débiles controles y a eso sumó cierta inoperancia, cuando no irregularidades, de parte del BROU. En ese marco, mientras el BROU perdía su reputación y era administrado por un directorio interventor, se reforzó la decisión de crear el BCU, que, reforma constitucional mediante, habría de efectivizarse en 1967.

Con la clara excepción de la creación de la OPP y el BCU, la mayor parte de las propuestas de la CIDE no tuvieron mayor andamiaje. Algunos autores, como Alicia Melgar, afirmaron en 1979 que el problema del plan de la CIDE fue que no consideró la voluntad política para instrumentarlo. Sin embargo, si tomamos los votos al Frente Amplio y a Wilson Ferreira dentro del Partido Nacional como manifestaciones a favor de la reforma agraria, encontramos allí más de un 43 por ciento del electorado nacional de 1971, lo que deja abierto si el problema para concretar las reformas estructurales obedeció a la falta de apoyo político o, más bien, a resistencias de grupos económicos con fuerte capacidad organizativa.

DEL CONGELAMIENTO DE PRECIOS Y SALARIOS A LA DICTADURA

Desde 1965 se negociaron nuevamente refinanciaciones con el FMI que desembocaron en la firma de una carta de intención, en 1966, que consagraba fuertes ajustes. Luego el Partido Colorado ganó las elecciones, en tanto se aprobó una nueva Constitución que daba mayores poderes al Ejecutivo. Mientras, la crisis económica intensificaba los conflictos sociales entre trabajadores y capitalistas.

Como resultado, en octubre de 1967, el gobierno de Oscar Gestido decretó medidas prontas de seguridad y en noviembre se reestructuró el gabinete ministerial ante la renuncia de los sectores más «desarrollistas» en el gobierno. En diciembre de 1967 asumió la presidencia Jorge Pacheco Areco. En mayo de 1968, el gabinete volvió a modificarse para incorporar a representantes de los grandes grupos económicos. A partir de entonces se inició una fase de mayor autoritarismo, coincidente con la política represiva que Brasil y Argentina desarrollaban desde los sesenta, y que en las ciencias sociales se llamó el Estado burocrático autoritario, una forma en la que las instituciones económicas son cada vez más excluyentes y las relaciones políticas cada vez más violentas. Desde el punto de vista económico, la política volvió a alinearse con las recomendaciones fondomonetaristas.

A fines de 1967 y de nuevo en abril de 1968 se devaluó la moneda, y posteriormente se tomó una de las medidas de política económica más icónicas de este período: el congelamiento de precios y salarios. Largamente reclamada por el FMI, esa decisión se instrumentó el 28 de junio de 1968, a escasos días de que se viniera un importante ajuste en los salarios, y partía del supuesto de que los precios se marcaban según la evolución de los costos más un porcentaje de ganancia, y que los salarios, al estar indexados, se ajustaban a la zaga de los precios. Con ese congelamiento, junto a la no convocatoria de los consejos de salarios, que funcionaban desde 1943, se buscó frenar la espiral de precios y salarios.

De esta forma, se redujo el salario real a la vez que se empleó una medida heterodoxa para intentar contener la inflación, que si bien logró controlar la suba de precios de buena parte de los componentes de consumo masivo, dejó por fuera los bienes que se venden habitualmente en subasta, como el ganado, la lana o los bienes inmuebles, así como las tasas de interés bancarias, que no estuvieron comprendidas en el decreto. Luego, en diciembre de 1968, se estableció la Comisión de Productividad, Precios e Ingresos, que operó como un mecanismo central para la regulación de precios de la economía.

Jorge Notaro, en 1984, caracterizó este período como de intervencionismo estabilizador: intervencionismo porque, lejos de usar mecanismos de mercado, apeló a las prohibiciones, las regulaciones y los contralores; y estabilizador porque su objetivo central era contener los precios, cosa que lograron hasta 1972, cuando la inflación se volvió a disparar.

La represión generalizada y la suspensión de la negociación colectiva fueron claves en este nuevo modo de regulación del capitalismo en Uruguay. Se trataba, en particular, de contener el avance de un conjunto de luchas sociales que tenía en el movimiento obrero uno de los actores más dinámicos.

Estas organizaciones traían además un conjunto de propuestas de política económica bien diferenciadas de las llevadas adelante por el Ejecutivo. En concreto, tras la creación de la Convención Nacional de Trabajadores (CNT), en 1964, sucedió el Congreso del Pueblo, en 1965, donde se nucleó una diversidad importante de organizaciones sociales y políticas que gravitaban en torno al núcleo duro de la CNT, y que dio como resultado el Programa de Soluciones a la Crisis. Muchas de sus propuestas partían de la CIDE, pero, según Alberto Couriel, que participó como economista asesor en su elaboración, las «izquierdizaban», lo que implicaba una reforma agraria menos «propietarista» y una nacionalización del comercio exterior y la banca, entre otras.

Así, a principios de los setenta convivían tres grandes propuestas de política económica con sus respectivos diagnósticos: una ortodoxa identificada con el FMI y los sectores más conservadores, una desarrollista identificada con la CIDE y los sectores más progresistas de los partidos tradicionales y una más socializante, que era impulsada por la CNT y el naciente Frente Amplio.

La dictadura, por su parte, instrumentó el Plan Nacional de Desarrollo, elaborado en democracia, pero adoptado por el gobierno cívico-militar, con las modificaciones que este le imprimió en los dos cónclaves llevados a cabo en 1973 (uno en agosto, en Rocha, y otro en octubre, en Nueva Helvecia). Se trató de una apuesta al mercado como regulador de la actividad económica y una fuerte reestructuración de la economía. Su puesta en práctica requirió una potente intervención y permitió retomar una senda de crecimiento económico, aunque a un costo social enorme: implicó desempleo, baja del salario real de casi un 50 por ciento, fuerte emigración, que se sumó a la derivada del exilio político, y, como es sabido, una vulneración generalizada de los derechos humanos. De ese modo, tanto las propuestas desarrollistas como las socialistas fueron aplastadas por una concepción económica ortodoxa que privilegió un modelo concentrador y excluyente, el de un Uruguay para pocos.

Bibliografía consultada

ALONSO,  Rosa y DEMASI,  Carlos (1986). Uruguay 1958-1968. Crisis y estancamiento. Montevideo: Banda Oriental.

CANCELA, Walter y MELGAR, Alicia (1986). El desarrollo frustrado: 30 años de economía uruguaya, 1955-1985. Montevideo: Centro Latinoamericano de Estudios de Economía Humana, Ediciones de la Banda Oriental.

COURIEL, Alberto y LICHTENSZTEIJN, Samuel (1967). El F.M.I. y la crisis económica nacional. Montevideo: Biblioteca de Cultura Universitaria.

FINCH, Henry (2005). La economía política del Uruguay contemporáneo. 1879- 2000. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.

MELGAR, Alicia (1979). El Plan CIDE quince años después. Montevideo. Cuadernos del CLAEH N°10.

NOTARO, Jorge (1984). La política económica en el Uruguay 1968-1984. Montevideo: CIEDUR- EBO.

TRÍAS, Vivian (1971). Imperialismo y rosca bancaria en el Uruguay. Montevideo: Ediciones Banda Oriental.

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